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Carrera del escritor

viernes, 11 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En respuesta a carta recibida del escritor Humberto Seneqal le expreso las siuientes consideraciones en torno a la carrera literaria:

Usted y yo, que hacemos literatura, sabernos lo que representa producir un libro. No hay libro, por malo que sea, que no tenga algo bueno. Los libros son los escalones que hacen subir al escritor por el estrecho sendero de su destino, y si de su itinerario se suprimieran títulos que puedan considerarse inferiores a la categoría ganada, el autor quedaría mutilado. Si se cortan los primeros tramos, la escalera se va al suelo.

Es necesario apoyarse en los libros primerizos, que por lo general son inmaduros (aunque en otros casos, como sucedió con Rimbaud, son éstos su mejor producción),  para definir el significado y el valor de la carrera literaria.

El libro nunca muere. Los que morimos somos los escritores. Y a veces –¡cosa sorprendente!– con el paso de los años, y por lo general de muchos años, libros que habían sido considerados insignificantes llegan a convertirse en obras maestras. Aunque también, en sentido contrario, obras que habían causado mucho ruido (aquí se clasifican los best sellers sostenidos por los artificios de la publicidad) se desvanecen devorados por su propia intrascendencia.

Son ideas que suscitan en mí la lectura de su interesante carta acerca de Ventisca. Separa usted al “titubeante autor de alguno de los primeros libros” para calificarlo ahora como el “narrador maduro, directo, seguro de sus herramientas”. Esta definición corresponde a un proceso en la carrera siempre cambiante del escritor, como también a usted le sucede. En cuanto a mí respecta, tengo que reconocer en usted al agudo observador y fino crítico de un recorrido que, iniciado hace 20 años en el Quindío, hoy, por lógica y porque así me lo impuse con seriedad y disciplina, ha coronado otras alturas.

Sin embargo, a medida que progresa la obra del narrador, suele uno lamentarse, y no sé si a usted le pasa lo mismo, de la disminución de la naturalidad. La fluidez, uno de los dones más preciados, se va perdiendo conforme se avanza en reglas gramaticales y se persigue la madurez. Lo que vio Soto Aparicio en Destinos cruzados (mi novela de juventud, publicada muchos años después en el Quindío) fue la espontaneidad que la obra tiene en la descripción de ambientes y personajes; por eso, él la llevó a la televisión. Si el escritor pierde la emoción está terminado.

Advierto en usted un atento escrutador del mundo íntimo que se desliza por las páginas de Ventisca. Ha sabido interpretar la temperatura sicológica de la novela. Me sorprenden sus conceptos –que enaltecen mi lucha creadora– por revelar un minucioso buceo por las regiones del intra-mundo, que fue lo que más trabajé en varios años de batallar con mis propios fantasmas, valiéndome de los símbolos manejados en la obra.

No muchos han hallado en mi novela las facetas que usted analiza. Bien sabe usted que la crítica es cicatera y la generosidad, tímida. Hay escritores que han leído la obra y se abstienen, sin embargo, de emitir ninguna opinión, ni en público ni en privado, para no comprometerse. Otros apenas han mirado la modelo de la portada y leído los datos de la contraportada. ¡El libro nunca muere! Algún día cae en buenas manos y lo abordan mentes abiertas. Como la de usted.

El Espectador, Bogotá, 17-V-1991

 

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