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Los años verde olivo

miércoles, 18 de diciembre de 2013 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No tenía yo ningún conocimiento sobre el escritor chileno Roberto Ampuero, nacido en Valparaíso en 1953, y autor de doce novelas, un libro de cuento y otro de ensayo, hasta que mi amigo manizaleño Pablo Mejía Arango, columnista de La Patria, me recomendó la novela Nuestros años verde olivo, a propósito de las crónicas que publiqué sobre mi reciente viaje a Cuba.

Esto me permitió descubrir un excelente novelista, tanto a través del título antes citado como de estos otros que seleccioné entre sus obras famosas: ¿Quién mató a Cristián Kustermann? y El caso Neruda. En el género policíaco, al que pertenecen varias de sus novelas más reconocidas, el escritor ha creado un personaje emblemático: el detective Cayetano Brulé. Esto mismo sucedió con Agatha Christie respecto al detective Hércules Poirot.

Fuera de Chile, Roberto Ampuero ha vivido en Cuba, Alemania, Suecia, Estados Unidos y Méjico, donde es hoy embajador de su país. Además ha sido catedrático y columnista y posee vasta experiencia internacional en el campo cultural. También en el político, toda vez que Nuestros años verde olivo, editada en 1999 (y que comenzó a escribir en 1981), nació a raíz de su vínculo socialista en contra de la dictadura de Pinochet, y de su adhesión a la causa revolucionaria de Fidel Castro, de la que se desengañó al haber vivido o conocido los amargos episodios que narra en su novela. Huyendo de una dictadura, cayó en otra.

El libro contiene dos aspectos fulgurantes que atrapan la atención del lector: el novelístico, movido por la pericia narrativa para mantener una constante atmósfera de interés y suspenso, y el testimonial, que describe de manera elocuente los actos de opresión, tortura y pérdida de la libertad ejecutados por el régimen castrista durante el medio siglo que lleva la revolución. Dicha realidad, que parece aminorarse en los últimos días, ha causado la pobreza estremecedora que sufre el pueblo cubano.

Sobre su novela, manifiesta Ampuero: “Ella es mi memoria, mi recuerdo personal, mi verdad individual, de los años de exiliado que viví en la isla”. Por supuesto, esta obra de aparente ficción, que encaja en el género de novela autobiográfica (con algunos personajes encubiertos para evitar represalias contra las personas que revelaron sus confidencias), se encuentra en la lista de libros prohibidos por el gobierno cubano. Solo circula en forma clandestina, y por lo tanto, muy restringida, como sucede con libros de otros autores censurados: Heberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, entre otros.

Vargas Llosa expresó el siguiente concepto sobre la novela de su colega chileno: “Hacía tiempo que un libro no me absorbía y emocionaba tanto”. Esto mismo puede decir el autor de estas líneas. Y agrego: si se desea conocer la verdad oculta sobre el régimen totalitario que atropelló los derechos humanos, suprimió las libertades individuales y amordazó la libertad de expresión, la respuesta la da este libro. Lo que narra es extensivo a toda la vida cubana. Tal la fuerza comunicante que el escritor, víctima de la frustración al igual que miles de cubanos y de escritores y artistas, le ha imprimido a su obra maestra.

Concluida la lectura del libro, me queda grabada esta escena patética: los libros no permitidos en Cuba son reciclados como papel o tirados a las calderas para su extinción. Las dictaduras son la prolongación de la época inquisitorial, aunque la mayoría se diferencian de ella por el aspecto religioso. No hay dictadura buena. Algunas son peores que la propia Inquisición.

El Espectador, Bogotá, 5-IX-2013.
Eje 21, Manizales, 6-IV-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 6-IV-2013.
Red y Acción, Cali, 6-IV-2013.

 * * *

Comentarios:

En las dictaduras la religión es la dictadura misma, y el dictador, el ídolo, el centro del culto. Y el culto, como en todas las religiones, lo hay de todos los colores: azul, rojo, rojizo… En fin, solo me resta decir que el hecho de que nos hayamos salvado en Colombia de una de esas dictaduras, no nos vacuna contra una recaída. Ar mareo (correo a El Espectador).

