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Mil artículos

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

He llegado, silenciosamente, a la cumbre lejana que un día me señalé: mil artículos de prensa. ¿Cuándo los es­cribí?, es la pregunta que hoy me formulo, asombrado, después de repasar en viejos archivos, uno por uno, los mil peldaños que me llevaron a esta meta conquistada.

Proclamar la victoria, como lo hago para mi íntimo so­laz y la satisfacción de los míos, acaso para algunos parezca acto presuntuoso. No lo es, sin embargo, si sólo pretendo que a través de la ajena experiencia aprendan los noveles escritores la lección de llegar lejos.

Apropiándome de un concepto del poeta Germán Pardo García, celebro la ocasión “con humildad y al mismo tiem­po con soberbia”, porque un escritor sin soberbia «es co­mo un águila sin alas». Y agrego, para que se me absuel­va por lo que puede parecer pedante, que el ejercicio de escribir, que se ejecuta con sangre del espíritu, es escuela de abnegación y tormento. Sobre todo hoy, cuando el escritor vive de capa caída en medio de una sociedad que no sabe apreciarlo y que por el contrario lo ignora y lo maltrata, perseverar en las letras es acción heroica. Ser escritor significa un duro destino.

Por eso, cuando se acumulan mil escritos, elaborados a lo largo de 18 años de intensas vigilias, se siente regocijo. Es la recompensa de las pacientes horas de estudio y creación. Para quienes se inician en el reto de las cimas, ojalá esta jornada represente un incentivo para no detenerse.

Si la carrera del escritor se hace a pulso como la mía, sin padrinos ni ventajas de ninguna especie, mayor es la conquista. Todo comenzó al destacar El Espectador, dentro de un concurso de cuento realizado en 1971, mi primer trabajo narrativo. Cuando días después me expre­saba don José Salgar, ante una crónica que me había re­sultado bien condimentada, que «ese estilo de lecturas es el que quisiéramos siempre ofrecer en nuestras pági­nas», el ansia de escribir era ya irrenunciable.

Conforme me esmeraba para que cada página saliera pulida dentro de los rigores que impone la disciplina de los Cano, requisito sin el que es imposible aspi­rar a ser columnista de su diario, advertía que mis trabajos avanzaban más. Cualquier día, tras ser pro­bado en distintos terrenos –primero en el Magazín Do­minical, luego en Cabildo Abierto, más tarde en Tribuna de Opinión–, una de mis notas apareció, para sorpresa y susto míos, al lado de los editorialistas de ca­rrera. Y ahí he permanecido, con ánimo persistente. Es­cribir es renovarse todos los días.

A don Guillermo Cano, que con desconcertante genero­sidad me había abierto las puertas del periódico, vine a conocerlo años más tarde. Mientras tanto, los eternos envidiosos que siempre existirán en el periodismo y en las letras, me inventaban en Armenia, donde enton­ces residía, palancas que no poseía; y que tampoco ne­gué, para que más sufrieran. Cuando me entrevisté con el director del periódico, con pena por semejante tar­danza, él desoyó mis disculpas y me dijo que desde años atrás era yo huésped de su casa. Y es que los Cano sa­ben distinguir a distancia la vocación del periodista.

*

Y así, paso a paso, se ha caminado largo trayecto desde aquel incierto comienzo de 1971. Recorrer hoy mil artículos es como cantar mil victorias. En cada uno de ellos se han dejado jirones del alma. Estos escritos –la mayoría publicados en El Espectador– dan categoría y obligan a seguir la marcha.

El autor, si la vida le concede licencia, realizará otro recorrido. Apenas va a mitad de camino. Ya se ha tra­zado otra meta. De aquí en adelante, dentro de la nueva jornada de mayor madurez, no cumplirá años sino artículos. El homenaje de esta travesía es ante todo para don Guillermo Cano, el gran maestro desaparecido, que creyó en el oscuro principiante de provincia y le sembró la honda semilla del esfuerzo y la tenacidad.

El Espectador, Bogotá, 16-II-1989.

 

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