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Archivo para lunes, 19 de julio de 2010

El rostro de Omayra

lunes, 19 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Recorrido por Armero un año después de su destrucción (13 de noviembre de 1985). Homenaje perenne a Omayra.

Presentí que me hallaba en proximidades de Armero por una tumba que apareció al borde de la carretera. Me detuve ante ella y me sentí sobrecogido. Estaba revestida de flores rojas recién colocadas. La pequeña cruz, clavada sobre lo que una vez fue terreno fértil y ahora se había convertido en erial impresionante, parecía una oración solitaria que iniciaba el clamor por los 25.000 muertos que había dejado la tragedia.

Tierra reseca y resquebrajada, poblada por árboles carcomidos y envuelta en denso silencio, comenzó a surgir al paso del vehículo como un espectáculo macabro. A lado y lado de la deteriorada carretera, ahora en plan de rectificación, la Cruz Roja tiene instaladas varias vallas que anuncian las obras en marcha para rehabilitar la región. Una valla con el nombre de una hacienda desaparecida llora por sus trabajadores muertos y proclama su solidaridad con Armero.

Pero Armero ya no existe. Cuando me situé frente a la gigantesca cruz de cemento levantada en medio del camposanto en que quedó convertido el pueblo, y ante la que oró el Papa el 6 de julio de 1986, recibí el latigazo de la soledad. Apenas un vehículo recorría en ese momento la morada de los muertos, y yo, desde lejos, lo veía avanzar por entre cruces y detenerse de trecho en trecho frente a los innumerables testimonios de la población evaporada. Unos árboles mutilados y ennegrecidos enmarcaban el cuadro dantesco.

Un vendedor de paletas esperaba la llegada de los turistas. Me acerqué y le compré un helado. Era el primer ser vivo que se me presentaba en aquel campo funerario. Parecía un contrasentido que algún mortal fuera capaz de establecer su negocio para vivir, en alguna forma, a expensas de la muerte. La atmósfera era incendiara: 42 grados.

El buen hombre se las había ingeniado para subsistir. Ancho sombrero de paja le protegía la cara rojiza contra la inclemencia canicular. Le pedí que me contara algo. “Ya lo ve usted –respondió–: cruces y soledad”. Le pregunté por la plaza y me dijo que estábamos en ella. Todo se había borrado. Sólo aparecía en pie, como salida de un bombardeo, la bóveda del Banco de Colombia, que había sido volada con dinamita para rescatar cifras millonarias. La única bóveda, por cierto, en medio de la fosa común donde hoy duermen 25.000 almas aglutinadas por el peor desastre de Colombia.

Ernesto Alcalá, el vendedor de las paletas, me dejó hablando con los difuntos cuando notó la presencia de otro carro. Corrió presuroso con su pequeña caja de madera, su respetable herramienta de trabajo –marcada con el nombre de Heladería Koky –, y de seguro se sintió contento con los nuevos visitantes que no rehusaron su mercancía elemental.

Me acordé, entonces, de la sed de Omayra, la niña que permaneció durante tres días y tres noches –noches pavorosas– luchando con la muerte y desintegrándose a dentelladas por el fango. El rostro de Omayra, que un fotógrafo captó en todo su dramatismo, es el rostro de Armero. Omayra encarna el dolor colectivo del pueblo castigado por la naturaleza.

La niña, que había quedado dominada por ríos de barro, sin modo de salir de su prisión, es el mayor símbolo de la catástrofe. Como ni después de muerta fue posible rescatarla, se le consumió cubriéndola con puertas de madera y tejas de barro.

Con Omayra se consumió también la población. Murió rodeada de fango y de pepas de café. Parece como si se hubiera llevado consigo las 25.000 hectáreas de producción agrícola arrasadas por la furia del volcán. Lo que yo realmente vi en mi peregrinación fue la mirada juvenil y languidecente de la niña. Mirada de angustia que se reproduce en miles y miles de cruces que hoy cubren la planicie desolada.