No he leído ninguna novela de Roberto Ampuero, ni de muchos otros escritores que han narrado horrores de los disidentes del régimen castrista. Pero casi desde el principio de su revolución en los 60 hablé e hice amistad con cantidad de cubanos exiliados en Colombia que me contaron todas las masacres del régimen. Desde esa época comienzan a incubarse mi odio y rabia por el castrismo. Casi parecido al régimen de Stalin y el de Hitler. Luis Quijano, colombiano residente en Houston (USA).

Estoy de acuerdo con Ampuero: no hay dictadura buena, aunque agregaría que ellas no solo se visten de verde olivo. Pueden hacerlo también con corbata y vestidos elegantes, cooptando los medios de comunicación, presentando a los adversarios como enemigos y aplastando el pensamiento crítico y su expresión, que es el quejido o la alerta que emiten las sociedades cuando sus estructuras producen vivencias discriminatorias. Jorge Mora Forero, colombiano residente en Estados Unidos.

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Medio siglo de La rebelión de las ratas

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La rebelión de las ratas gana en España, en 1961, el premio Selecciones Lengua Española de la Editorial Plaza & Janés y le hace conquistar a su autor alto renombre nacional e internacional. En ese momento Fernando Soto Aparicio tenía 28 años de edad, y a partir de entonces inicia una vertiginosa carrera, hasta convertirse en uno de los escritores más prolíficos y acreditados del país, con una obra que se aproxima a los 60 volúmenes.

La novela no se pudo publicar en 1961 ya que el régimen de censura implantado por el general Franco, al considerarla subversiva y posible detonante de problemas sociales, prohibió su edición en España. En vista de lo cual, los abogados de la editorial presentaron un recurso de apelación. Además, se dejaron sentir las protestas de varias asociaciones de escritores.

La respuesta a esta reacción fue la de permitir la publicación, pero mutilándole 40 páginas, lo cual fue rechazado en forma categórica por Soto Aparicio. Frente a nuevas apelaciones y protestas, las que se habían extendido a escritores de varios países, en 1962 pudo publicarse la novela en su integridad. Ganó la literatura y perdió la implacable censura del gobierno dictatorial, como tenía que ocurrir.

La rebelión de las ratas fue publicada diez años antes que Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Ambas novelas se convertirían en la mayor insignia de sus autores y están entre las primeras obras cronológicas de sus carreras. Esto indica que el triunfo en el arte es caprichoso. Después de tales títulos, y por más altura que tomaron los escritores, nunca consiguieron superar aquellas producciones de juventud que recibieron –y siguen recibiendo– los mejores comentarios del público.

En el presente mes de mayo y dentro de la Feria Internacional del Libro se produce la reedición de las dos obras con motivo de los 40 y 50 años que cumplen desde su primera impresión. Y se presentan varios hechos curiosos: ambas novelas fueron ganadoras de premios de España, sus autores tenían 26 y 28 años de edad cuando obtuvieron el galardón, las dos novelas corresponden al género de denuncia, ambos autores nacieron en el mismo mes (Soto Aparicio, el 11 de octubre 1933, y Álvarez Gardeazábal, el 31 de octubre 1945), y por otra parte, ambos tienen el número 1 en el día del natalicio.

Álvarez Gardeazábal escribe un excelente prólogo para la edición de lujo de La rebelión de las ratas, de Panamericana Editorial, donde anota: “Su autor, tal vez más respetado que promovido, ha seguido batallando con uno y otro libro, con uno y otro tema, abriéndose en la historia nacional un nicho igual al que los creyentes de su natal Boyacá les abren a las distintas manifestaciones de la Virgen María en los taludes de sus carreteras o en las orillas de las montañas (…) La vigencia de esta obra la ha dado el mayor crítico que posee la literatura: el paso de los años. Ha resistido convertida en ícono de una durísima realidad colombiana que no se nos acaba. La eterna batalla por sobrevivir”.

La literatura está de plácemes con esta doble efemérides. Cóndores y rebeliones van de la mano en la espectral violencia que, nacida en los años 50 del siglo pasado, arruinaron la paz del país. Las denuncias del escritor boyacense y del escritor tulueño no han perdido vigencia.

Nunca pensaría Fernando Soto Aparicio que aquel Rudecindo Cristancho que llegó a conseguir trabajo en una mina de carbón en el pueblo imaginario de Timbalí (Boyacá), que encontró la acogida de una prostituta –Cándida– y más tarde lideraría la rebelión de los trabajadores contra el hambre y la explotación, encarna el mismo minero de la época actual, vilipendiado por el trabajo infame y las mismas condiciones de ruindad y servidumbre de hace 50 años. Cambiando de escenario –y no de patronos tiranos–, La rebelión de las ratas es otra Germinal, de Emilio Zola. Tanto la novela francesa como la colombiana se convertirían  en poemas épicos del trabajo.

