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Gaitán, 40 años después

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El abogado Tiberio Quintero Ospina ha publicado, con ocasión de los 40 años del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, un hondo estudio jurídico, con agradable sabor de crónica, acerca del dantesco 9 de abril que oscureció la vida democrática de la nación. El escritor del libro (publicado por la Editorial ABC), eminente pena­lista, exmagistrado y actual profesor universitario, profundiza en los móviles de la muerte del líder popular y concluye en que Juan Roa Sierra fue el único autor del asesinato.

Rechaza el penalista, frente a la abundante documenta­ción del sumario, la idea que ha hecho carrera, aunque nunca ha podido comprobarse, sobre que Roa Sierra fue un criminal manipulado. En el expediente no aparece ninguna vinculación suya con personas u organizaciones para per­petrar el acto atroz, y en cambio queda analizada su per­sonalidad esquizoide-paranoide, según concluyente análi­sis efectuado por los siquiatras del Instituto de Medici­na Legal doctores Guillermo Uribe Cualla y Rafael Martínez.

Roa Sierra era un extraño individuo: solitario, inso­ciable, reservado, tímido, obtuso, excitable… A Gaitán lo veía como un superhombre y sentía por él enorme simpa­tía. Nacido en el mismo barrio del líder, había tenido oportunidad de tratarlo, de verlo de cerca, lo que hacía más sólida su estimación.

Roa Sierra ambicionaba ser un prestigioso abogado como su ídolo. Fue a donde Gaitán en busca de apoyo para conse­guir una beca. Proyecto nada fácil de coronar, ya que ni siquiera había concluido estudios de primaria. Pero como poseía delirios de grandeza y suponía que Santander o Ji­ménez de Quesada estaban reencarnados en él, se sintió frustrado con su héroe al no lograr la utópica aspira­ción de hacerse abogado por soplos milagrosos. Roa Sie­rra, que era rosacrucista, creía en adivinos y en poderes sobrenaturales.

Al fracasar en sus inconfesables sicopatías, llegó el resentimiento, ciego resentimiento hacia quien más admiraba. Esa pasión le envenenó el alma. Sien­do un ser ser retraído y sensible, más destrozos sufría su personalidad. «Ese resentimiento –explica Quintero Ospina–, taladrando el cerebro de Roa Sierra día y noche, fue ca­paz de todo, hasta del asesinato de un ilustre repúblico».

Aceptada esta tesis, nos encontramos con un paranoico en quien hizo crisis, en un instante fatal, su agobiante frustración. Con mente enferma, incapaz del raciocinio, decide eliminar a quien en su concepto frenaba la realización de planes íntimamente acaricia­dos por su desmedida ambición.

El sicópata devora solo sus oscuras maquinaciones. No permite que nadie las interfiera. Distorsiona la realidad y encuentra el mundo borroso y hostil. Su tragedia reside en el odio sin control que le inspira el mundo, sin razón para ello, aunque considera él que su causa es justa.

Cuan­do ese odio se concentra en una persona o en un grupo so­cial o familiar, pueden producirse conflagraciones como la del 9 de abril.

La obra en comentario suscita serias reflexiones. Na­rrándonos el desarrollo del sonado homicidio nos sitúa en el escenario histórico y trágico de la patria en llamas y nos hace pensar en lo que puede significar el furor de cual­quier loco solitario que en un momento dado puede acabar con un país o con el mundo entero.

No es una obra de ficción. A cambio de otra evidencia, que nunca se ha confirmado, cabe la de este sicópata irre­frenable que desvió, con un arma oxidada, el curso de la historia colombiana. El libro repasa, además, otros proce­sos famosos: la historia criminal del doctor Mata, el caso del doctor Russi y el secuestro del hijo de Lindbergh.

To­dos episodios memorables que han permitido a encumbrados juristas y a legos del montón fabricar toda suerte de ru­mores y voluminosos tratados sobre la criminología. Estos capítulos de la humanidad, movidos por suspensos policía­cos, sirven para poner a trabajar la mente y desentrañar de ellos la conducta humana, la cual suele ser insondable.

Tal es, me parece, el propósito de Tiberio Quintero Ospina al seguirle los rastros a estos protagonistas de la historia y el crimen.

El Espectador, Bogotá, 29-VII-1988.

 

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