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El vuelo 594

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Avianca anuncia desde Bogotá vuelos diarios a Valledupar y Riohacha, a las 9:45 de la mañana, con excepción de los sábados. Según la norma actual hay que estar en el aeropuerto con dos horas de anticipación. Usted gas­ta una hora en arreglarse, desayunar y tomar el taxi. Y otra hora se le va al aeropuerto luchando contra un trá­fico endemoniado. Por lo tanto, su día de viaje ha comen­zado a las 5:45 de la mañana.

Obtenido en el aeropuerto el pasaje para abordar, luego de haber sido sometidos usted y su maleta a las requisas y los manoseos desapacibles que nunca descubren nada, descansará al fin en la sala común de la desespe­ración. Si mira a su alrededor encentrará caras largas y espíritus lánguidos. Nadie ríe, porque la vida de los aeropuertos es áspera.

En fin, hay que viajar a Riohacha. Como a estas al­turas de su audacia usted ya se ha hecho embolar, ha leído el periódico y ha tratado de concentrarse en el libro que lleva a la mano, supone que en pocos minutos anunciarán el vuelo 594. Consulta el reloj y observa, con inexplicable alborozo, que son las 9:30. Quince mi­nutos más no son nada dentro de este calvario de las re­signaciones.

A las 10, cuando vuelve en sí, cree que por sordo (otro de los castigos de esta ciudad de los pitos y las estridencias) lo ha dejado el avión. Vuela (y aquí sí es cierto el término) hasta el tablero electrónico y se alegra cuando comprueba que el aparato todavía no ha co­menzado a deslizarse por la pista: lo han aplazado para las 11 de la mañana.

A las 11 una vocecita tierna y azucarada comunica a los interesados en el vuelo 594 que éste saldrá a las 12:20.  iConfirmado!, agrega con tono encantador. A us­ted le provoca darle un beso, pero en ese momento recuerda que hace 15 días también había llegado, entre aplazamiento y aplazamiento, hasta las 2:30 de la tar­de, hora en que la vocecita musical informó la cancela­ción del vuelo. No ha olvidado, además, que otro día lo llamaron a la casa a las 6 de la tarde para comunicarle que el vuelo del día siguiente –el consabido 594– habla sido suspendido.

*

¡Pero ya estoy en Riohacha! Llegué a las 2:50 de la tarde. ¿Cuánto tiempo gasté en el viaje, en plena era de la propulsión a chorro? Hagamos la cuenta desde el momento en que di el primer paso de esta terrible aventura, repetida por tercera vez en dos semanas: ¡9 horas!

Mis compañeros del 594 me comentaban que esto es usual. Como no siempre el número de pasajeros satisfa­ce las aspiraciones de rentabilidad de la empresa, se da prelación a otros itinerarios o se acude al expe­diente más fácil: cancelar el vuelo. Con el servicio también se gana, pero esta regla suele olvidarse.

Entre aplazamientos, cancelaciones y femeninas voces almibaradas, sistemas ideales de tortura para acabar con la paciencia del santo Job, nació esta crónica. El incumplimiento es un distintivo del país y Avianca no es ninguna excepción.

La Guajira, la cenicienta de este paseo, es un terri­torio sufrido. Un territorio sin descubrir. Avianca de­bería cambiar el 594 por otro número de mejor suerte para la tierra mítica, rica en paisajes y embrujos, aunque víctima de maltratos. (A propósito: no sé si podré tomar el avión de regreso, ya que años atrás también me falló el 594 y me tocó quedarme otro día en la estepa solitaria…)

El Espectador, 1-V-1990.

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