El Espectador, Bogotá, 4-V-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 7-V-2011.
Eje 21, Manizales, 7-V-2011.

* * *

Comentario:

Poema épico de los de abajo, tu columna, dedicada  al escritor Soto Aparicio, es una bendición merecida de tu pluma para el escritor más consagrado de Colombia, aunque sin muchos medios, pero con muchos aplausos. Desde Sevilla, te mando un cálido saludo solidario con la amistad y las letras. Ramiro Lagos, Sevilla (España).

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Novela de Esperanza Jaramillo

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La carrera literaria de Espe­ranza Jaramillo se inicia con el libro Caminos de la vida, publi­cado por la Gobernación del Quindío en 1979. En este almáci­go de delicadas prosas líricas, la autora revela un alma sensible frente a los prodigios de la exis­tencia. En su carrera de escrito­ra no habrá desfallecimientos, si bien la atención de su actividad bancaria la desvía por épocas de su propósito de ha­cer literatura. Es la eterna lucha entre las letras de cambio y las letras del espíritu.

Oriunda de Manizales, se es­tablece en Calarcá a la edad de doce años. El Quindío, embruja­da tierra de cafetales, horizontes abiertos y fascinantes estampas bucólicas, ha visto germinar su­cesivas cosechas de escritores y poetas. Comarca fecunda donde brotaron en el pasado célebres cuentistas como Eduardo Arias Suárez y Adel López Gómez; que posee figuras de excelencia en la poesía, como Carmelina Soto y Baudilio Montoya, y que cuenta además con exponentes conno­tados en los géneros del ensayo, la novela y el costumbrismo, esa comarca sería tierra pródiga para la joven viajera venida de las cumbres manizaleñas.

A Esperanza la conocí en el Quindío. Llegado también te otras latitudes, por aquellos días actuaba yo como gerente de un banco en la ciudad de Armenia y al mismo tiempo me desempe­ñaba en las letras y el periodis­mo, hazaña que, sin duda con ex­ceso de arrojo, logré culminar con buena fortuna. Ella fue la primera directora de la Casa de la Cultura de Calarcá, antes de ingresar al sector bancario, en el cual lleva más de veinte años de labores, cumplidas entre Calarcá, Armenia y Bogotá, ciu­dad ésta donde hoy ocupa una destacada posición en Bancafé.

Al publicar su primera nove­la, El brazalete de las ausencias y los sueños, he de resaltar, ante todo, el esfuerzo enorme que significa escribir una obra dentro del clima agitado de los números. Como el dinero y las letras marchan por diferente ca­mino, son dos campos opuestos y de difícil articulación entre sí, que por eso mismo representan un choque de trenes para quie­nes busquen cumplir los dos ofi­cios a la vez.

Tras la sutil elaboración de su prosa lírica, aparece hoy la narradora vigorosa –y algo torrencial– que no se da tregua ni respiro para hacer caminar la historia. Historia que se convier­te en una constante búsqueda del amor y la felicidad. Los se­res que pinta Esperanza son pro­tagonistas de las vicisitudes eternas que giran en torno a las querencias, frustraciones y an­helos del corazón. Alma, la he­roína de la novela, es la mucha­cha elemental de todos los pue­blos y de todos los escenarios sociales, que siente el ansia de amar y ser amada. Ese fluir de los sentimientos le permite a temprana edad su primera expe­riencia amorosa.

Pero como el corazón es vo­luble, llega el desengaño. Cura­da de su desilusión, surge otro romance, y más tarde un nuevo fracaso, seguido de fallidas ilu­siones por encontrar en alguna parte el amor verdadero.

La búsqueda del amor y la fe­licidad será siempre el gran reto de la humanidad. Batalla que nunca se dará por terminada, por lo mismo que el alma no se resigna a la orfandad y a la de­rrota de su naturaleza espiritual y de su esencia sensitiva. El hom­bre no puede perder el derecho a soñar, el más sagrado de sus derechos. Eso es lo que defiende Esperanza en su novela.