El rostro de Omayra Sánchez vaga por el territorio de las sombras frente al espectacular nevado del Ruiz que se divisa de frente, en la distancia, cual majestuoso Olimpo castigador.

Aún se notan los vestigios de la llovizna de ceniza que cayó sobre la tierra pavorida. El río Lagunilla, si todavía existe –mensajero de la adversidad y la destrucción–, está escondido. Tal vez se siente apenado y prefiere llorar entre pedregones, sin que nadie lo vea, su equivocación siniestra. Los árboles retorcidos que quedan en la llanura de la muerte parecen el último rastro de una naturaleza que, antes viva y floreciente, es ahora un desierto de lágrimas.

El Espectador, Bogotá, 30 de marzo de 1987, 16 de noviembre de 2005, 16 de noviembre de 2015.
Eje 21, Manizales, 16 de noviembre de 2015.

* * *

Comentarios
(30 años después: noviembre de 2015)

Bella crónica, humana, triste y real como el barro que sepultó a Armero. Los momentos de soledad y de dolor hacen brotar páginas como esta. Todos recordamos la tragedia –anunciada,  dicen– y el rostro de la niña que no lo borrará la historia. Inés Blanco, Bogotá.

Excelente y sentido artículo sobre la tragedia de Armero. Sobre Omayra, siempre me quedó la inmensa inquietud de que no se hizo lo suficiente para salvarla de su angustiosa y lenta muerte. Si ella hubiese sido la hija de algún político o personaje importante… ¿la hubieran dejado morir allí atrapada?  Yo creo que no. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Este es un recuerdo muy triste, ojalá aprendamos de nuestros errores para que no se vuelvan a repetir. Joaquín Gómez Merlano, Bogotá, noviembre/2015.

Una pasión argentina

lunes, 19 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea, me acompañó en el  viaje que hace poco realicé a su país. Comencé a leer el libro dos días antes de abordar el avión, continué la lectura en el largo itinerario a Buenos Aires, y a la postre –de regreso otra vez en Bogotá– supe que había percibido una imagen clara de Argentina, tanto a través de la apasionante obra de Mallea y de otras guías valiosas, como de mis propias experiencias viajeras.

Todo viaje debe tener un objetivo cultural. Los turistas superficiales, incapaces de apreciar la cultura de los pueblos a través de los tesoros que cada nación exhibe, carecen de sensibilidad para el arte y de vocación para la historia. Sólo ven lo aparente, lo fastuoso o lo trivial y no tienen ojos para descubrir el verdadero sentido que se esconde en monumentos, museos e infinidad de señales o símbolos con que el pasado se asoma al presente y enlaza los distintos tiempos históricos.

Mientras en los inicios de la primavera entrábamos a Buenos Aires, apareció de repente, en medio de una madrugada apacible, la ciudad espléndida, llena de soberbias avenidas, airosos edificios y preciosas residencias. La capital tiene tres millones de habitantes, pero con la anexión del área metropolitana llega a catorce millones, cifra que equivale a más de la tercera parte del país y la convierte en uno de los centros más populosos del mundo. Buenos Aires es una ciudad cosmopolita abierta a todos los extranjeros. Tiene sangre europea: sus primeros pobladores fueron italianos y españoles. Varias calles recuerdan las de París, Madrid, Barcelona o Londres.

Argentina, a pesar de su extensa superficie, está poco poblada y en algunos parajes es tierra desierta. Alrededor del 87% de sus habitantes reside en las ciudades. La Patagonia argentina, que se une con la chilena hasta llegar al estrecho de Magallanes, y entre las dos crean una de las estampas más fascinantes del planeta, se caracteriza por sus glaciares de hielos milenarios, que se revisten de un blanco purísimo –el más blanco que sea posible concebir– y forman grietas con resplandores azul y violeta.

Para tener una idea de la pampa, los programas turísticos ofrecen la visita, durante un día entero, a una de las estancias rurales localizadas en la provincia de Buenos Aires. Así llegamos a Santa Susana, a más de una hora de la capital. En los jardines de la entrada, bellas muchachas vestidas con atuendos típicos saludan a los turistas y les ofrecen las ricas empanadas que constituyen una de las comidas favoritas del país.

Vienen luego los vinos, las cervezas y los refrescos, mientras la parrillada, el atractivo central de la fiesta, hace ojitos al fondo del amplio salón que alberga a turistas de todo el mundo. Para ponernos a tono con la situación, es preciso olvidarnos por unos días del colesterol y los triglicéridos, ya que no puede existir el auténtico asado que no lleve achuras, mollejas, chinchulines, morcillas, chorizos, riñones y demás ingredientes arrasadores de la dieta habitual.

En los potreros, los gauchos hacen destrezas con los caballos y de esta manera demuestran que como hijos de la tierra bravía nacieron para las faenas de la doma y el rodeo. Desde pequeños aprendieron el arte de amaestrar caballos y resistir temporales. El gaucho es trabajador incansable de la vida rural. Posee fuerza, arrogancia y coraje para enfrentar su severo destino. Ama la libertad y corre como el viento. Montado en el caballo y provisto de la rastra, la faja, el rebenque y el pañuelo, es el soberano de las llanuras.

Estamos en la legítima pampa. La cantada por José Hernández en Martín Fierro y por Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra. Para armonizar con el momento, voy a tomarme un mate a la salud de mis lectores. Un gaucho (voy a fingirme como tal) no puede prescindir de esta infusión legendaria, que tiene sus orígenes en tiempos remotos. Es la bebida nacional por excelencia, que ha pasado de generación en generación hasta volverse uno de los mayores íconos del pueblo argentino.

La Patagonia comienza en Bariloche, ciudad de 110.000 habitantes, ubicada a  dos horas de avión desde Buenos Aires. Sitio encantador, pulcro y amable, donde se respira paz edénica, digna de envidiar. El sitio es célebre por la confección de deliciosos y artísticos chocolates, arte aprendido de sus primeros pobladores (emigrantes alemanes, austriacos y suizos). Bariloche limita con el fantástico lago Nahuel Huapi, alrededor del cual se extiende el parque de 710.000 hectáreas que lleva el mismo nombre.

En este recorrido hallamos otros lagos menores conectados entre sí, lo mismo que varios ríos míticos que fertilizan una amplia extensión de bosques nativos. Es un valle encantado. Villa Traful parece irreal: se trata de una aldea mínima, de 500 personas (yo diría que invisibles), adormilada en aquella zona de silencio como si fuera un sueño profundo de la montaña. Entre sus bienes singulares (hablo sólo de los visibles) cabe citar la Piedra del Viento, roca gigante que posee una puerta de madera asegurada con candado. ¿Qué se ocultará en aquel misterioso laberinto? ¿Acaso un tratado de la pequeñez vivificante?

El pueblito cuenta con un médico, una escuela, un teléfono público… y carece de odontólogo, de banco, de ruidos estrafalarios y de muchas cosas más. La tierra no se vende a ningún precio. Algún extranjero logró al fin, luego de mucha insistencia y no menos paciencia, que le vendieran media hectárea de aquella tierra dormida, pero por ella le pidieron ¡400.000 dólares! Negocio imposible. Los trafuleños aprendieron desde entonces la fórmula para ahuyentar a los invasores de su paraíso terrenal.

Volvamos a Buenos Aires. Cerca del hotel Nogaró, donde nos hospedamos (hermosa joya arquitectónica remodelada hace pocos años), está el nervio palpitante de la ciudad: la Plaza de Mayo, testigo de los sucesos más trascendentales de la vida política y social del país, que debe su nombre a la revolución del 25 mayo de 1810, la que inició el proceso de la independencia. En aquel sector se hallan la Casa Rosada, sede oficial del Gobierno; la Catedral Metropolitana, donde reposan los restos del general San Martín; el Cabildo histórico, el Banco de la Nación y otros organismos tradicionales.

En el centro de la Plaza se erige, en honor de la libertad, un majestuoso obelisco, y la circundan la Avenida de Mayo y la Avenida 9 de Julio, las dos arterias más importantes de Buenos Aires. Arterias patrióticas. Son famosas las reuniones que las “madres y abuelas de Mayo” realizan aquí desde viejos tiempos, para recordar por este medio a los miles de familiares desaparecidos en la llamada Guerra Sucia de los años 70. Y aquí se congregan, de modo permanente y como si fueran parte del paisaje, grupos de manifestantes que lanzan sus protestas hacia la Casa Rosada, para que el Presidente las escuche.

Los argentinos son cordiales, alegres y hospitalarios. Hablan con orgullo de su país y sus líderes (sin eximirse de censurar a los malos gobernantes) y les encanta resaltar los valores culturales y humanos. El patriotismo lo llevan en el alma. Son muy apegados a sus costumbres y tradiciones. Pregonan su comida criolla, y no exageran la ponderación: la gastronomía del país goza de merecida fama internacional. El churrasco, por supuesto, es el campeón de los platos autóctonos y nadie regresa de la Argentina sin haber saboreado, una y otra vez, el exquisito manjar. Hay restaurantes para todas las categorías, y sectores de lujo para la cocina refinada. Eva de Perón es un mito que brota a flor de labio como símbolo social. En señal de cariño, todos la llaman Evita.

Buenos Aires es febril y seductora. Tiene alma femenina. Su actividad comercial palpita en diversos escenarios, como la Calle Florida, zona peatonal llena de  atracciones para el turista que busca novedades; o San Telmo, sector de talleres artesanales en medio de preciosas casonas; o Puerto Madero, a orillas del río de La Plata (el dios tutelar de la ciudad), pintoresca área dotada de importantes oficinas bancarias y lujosos hoteles y restaurantes; o La Recoleta, barrio aristocrático que tiene sus orígenes en el siglo XVIII –cuando los padres franciscanos construyeron el convento y la iglesia de Nuestra Señora del Pilar– y que hoy ostenta refinadas boutiques y tentadores restaurantes.

Guiados por Catalina, amable amiga colombiana que adelanta en Buenos Aires una especialización de su carrera de arquitectura, hacemos un detallado paseo por La Recoleta y llegamos al legendario cementerio del barrio, obra fundada en 1822 por los monjes recoletos. Es un recinto famoso por el arte que atesora en mausoleos, tumbas y esculturas. A este camposanto fue traído el cadáver de Evita luego de los continuos traslados de que fue objeto –de refugio en refugio– a raíz de la implacable persecución política que se desató contra ella.

Su cadáver se convirtió en un cuerpo político. Cadáver embalsamado que deambuló por muchos lugares clandestinos, incluso del exterior, huyendo de la sevicia de sus enemigos. El escritor Tomás Eloy Martínez, con los episodios estremecedores que narra en su novela Santa Evita (1995), ha agrandado la leyenda alrededor del itinerario infamante que recorrió, ya muerta, la mamá de los descamisados. Otro escritor, refiriéndose a tan bochornoso capítulo de la vida argentina, habla de la “novia hermosa, melancólica y profanada por la vida en el corazón de su larga muerte”.

Ahora los restos de Evita yacen bajo cinco metros de tierra y con fuertes sistemas de seguridad, para protegerla contra los actos demenciales, que tal vez nunca volverán a repetirse: la pasión abyecta ya se apagó. Su memoria se preserva en un museo esplendoroso y en la sede de la CGT –Confederación Nacional del Trabajo–, de donde provino su mayor fuerza política. Junto con Perón, Borges y Gardel son los personajes más visitados por las corrientes de turistas.

Gardel y su tango son parte esencial del ambiente y del folclor argentinos. No podíamos regresar a casa sin ir a visitarlo en el cementerio de la Chacarita. Lo hacemos en un día de lluvia intensa, excepcional dentro del buen tiempo de la temporada, y nos queda este recuerdo como una afirmación del propósito turístico que nos habíamos fijado. No somos fanáticos, válgame Dios, sino intérpretes y amigos respetuosos de las tradiciones ajenas. Una foto expresiva que traemos, enmarca nuestra visita pasada por agua.

Y allí lo encontramos en su grandiosa estatua de bronce, sonriente y varonil, en medio de flores frescas y de mensajes escritos que evidencian la idolatría de la gente. Gardel está en todas partes, con increíble poder de ubicuidad: en San Telmo, en el Caminito, en La Ventana, en Señor Tango, en las tiendas de discos, en las librerías, en los suburbios, en los clubes, en las innumerables tanguerías y academias de baile, en cada esquina, y sobre todo en el alma del pueblo. Esta es la Argentina tanguera, que siente en el aire la presencia de su ídolo inmortal.

A 33 kilómetros de Buenos Aires está localizada la ciudad de Tigre, punto ineludible de atracción. Hacia allí viajamos en bus, luego tomamos un tren hasta San Isidro, pintoresco sitio de artesanías, y al final nos embarcamos en el catamarán, embarcación que nos lleva al delta del río Paraná, donde se goza de un maravilloso recorrido en medio de islas, arroyos, ranchos y canales. Soberbio espectáculo de la naturaleza.

Y si se trata de buscar ambiente de religiosidad, tan anhelado por mi devota esposa Astrid, y aplaudido y compartido por el cronista viajero, está el parque temático de Tierra Santa, obra exclusiva en el mundo. En un predio de siete hectáreas, a poca distancia del centro de la ciudad, se representa, en más de mil figuras humanas y de animales de tamaño natural, la vida de Jesús de Nazaret desde su nacimiento hasta su resurrección. Todo en el parque es fantástico. Sobrecogedor. La emoción final se obtiene con la aparición de Cristo resucitado, en imagen de 18 metros de altura que se mueve en lo alto de la montaña bajo los efectos deslumbrantes de la luz y el sonido.

Muchas cosas más vio y admiró el cronista. Enumerarlas resultaría prolijo para esta crónica ligera. Rescato, como puntales para rememorar la gira gratísima, las impresiones más emotivas que me permiten trazar esta semblanza sobre el gran país austral. Esta es la Argentina visible, la que se ve en todas partes, la de la fiesta y el ánimo alborozado. Dejo para otro capítulo a la Argentina invisible, la recóndita, la que llega al alma del escritor viajero a través de los libros y del clima espiritual. Esa Argentina la analiza Eduardo Mallea en Historia de una pasión argentina, sin dejar de contemplar el ámbito externo. Trataré de seguir sus pasos.

 2

En el vuelo de Bariloche a Buenos Aires me tocó de vecino a un señor de aspecto distinguido que observaba con interés el libro que yo leía: Historia de una pasión argentina. Deseoso de entablar conversación conmigo, se presentó como profesor universitario y me dijo que una hija suya había hecho su tesis de grado sobre Mallea. Y agregó que sentía profunda admiración por el escritor.

Eduardo Mallea nació en Bahía Blanca en 1903 y murió en Buenos Aires en 1982. Su padre, médico de profesión y gran amigo de los libros, le infundió el entusiasmo por la lectura. En 1916 la familia se traslada a Buenos Aires, donde el futuro literato cursa cuatro años de derecho, que interrumpe al sentir atracción por las letras. En 1926 publica Cuentos para una inglesa desesperada, libro que le abre las puertas del mundo que persigue.

Ingresa como redactor del diario La Nación, cuyo suplemento literario dirigirá durante largos años. Un par de novelas escritas entre 1932 y 1936 acrecientan su nombre de narrador, campo en el que tendrá notable desempeño. En 1937, a los 34 años, edita Historia de una pasión argentina, que en poco tiempo se traduce al inglés, francés, alemán, portugués e italiano. Será su obra maestra. Si bien se trata de su libro más señalado, después de él sigue una producción constante y exitosa en los géneros de la novela, el cuento, el ensayo y el teatro. Su obra llega a 40 títulos.

Y está sostenida por un eje central: la Argentina. Pintando su país, ha dibujado el mundo entero. La realidad humana está en cualquier geografía y perdura a lo largo de todos los tiempos. Nada cambia, porque la tragedia es universal. El mundo es la aldea. Es el país propio. Por eso, el mensaje de Mallea sigue vivo 24 años después de su muerte. Es un mensaje vigoroso con el que buscó conmover la conciencia nacional, alterada por hondos conflictos sociales y políticos que al pueblo le causaron desolación y ruina espiritual.

Cuando en la década del treinta escribió su obra cumbre, la conciencia argentina estaba herida por una racha persistente de corrupción, venalidad, infamia y connivencia con las conductas rastreras. Frente a la atmósfera dañina que minaba las fuerzas morales de la sociedad, se levantó la voz crítica del escritor que clamaba por el imperio de la ética y la conquista de los valores perdidos.

Gritó su angustia a todos los vientos, para que las almas se sacudieran y buscaran sus propios caminos. Para que dirigentes y sociedad abrieran los ojos ante los despeñaderos que amenazaban devorarlos a todos. “Los pueblos –dice– son grandes o pequeños en la medida de su propia sentimiento de eternidad”. Sus denuncias se prolongarían hasta el final de su vida. Nunca cesó de señalar los yerros demenciales en que incurrían los gobernantes autoritarios.

La nación fue víctima, durante casi todo el siglo, de un colérico ánimo belicista, de retaliación y oprobio, infligido por la sucesión obsesiva del poder, en continuos golpes y contragolpes que dieron al traste con las libertades y hundieron al país en la negra noche llorada por Mallea. Hasta 1982 (el mismo año de su muerte) se presentó una pugna insaciable entre militares y civiles por el gobierno del país.

La época de mayor violencia comenzó en 1966, cuando los militares despojaron de nuevo a los civiles del mando democrático. En 1970 fue asesinado el ex presidente Aramburu. Se vivían entonces los peores días de torturas clandestinas. Quien pretendiera ofrecer fórmulas de salvación era lanzado a las tinieblas. La economía se vino al suelo con resultados desastrosos.  Oponerse al régimen significaba caminar a la cárcel, el destierro o la muerte. En el país reinaba la concupiscencia del poder y del dinero.

Los miles de desaparecidos en la Guerra Sucia de los años 70 se sienten todavía en el aire de la nación como una ráfaga de dolor y una constancia macabra contra la ignominia de los tiranos. Las voces de los muertos siguen repercutiendo en la Plaza de Mayo, donde las madres y abuelas han mantenido ante la faz del mundo una asociación silenciosa en la que invocan a sus muertos y recuerdan los días de terror. Todavía los recuerdan con terror.

El despeño moral no se presentó de la noche a la mañana. Nunca la ruina de los pueblos ocurre por generación espontánea. Es el resultado de muchos años de gestación y de una larga cadena de desaciertos. Desde el año 37, cuando Mallea publicó su Historia de una pasión argentina, ya el ambiente estaba enrarecido. El autor era amante visceral de su patria y ardiente admirador de sus paisajes y  tradiciones. El nacionalismo acendrado le calentaba la sangre.

Protestaba contra el desenfreno reinante y lanzaba su voz airada contra el desvío de las costumbres. En el paisaje contemplaba, con fascinación infinita, la Argentina visible. Y en la congoja de su alma sufría la Argentina invisible. “Este país –dice en el libro que da origen a esta crónica viajera– me desespera, me desalienta. Contra ese desaliento me alzo, toco la piel de mi tierra, su temperatura. La presencia de esta tierra yo la siento como algo corpóreo. Como una mujer de increíble hermosura secreta”.

Mallea quería una Argentina distinta y se revelaba contra la patria falseada.  Buscaba la Argentina auténtica que se le había perdido en medio de la confusión general. Reclamaba la pasión por el trabajo honrado, por la calidad de la vida, por las alturas de la ética. Depurar el aire corrupto era su mayor pasión. El mensaje de su libro interpreta la cruda realidad del país desfigurado y cada vez más ciego ante el desastre espiritual. Y señala horizontes claros para salir de los escombros.

Diseña un nuevo modelo del hombre argentino: el hombre que durante milenios ha poblado las pampas con los ojos puestos en la bondad de la tierra y en el cultivo de los hábitos hogareños; el hombre llegado a las metrópolis a forjar el progreso local y construir su propio bienestar; el hombre atado a hondas raíces culturales; en fin, el hombre interior, el legítimo argentino, que no puede encontrarse en el caos de la vida degradada.

Toda la obra de Mallea está penetrada de firmeza espiritual. Su actitud crítica ante la sociedad decadente parece vaticinar los días tenebrosos que habrían de sobrevenir por falta de disciplina social. Sus novelas y toda su obra marcan un hito de la vida argentina. Con el bisturí de su pasión, de su amor por la patria, perfora el cuerpo del país para darle vida al moribundo. Sabía que el hombre es impuro, e intentaba regenerarlo.

Sus personajes le brotan de las lecturas de Dostoievski, Kafka y Faulkner, y el pensamiento filosófico lo recibe de San Agustín, Pascal y Kierkegaard. Siguiendo a este último autor, las ideas deben contener fuego y han de expresarse con pasión para que la persona salga del letargo y halle, mediante la reconstrucción del alma, la luz del espíritu. La condición mística le permite a Mallea adentrarse en las honduras del hombre y escudriñar la verdad social de su tierra.

La Argentina esplendorosa que durante mi reciente viaje admiré en su apariencia física (y que no me cansaré de pregonar), esa Argentina encantadora y galante con el turista, no estaría completa sin la otra Argentina, la invisible, la profunda, la de adentro, la que escruta Mallea con dolor de patria. Todos los países tienen dos caras: la externa y la interior. Asimismo, el hombre está formado por dos elementos: su presencia física y su región espiritual. Es decir, por su cuerpo y por su alma.

Revista La hojarasca, Nos. 16 y 20, Bogotá, noviembre de 2005 y mayo de 2006.

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Comentarios:

Excelente tu crónica sobre tu reciente viaje a Argentina. De verdad que es un país maravilloso. Y Buenos Aires, una ciudad fuera de serie. Para mí lo máximo era Nueva York, ciudad que he visitado unas diez veces. Hasta que hace un año largo, con motivo de la Copa Libertadores, fui a ver la semifinal entre el Once y Boca Júnior. Y quedé descrestado con esta ciudad. Carlos Arboleda González, Manizales.

Felicitaciones por este magnífico artículo que ha sido escrito con magia. Me llamó fuertemente la atención ver cómo en unas pocas líneas se da muy completo repaso de lo mejor de Buenos Aires y Bariloche, lo que sería muy útil para alguien que no conociera Argentina y quisiera viajar. Pedro Galvis Castillo, Bogotá.

Me parece una crónica muy agradable de leer y en la cual queda uno atrapado, pues me remonté al viaje que hice a Buenos Aires. Hay información muy útil y rica tanto para la persona que está pensando en viajar a ese país, para quien ya viajó y quiere volver a recordar datos de interés, como para quien no lo conoce. Fabiola Páez Silva, Bogotá.

Leyendo tu nota sobre Mallea, escritor a quien conocí en mi juventud, recordé a Chaves, una novela corta de su autoría, cuya lectura me impactó. Se trata, sin duda, de una de las mejores novelas breves de Hispanoamérica. Presentada por Losada como “la crónica de un silencio”, es considerada, asimismo, como perteneciente a “la Argentina invisible”, pues trata de un personaje muy sencillo y oscuro. Tu nota me generó la apetencia de su relectura. Hernando García Mejía, Medellín.

Muy interesante y hermosamente escrito su artículo sobre Mallea, el gran escritor argentino que tuvo el valor de denunciar ante los poderosos de su país, y ante el mundo entero, la tragedia de un país suramericano que equivocó su rumbo en un período nefasto de su historia. Álvaro Valencia Tovar, Bogotá.

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Un instante de Enrique Santos Castillo

lunes, 19 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La verdadera dimensión humana y periodística de Enrique Santos Castillo vino a evidenciarse con motivo de su muerte, ocurrida el pasado 26 de noviembre. Es de los hombres que dejan huella y nunca se olvidan. El país se conmovió con su deceso y le rindió calurosos honores por sus grandes virtudes como periodista, hombre de hogar y ciudadano eminente. Su padre, Enrique Santos Montejo, “Calibán”, lo llevaba de niño a jugar en los talleres de El Tiempo, en compañía de su hermano Hernando, y desde entonces a ambos les nació la fiebre por el periodismo.

Hernando murió en 1999, siendo director de El Tiempo. Y Enrique, jefe de Redacción por espacios de 36 años y editor general durante los últimos 20 años, se había retirado del diario apenas dos meses antes de morir. Muerte plácida, como su vida, según lo cuenta su hijo Juan Manuel, ministro de Hacienda, en bello artículo donde refleja no sólo su sentimiento filial en el duro momento de la despedida, sino la estampa del padre bondadoso y recto que inculcó en los suyos recias lecciones de vida.

Según lo describen quienes estuvieron cerca de él, vivía el periodismo con pasión y vehemencia. Su olfato por la noticia le permitía desentrañar el nervio de cada día, y con esa destreza innata rotulaba las noticias y movía la primera página del diario. Nunca escribió un artículo y ni siquiera un pie de foto, pero era severo para enderezar las notas de los redactores y hacer concisa la redacción. Se le veía llegar al periódico con numerosos papelitos en el bolsillo, en los que había anotado, leyendo la edición del día, los errores descubiertos y las dudas que debía resolver con su grupo de trabajo.

Iniciaba las jornadas diarias como el maestro regañón, casi a la usanza de los viejos tiempos de la férula y el castigo inclemente. Bajo la temperatura de los juicios y los regaños implacables, todos lo temían, pero aprendían la lección. Después, en los corredores o en la cafetería, les echaba el brazo al hombro y era como si nada hubiera sucedido. Para él existieron siempre dos familias: la suya propia y la que se formaba bajo el cobijo del periódico.

El rigor militar le venía de su adhesión, en sus épocas juveniles, a las figuras guerreras de Mussolini y de Franco, aunque detestaba las crueldades de Hitler. Un día quiso ingresar a las huestes que luchaban por Franco, pero su tío Eduardo, dueño del periódico, se lo impidió. De todas maneras, sus ideas fueron siempre de extrema derecha. Pero era un ser paternalista y bonachón. Tenía aptitud política, pero detestaba el poder. Sin embargo, lo ejercía en la sombra, pues su relación con presidentes, ministros y congresistas significaba un superpoder.

Sólo una vez tuve ocasión de conversar con él. Lo conocía de lejos, y nunca había llegado el momento de tratarlo. Esto sucedió en 1989, en la última visita de la poetisa Laura Victoria al país. Ella me pidió que la acompañara, junto con su hija Beatriz (Alicia Caro, en el cine mejicano), a una entrevista con el director del periódico. Laura Victoria, cuyos nexos con El Tiempo y la familia Santos vienen de vieja data, deseaba dicho encuentro después de largos años de ausencia de Colombia.

Hernando Santos salió de su despacho y se disculpó por no podernos recibir de inmediato, sino media hora después, mientras atendía a unos visitantes extranjeros. Acto seguido se presentó su hermano Enrique, advertido sin duda de la presencia de Laura Victoria. