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La guerra del dinero plástico

jueves, 15 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El avance de la cibernética ha representado verdadera revolución en el país. El hombre, por lo mismo que la máquina piensa por él (y lo que es más grave, piensa mejor que él y lo supera mil veces en habilidad, precisión y rapidez), ha dejado de ser razonador en esta era de impulsos magnéticos que nos man­tiene perplejos frente a al mundo de deslumbrantes prodigios.

Fueron primero las grandes em­presas las que rompieron sus moldes tradicionales para ade­cuarse a la guerra de los sistemas. Y como éstos no se detienen, las empresas no consiguen estar por completo actualizadas. Quien se descuide en este frente, queda fuera de combate. Hoy la rentabi­lidad empresarial hay que medirla en proporción a la capacidad tec­nológica. Dentro de esta transfor­mación vertiginosa, que produce escalofrío, el sector bancario ha implantado los métodos más no­vedosos.

Entre éstos se cuenta el denomi­nado dinero plástico. Con la tarjetica mágica –bien aceitada, se entiende–, el hombre moderno abre todas las puertas. En cual­quier calle, en el almacén de víveres, en la bomba de gasolina, en el aeropuerto y en plena carre­tera, en el hotel y en el motel, en la clínica y en la funeraria, estará a la mano la fórmula para salir de apremios. El total de tarjetas bancarias en el país pasa de dos millones. Y en todo el orbe, de 560 millones.

A las grandes redes mundiales (Mastercard, Maestro y Cirrus), que tienen 10,5 millones de establecimientos en 220 países, se encuentran afiliadas las tarjetas que en Colombia portamos con orgullo (aunque no tengamos plata) para contemporizar con el mundo plastificado. Las entidades financieras compiten a brazo partido por la conquista del cliente, y para esa finalidad ofrecen premios halagadores (o señuelos) que se divulgan en costosas publicaciones.

Falta, sin embargo, buen cami­no por recorrer para conseguir la excelencia de servicios que se pregona. Veamos algunos de los lunares más visibles. En primer lugar está el de los daños constan­tes de los cajeros. Nada tan anti­pático como el aviso ya rutinario de que el cajero se halla fuera de línea. Los usuarios, que pagan sustanciosas cuotas al esta­blecimiento, tienen derecho a pe­dir que se modernicen los equi­pos, y además que se mantengan con dinero disponible a toda hora. Otra falla es la lentitud de algunos cajeros. La limitación en las entre­gas del dinero frena el servicio. ¿Por qué, en lugar de hacer tres retiros de $100.000, no se hace uno de $300.000?

En el caso de compras con tarjeta de crédito, la comisión que debe pagar el comerciante suele trasladársele al comprador; y si éste se niega a reconocerla, no hay negocio. ¿Para qué sirve entonces la tarjeta? La cuota inicial del 30%, rechazada por usuarios y comerciantes, es otro adefesio que debe rectificarse.

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El dinero plástico se convirtió en nego­cio redondo para los bancos y demás entidades administrado­ras. En octubre pasado la cartera total valía 433.000 millones, y 50.000 millones las comisiones recibidas en el año (rubros que se incrementaron en el 54% y el 62% en comparación con el año preceden­te). Por todo se cobra comisión: por poseer la tarjeta, por usar el cajero, por ascender de categoría, por efectuar operaciones telefóni­cas (en el caso de Davivienda), por asegurar la tarjeta contra pérdi­da…

Algunas campañas de promo­ción ofrecieron sin costo alguno la modalidad del servicio extendi­do a otras personas bajo la responsabilidad del titular princi­pal. Y cuando por este medio fue recolectada buena cantidad de consumidores adicionales (que significaban estupen­do negocio para los promotores), se separaron los estados de cuen­ta y se impuso el cobro de comisio­nes aparte. Entre tanto, la Superintendencia Bancaria, la en­cargada de controlar estos exce­sos que rayan con el abuso, se muestra ajena a la guerra del dinero plástico, un avance de la tecnología que todavía no ha lo­grado hacer en Colombia las ma­ravillas que produce en otros paí­ses.

El Espectador, Bogotá, 1-II-1994.

 

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