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Clima moral

viernes, 11 de noviembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Después del episodio ejem­plarizante sucedido en Bogotá alrededor de los auxilios ofi­ciales, se siente un alivio en todo el país.

Era necesario que un juez aplicara en todo su rigor el espíritu de la ley para que los funcionarios públicos, tan livia­nos en los principios éticos, recibieran la mejor lección de moral que hace muchos años no se ejercía en Colombia. Hay un refrán muy apropiado: «Cuando la barba de tu vecino vieres pelar, echa la tuya a remojar».

La ética, al igual que la risa o el llanto, es contagiosa. En virtud de esta tácita adverten­cia a los empleados tramposos, la administración pública parece depurada de corrup­ciones y triquiñuelas. Todos temen hoy terminar en las redes de la justicia y hacen soterrados propósitos para acomodar su conducta a las reglas de la pulcritud. Desde que las costumbres han caído en los peores abismos de la de­gradación, Colombia viene al garete.

A la falta de moral de los colombianos hay que atribuir todos los males que padecemos. El afán de ri­queza es el común denomina­dor que mueve al individuo contemporáneo, afanoso de hallar oportunidades de lucro rápido y a como dé lugar en cuanta posición o negocio se presente.

Quien se aparta de esta norma es menospreciado por considerársele falto de espíritu para escamotear los bienes del Estado o de la empresa privada. Los impuestos se ahogan en las aguas turbias de la inmorali­dad.

En la capital del país se malgastan 1.680 millones de pesos, que en su mayoría van a dar a las campañas electo­rales de los concejales, o sea, a su bolsillo particular. Mientras el pueblo suda el pan de cada día, los concejales de Bogotá se reparten, intimi­dando al alcalde, un enorme tesoro que hubiera solucionado numerosas necesidades de la comunidad.

El hurto permanente de la hacienda pública se ejecuta por los más variados sistemas: sobrecosto de contratos, com­pras irreales, erogaciones fic­ticias, comisiones ocultas, servicios inexistentes, testaf­erros profesionales… Y todo queda impune.

Hasta que un juez valeroso hace un alto en el camino. Y todos tiemblan ante este catón insospechado que crea –y ojalá se prolongue– el clima de moral pública que necesita Colombia.

La Crónica del Quindío, Armenia, 13-IV-1992.

 

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