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El gol con su grito de paz

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En la gerencia bancaria de Álvaro Nieto Sánchez pre­sencié el partido de Colombia contra Alemania en el Mun­dial de Fútbol que estremece hoy al universo entero. Trataré de revivir en esta nota, para estar a tono con la emoción del país, los momentos de angustia, de tensión, de nerviosismo y finalmente de júbilo nacional que vi­vió nuestro equipo de cinco espectadores, los cuales, absortos ante la pantalla del televisor, seguimos con peligro de infarto la transmisión del encuentro.

No soy fuerte en fútbol, como sí lo son mis compañe­ros del grupo, lo cual no impide que, al igual que ellos, haya sentido enardecido el ánimo y jadeante la respira­ción ante este espectáculo de multitudes donde flameó en Italia, como una prolongación de la patria, el pabellón colombiano. No se necesita, por otra parte, ser técnico en pases y jugadas, en reglas y estrategias futbolísti­cas, para poder captar con ojo certero el arte y la grandiosidad de esta pelea de titanes.

Álvaro, que siempre ha sido fumador empedernido, esta vez batió récord con sus consumos desaforados. Cigarrillo tras cigarrillo y tinto tras tinto, su inquietud no hallaba reposo ante el azar de la cancha. Se frotaba las manos, le ardían las orejas, se paraba de la silla, bufaba, volvía a sentarse… ¡y otro cigarrillo! Mis compañeros parecían también chimeneas congestionadas. Yo, que no soy fumador y siento compasión por los fumadores, había caído en la redada, por amor al deporte, de este círculo de oficiantes que habían envenenado la atmósfera para demostrar su hombría deportiva.

Cuando Alemania metió el gol inesperado –e injusto, ante el estupendo juego de los colombianos–, hubo clamor general. La frustración, la contrariedad, la caída del espíritu se dibujaron en todos los rostros. Los cigarrillos no volvieron a arder. El grupo quedó sin habla. La reunión parecía una visita de duelo.

Y cuando instantes después, ya a punto de concluir el partido, Fredy Rincón se lanzó como un huracán y marcó el gol victorioso, estalló la locura. Yo nunca había visto cómo un balón corre inatajable y en una fracción de segundo hace desbordar el frenesí de un pueblo. Nuestro grupo –en el que estaba representada Colombia en­tera– se abrazaba, gritaba, no entendía el milagro del gol caído del cielo. Toda Colombia cantaba con la misma garganta, con el mismo corazón.

Luego el carnaval se apoderó de las calles del país. El júbilo se evidenció de mil maneras: pitos de los carros, serpentinas, banderas, talcos, libaciones y excesos de euforia. Las lágrimas eran más podero­sas que las risas. El alma, tan apagada por las bombas y los asesinatos, levantaba vuelo para liberarse de tanta calamidad. El furor de las multitudes, pero furor de paz, ha proclamado que Colombia rechaza la guerra y vi­bra con la alegría de un auténtico motivo de unión.

Al menos por un día se nos ha volteado la suerte. Medellín, la ciudad más martirizada, también se regó por las calles y esta vez no escuchó, en larga no­che de fe y esperanza, el retumbar de la dinamita. El gol queda enmarcado en los sentimientos más nobles de un país que confía en que regrese la tranquilidad. Ojalá que ese gol nacionalista signifique el retorno a la paz.

Y en la gerencia del Banco Popular en San Agustín, que con éxito maneja Álvaro Nieto Sánchez, toda­vía me siento –nadando en una atmósfera de humo– transportado a una epopeya. Este gol se creció: transformó a Colombia y subió por los cielos como una plegaria.

El Espectador, Bogotá, 23-VI-1990.

 

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