La Crónica del Quindío, Armenia, 24-II-2003

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Retrato de un sicario

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En la pasada Feria Internacional del Libro, en medio de las toneladas de papel que se procesan en estos eventos, llegó a mis manos una obra breve, tamaño bolsilibro, de apenas 158 páginas, titulada La comida del tigre.

Se trata de una novela de Hernando García Mejía, nacido en Caldas y residenciado hace largos años en Medellín. Su producción de los últimos tiempos se ha dirigido a la literatura infantil, campo en que suma más de quince títulos y que le ha hecho ganar puesto destacado a nivel nacional. Esto haría pensar que su último libro es otra lectura para jóvenes. Pero el tema es de otro tono.

Versa sobre el narcotráfico, el mayor flagelo que perturba hoy la paz nacional y desencadenó la mayoría de desgracias que padecemos. Cuando hace varias décadas el narcotráfico apareció en Colombia, nunca se calculó que podría llegar a ocasionar tantos estragos públicos y familiares. En tal forma se inoculó esta peste maldita, que hasta la vida hogareña de infinidad de respetables familias se dejó infectar y así mismo transmitió incalculables desastres a toda la sociedad.

Lo que al principio parecía simple epidemia de fácil cura, se volvió mal endémico de toda la nación. Una verdadera gangrena social invadió el cuerpo social del país, y hasta personas sanas fueron atacadas por el contagio ambiental.

Esa es la materia que aborda Hernando García Mejía en su reciente novela. Sobre el mismo hecho se han escrito numerosos libros y se han llenado infinitas páginas en periódicos y revistas. En literatura no hay ningún tema agotado, y todo depende del enfoque y el estilo que cada autor dé a los sucesos humanos, que han sido y siempre serán los mismos, con diferentes variantes. ¿Una novela más sobre drogas, y narcos, y terrorismo?, se preguntará alguien con escepticismo. Sí: una novela más, pero con otro autor, otro tratamiento, otra mira.

García Mejía, que vivió en su ciudad la ola terrorista liderada por Pablo Escobar, es testigo fiel del clima de atrocidad, vejación y degradación que sufrieron los antioqueños durante aquella época nefasta. Con el estilo ágil y preciso que caracteriza sus obras, el autor elabora el retrato de un sicario de las comunas de Medellín. El mismo sicario que se reproduce por el país entero y encarna, para nuestra desgracia, el comportamiento social de un sinnúmero de compatriotas que se van por los caminos seductores de la droga y el enriquecimiento fácil.

En libro tan breve, queda pintado el escenario de las pandillas de narcos que, comandadas por el gran capo, irrumpieron en la villa reposada, hasta robarle la paz edénica, y luego se apoderaron de todo el país, hasta destrozarnos la esperanza. La novela es un breviario de la mafia. Relato rápido, conciso y ameno –en medio de las asperezas propias de la vida relajada–, escrito con pulso de periodista y rigores de humanista.

En diálogos vivaces y lenguaje vigoroso, y con mínimos personajes (que representan todo un submundo canallesco), los matones de esta historia se mueven como peces en el agua, entre explosiones de dinamita, voladuras de oleoductos, motos, ‘traquetos’, ‘parceros’, metralletas, secuestros, asesinatos, venganzas, odios cavernarios. Por allá, en el fondo escondido de la moraleja, se mueve la eterna historia del bien y del mal, la de Caín y Abel, la de la pasión rastrera y el amor puro, episodios que son connaturales al hombre y siempre estarán presentes en cualquier teatro de la humanidad.

Por lo demás, celebro el encuentro con el viejo amigo y escritor, que registra obra valiosa en los campos de la narrativa, la poesía y el ensayo, y a quien auguro los mejores éxitos con el viraje novelístico que da en su carrera, con este libro que sin duda despertará interés y dejará motivos de reflexión.

El Espectador, Bogotá, 16-V-2002
Revista Manizales, octubre de 2002

 

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Un veterano encuentra su destino

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo de la novela de César Hincapié Silva)

Cuando hace treinta años llegué a Armenia conocí a César Hincapié Silva como inquieto personaje de la vida municipal. Acababa de crearse el departamento del Quindío y él había sido el primer jefe de la Oficina de Planeación, y por lo tanto, protagonista de los planes iniciales del desarrollo regional, que por aquellos días hacían destacar al Quindío en el concierto nacional, por su estructura administrativa y su impulso creador, como el «departamento piloto de Colombia». El joven abogado de la Universidad La Gran Colombia, especializado en España en Derecho Económico y Seguridad Social, también había adelantado en Brasil una maestría en Administración y Planeamiento, títulos con que comenzó a trabajar por la prosperidad de su tierra.

