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Clínica de animales

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Clínica de animales 

Por la clínica veterinaria de José Euclides Ibáñez ha desfilado toda una generación de los más variados espe­címenes: desde la mirla que amaneció ronca, o el gato desmirriado, o el mico que perdió agresividad, o el perro rengo y cegatón…

Para todos existe el tratamiento adecuado. Con su larga experiencia ha aprendido que muchas veces son los hombres, más que los animales, los realmente enfermos.  Su oficio, que lo ha vuelto filósofo, lo impregna de honda hu­manidad por el dolor ajeno. “Las enfermedades son contagiosas”, suele repetir.

 —Serénese, doña Matilde, y su canario volverá a cantar.

Receta que aplica en infinidad de circunstancias con formidables resultados. ¿Pero cómo serenarse doña Matilde si solo hace ocho días que sepultó al marido? El canario se tornó mustio desde entonces y ella no logra que regrese a su animación. Preciso es que el viejo compañero la distraiga, pero él también se ha empeñado en llevarle luto al difunto.

Razón no le falta. Debe recordar, a buen seguro, los mimos del pa­trón, para haber interrumpido sus habituales tintineos. No guarda el mismo recuerdo hacia su ama, pues ella no le dispensaba, como aquel lo hacía, la porción de agua para que mojara el gaz­nate. Por fortuna, para tales casos está José Euclides Ibáñez, todo un sicólogo y un especialista en dolencias del corazón.

 —Sonría, doña Matilde.

La viuda sonríe y el animal la mira con atención. Hay algo en su mirada que parece una interrogación. El veterinario, tan acostumbrado a conocer las reacciones del mundo animal y que escruta lo mismo el alma de las personas que el sentimiento de los animales, examina al canario en pretendida mímica de auscultar una verdad de a kilómetro que no necesita más revisión: el canario no quiere a doña Matilde.

—Los animales también tienen sentimientos —piensa él en voz alta.

Es lógico que doña Matilde no esté satisfecha con un animal que no le canta en su viudez y que además pa­rece mofarse de ella. Experimenta complejo ante la pasividad del ave, que permanece estática y no muestra ningún interés por ella. Le provoca en­tonces torcerle el pescuezo. De buena gana lo haría ahora si esto no se convirtiera en un crimen para la sensiblería del veterinario.

Este la convence de la bondad de la clínica y le garantiza que mediante una terapéutica especial restablecerá en poco tiempo los hilos musicales que se han atrofiado, o por lo menos enredado, bajo los efectos de cier­ta nostalgia que en los canarios puede ser más sentimen­tal que en las viudas. Estos nacieron para ser felices en la esclavitud casera, y no sucede lo mismo con las mujeres, opina el veterinario.

El nuevo huésped se une con otros clientes de la clínica. Existe allí un mundo alado y armónico, y es mejor no mez­clar al neurótico irreversible con el deprimido ocasional. El ruiseñor y el jilguero le salen al encuentro y entien­den la necesidad de matar sus penas alegrando el ambiente con sus brillantes plumajes y sus cantos me­lodiosos.

La viuda se ha ido. Volverá días más tarde. No desconfía del tratamiento, pero teme que el ave nunca será la de antes. Quizá piense el canario —porque los animales no solo ven y oyen, sino también piensan y sien­ten, como lo asegura José Euclides Ibáñez— que era mejor la vida al lado del patrón, que entendía sus ronqueras y resfriados, le calmaba la sed y le lustraba el ropaje, y no en compañía de la mujer que lo golpeó varias veces solo por haberla mirado con desconcierto la noche en que, enceguecida, descargó el garrotazo mortal en la cabeza del marido.

“Serénese, doña Matilde, y su canario volverá a cantar”. ¿Cómo serenarse si solo hace ocho días enterró al marido? El sinfónico canario dejó desde aquella noche de cantar y revolotear. La mira a todo momento como enjuiciándola, como preguntándole algo, asustado aún por lo que vio y no puede revelar a nadie; y ni siquiera al veterinario, que parece entenderlo; pero sus cuerdas bucales no dan para tanto.

Motivos tendrá doña Matilde para haber querido volverse viuda antes de tiempo. ¡Allá ella con sus pro­blemas! Los animales no entienden estas cosas. Pero se impresionan, se asustan y se traumatizan. El cráneo fracturado del marido de seguro no conturbaría tanto a la viuda si el misterioso animal dejara de investigarla. Lo hace, desde aquella noche, con ojos pesa­rosos. ¡Y si por lo menos cantara!

Para eso está José Euclides Ibáñez que ha conoci­do toda una generación de animales afectados por las más variadas anormalidades. La clínica sabe curar a los ani­males. Por eso, doña Matilde, que necesita música, aleteos en su viudez, ha internado al canario y espera hallarlo reanimado al regreso. Pero ignora ella que el sanatorio no remedia males de conciencia.

Doña Matilde se alegra, con inmensa alegría, cuando el veterinario le cuenta que su cliente no solo se ha restablecido, sino que, asociado con el ruiseñor y el jilguero, ha formado la mejor or­questación. Y penetra eufórica al pabellón de los milagros. El animalejo mira a su ama y la reconoce. Ella le tiende la mano y él da media vuelta, huyéndole. Frena la garganta, y esta vez se le antoja corresponder a la falsa son­risa de la viuda con un tono que no se sabe si es triste o burlón.

Doña Matilde no resiste el desafío, o el desacato, o como quiera llamarse, y le tuerce el pescuezo al canario. Aprieta duro, pero no acierta del todo, pues siendo su propósito silen­ciarlo de un golpe, le deja un resquicio en la garganta que le permite exhalar su mejor, su última melodía, mientras la mujer, tapándose los oídos, corre deses­perada con sus dos muertos a cuestas.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

 

 

 

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