Después ocupó algunos cargos en la capital del país y allí mismo regentó la cátedra en distintas universidades. Radicado de nuevo en el Quindío, se consagró al ejercicio de su profesión, con presencia activa en la vida pública de la comarca, como conferencista y autor de interesantes artículos en los medios de comunicación. Sus intervenciones suscitaban polémicas y despertaban interés en la comunidad. Este contacto con los problemas de su tierra lo vinculó a la actividad política, y a la vuelta de los años lo llevó a ser concejal de Armenia y diputado a la Asamblea del Quindío.

Cuando en 1993 publicó el libro El camello de la Planeación, importante estudio que se convertiría en manual de consulta, el autor revalidaba los viejos conceptos aprendidos en Sao Paulo y practicados en el naciente departamento del Quindío. Y había algo más: fuera de tratarse de una obra escrita para eruditos en el tema, nacía con este libro una serie de publicaciones que el autor trabajaba en silencio, y que iban a descubrir al humanista que se escondía bajo la piel del político, del abogado y del economista que todos identificaban en las calles apacibles de la ciudad.

Dos años después aparecía un libro revelador de la capacidad de estudio del autor, obra valorada como aporte sustantivo para interpretar la historia quindiana bajo los enfoques de la sociología y la economía. Se trata de Inmigrantes extranjeros en el desarrollo del Quindío, investigación seria y documentada que nadie había acometido, sobre el poblamiento de la región con diferentes razas y culturas que fueron determinando un estilo social. Desde tiempos remotos, esas corrientes migratorias se vincularon en tal forma al desarrollo de la región, que son hoy parte fundamental de la idiosincrasia quindiana. Esto, de paso, explica por qué el Quindío es tierra abierta y cosmopolita, donde nadie es extraño y todos son bienvenidos como motores del progreso.

Algún día me encontré con un cuento de Hincapié Silva en el periódico La Crónica del Quindío. Se trataba de una narración amena y picante que se movía en el ambiente pueblerino, y no me costó trabajo descubrir que ese pueblo sosegado, y más tarde centro floreciente, era Armenia, escenario ideal para poner a trabajar la imaginación de los escritores. Era la primera noticia que yo tenía sobre la vena cuentística del autor.

A poco andar de aquel hallazgo inesperado, varios cuentos más de su autoría salieron al aire en las páginas del diario quindiano. Sin duda, la cosecha estaba en maduración y había llegado la época de la recolección, como acontece con los granos de café. Esos relatos, extraídos del diario acontecer de la comarca, rescatan con humor e ironía sucesos curiosos y memorables bajo el ropaje de personajes comunes. Y como el nuevo cuentista quindiano es hombre de empresa y acción, en 1997 recogió esos episodios en el libro Cuentos sobre el tapete.

* * *

Ahora lo tenemos de novelista. Para el narrador que hay en Hincapié Silva, pasar del cuento a la novela es un tránsito natural, o por lo menos atractivo. Son dos géneros que en alguna forma se hermanan –»contar cosas»–, pero que tienen sus propias reglas y sus propias complejidades. Visto de otra manera, el buen cuentista puede ser pésimo novelista, y viceversa. Aunque se presentan las dos condiciones a la vez, también en ambos sentidos. En fin, al amigo le ha dado por ser novelista, y debemos celebrar su arrojo.

Líbreme Dios de pretender ser crítico literario, y escuche César, que ha tenido la generosidad de pedirme unas palabras de presentación de su novela, este criterio: en literatura todo es válido, y la única falla es dejar de escribir. Hay que escribir pensando siempre en el lector y menos en los críticos, porque aquél es el único juez verdadero.

Máximo Gorki expresa lo siguiente: «Soy un amante de los libros; cada uno de ellos me parece un milagro y el autor un mago. Un libro es un fenómeno de la vida, del mismo modo que lo es el hombre». Gorki, que aprendió a escribir sin más maestros que la lectura insaciable de los clásicos –sobre todo los franceses– y que enriqueció la imaginación con las impresiones que recibía de su trato con la gente y de su observación de los problemas sociales, pinta en sus obras, con crudeza, la miseria de las clases bajas de la Rusia zarista, y dejó preciosos consejos sobre el arte de escribir.

Objetivo primordial de la novela es dibujar la vida. Toda novela, en esencia, debe ser una obra de historia. Y la historia abarca todas las circunstancias que rodean la existencia del hombre, desde la cuna hasta la muerte, y desde las guerras y los conflictos sociales, o la pintura de pueblos y entornos familiares, o la descripción de personajes y en general de los seres humanos, hasta la hondura de los sentimientos y la intimidad de los paisajes interiores. Por eso, el novelista debe ser el mayor historiador del hombre y del tiempo.

Regla fundamental para el novelista es no escribir sino sobre lo que ha vivido o presenciado. De lo contrario se saldrá de la realidad, y ya se sabe que la realidad, así sea presentada con hechos ficticios o en ambientes surrealistas, debe ser probable para que sea valedera. La novela de César Hincapié Silva, Un veterano encuentra su destino, describe con autenticidad los hechos de su historia. Encara un conflicto de la actualidad colombiana, el del narcotráfico, y esto la hace sugestiva.

El relato despierta interés desde las primeras páginas por la acción ágil como se mueven sucesos y personajes, lejos de retruécanos literarios y con el uso de lenguaje sencillo y directo. Al lector de novela le interesa ante todo que el relato fluya, despierte expectativa y sea de fácil comprensión, y por eso mismo huye de los tonos doctorales y los pasajes pesados u oscuros.

Peñas-Frías, escenario principal de los acontecimientos, que el novelista localiza cerca de Armero, es un pueblo perdido en escarpado lugar de la cordillera, que languidece en medio de la soledad y el abandono. Una carretera intransitable mantiene detenido el progreso local, y los dirigentes de la población, apabullados por el desamparo y el tedio enfermizo, no encuentran la manera de solucionar las miserias crónicas. Los movimientos sísmicos producidos por el Nevado del Ruiz estremecen la vida pueblerina y la penetran de inseguridad y miedo. Es un pueblo muerto, donde asusta el silencio.

Entre tanto, los notables de la comunidad, personajes lerdos y fosilizados, recorren las calles como sombras huidizas. Lucas Huertas y Manrique, el alcalde, se ha adaptado a todo y no mueve un dedo para quebrar la monotonía. Santiago Sallas, el notario, sólo piensa en sus tarifas en declive. Joaquín Lagos, el barbero, propala los chismes de la clientela y aviva la insatisfacción resignada del vecindario. Tarcizo Chávez, el concejal, trata de romper el marasmo colectivo, pero sus protestas no encuentran eco. Bernardino Pedroza, el cura, tacaño y esclavo del dinero, y por añadidura fanático y vociferante, se queja de las limosnas escasas.

¿Qué pueden esperar estas poblaciones sin esperanza que se derrumban entre la resignación y el hastío insalvables, manejadas por dirigentes ineptos y habitadas por almas apocadas? ¿Qué sociedad puede sobrevivir a merced de la pobreza, la explotación y el cretinismo?

Peñas-Frías es cualquier pueblo de Colombia. El novelista ha creado su pueblo imaginario –pero cierto–, que lo mismo puede ser su propia tierra nativa o el más escondido rincón de provincia. Ha erigido este prototipo como símbolo de la mediocridad social, y en medio ha situado a personajes de carne y hueso que pueden identificarse con los que existen en cualquier localidad.

Cuando en Peñas-Frías se radica Esteban Altagracia, traficante de narcóticos, la vida se transforma. Todo está dado para sembrar la revolución en aquella comunidad somnolienta. El propio cura le ha vendido, a precio de ambición, la tierra para los cultivos ilícitos. Altagracia hace reconstruir la carretera, por la que en poco tiempo circulan caravanas de turistas entre las que se camuflan los personajes más extraños: aventureros, especuladores, tahúres, prostitutas… Comienza el lavado de dinero en grande, a ojos vistas de la población. El alcalde se une con el mafioso, el barbero aumenta sus tarifas, el notario remodela su oficina, el cura pondera el adelanto conseguido en tan poco tiempo, el concejal Chávez adelanta un juicio público contra el narcotraficante, y se queda solo…

La bonanza marimbera invade al poblado y anestesia las conciencias. Coca, heroína, toneladas de billetes… El progreso llega en volandas. Altagracia es ahora el amo y señor del pueblo. Se le condecora, por supuesto, como el gran benefactor público. Esta prosperidad relámpago hace brotar toda clase de negocios populares: almacenes, restaurantes, cantinas. Los bienes se multiplican y el dinero se enseñorea de la vida municipal. Alguien proclama: «Un milagro de Dios».

En otro ángulo de la novela se mueven el fiscal, la abogada de la Procuraduría y el agente de la DEA. Son fuerzas silenciosas que luchan contra el avance del narcotráfico y por lo tanto se enfrentan a un problema descomunal. Yesid Cifuentes, el fiscal, es el intelectual preocupado por la evolución social y cultural de los países del mundo. Patricia Brunel, la abogada, es la lectora apasionada que matiza el ejercicio de su cargo con obras clásicas de la literatura universal.

Y Leonard Sicard, el agente de la DEA, veterano de la guerra del Vietnam, libra en varios países una guerra implacable contra el narcotráfico. Estos mundos yuxtapuestos, el de los negociantes de narcóticos y el de los funcionarios judiciales, han incitado a César Hincapié Silva a tramar un argumento novelístico de palpitante interés.

El propio novelista, como abogado e intelectual, parece que se reflejara en algunas facetas de sus personajes y sus ambientes. El escritor de narrativa, muchas veces sin advertirlo, suele refundirse en el alma de sus criaturas literarias. No hay duda de que Hincapié Silva conoce a fondo el tema que trata. Es un tema nacional y universal que todos conocemos, pero sólo el escritor logra trasladarlo como memoria para las futuras generaciones. Es aquí donde se cumple la función del novelista como testigo del tiempo.

Un veterano encuentra su destino es, por otra parte, novela con fondo romántico en medio del bazar de las drogas y la corrupción del medio ambiente. El amor, que todo lo puede y todo lo ennoblece, parece que iluminara estas páginas infestadas por las yerbas malditas y sacudidas por el volcán desafiante. En medio del turbión de los vicios públicos, de la concupiscencia del dinero y del envilecimiento de la comunidad,  brilla el amor como el sol maravilloso que dulcifica la vida. Novela de amor donde no falta la frustración amorosa, que relampaguea al final de la obra como si se tratara de uno de esos idilios inmortalizados por Beatriz y Laura, heroínas sublimes de Dante y Petrarca.

El real personaje de esta novela es, para mi gusto personal, Peñas-Frías, pueblito fantasma que se convierte en eco de la conciencia nacional y de la conciencia individual de los colombianos. En él está representada la comedia humana, con sus miserias y grandezas.

Cuando por las calles de la población discurren los miembros de la pequeña sociedad, plantean sus problemas y desencantos y aceptan las soluciones fáciles sin importarles la perversión de la moral pública, es como si las mismas personas, transmutadas a otro ambiente, vivieran en el centro más populoso y allí se ocuparan de sus cotidianos quehaceres. La conducta permisiva que se vivió en el rústico poblado es la misma, guardadas proporciones, que impera en las grandes ciudades. Nada cambia, porque el hombre es igual en todas partes.

La naturaleza circundante, formada por montañas abruptas y amenazada por el volcán que estallará a cualquier momento, como en efecto sucedió, es otro personaje vital de la novela. Cuando la furia del volcán arrasa con la región, puede decirse que es la misma ira de Dios la que castiga al hombre para señalarle el camino acertado. ¿Peñas-Fría fue borrada del mapa por la fuerza sísmica? Los pueblos míticos –como Comala de Juan Rulfo, Tipacoque de Caballero Calderón o Macondo de García Márquez– nunca desaparecen. César Hincapié Silva ha creado otro pueblo mítico en el alma de la cordillera, sujeto ahora a una metamorfosis transitoria, que el novelista describe en estas palabras:

«En Peñas-Frías, la huida de los murciélagos fue evidente y numerosos  habitantes observaron este hecho con curiosidad… Los murciélagos, después de la calma, regresaron con oportunismo; merodearon entonces por esos lugares extraños, en donde ya nada quedaba y todo tendría que volver a nacer. Era el paisaje gris oscuro suspendido, en el cual se sentía la presencia de la muerte, como si en ese sitio terminara ese microcosmos”.

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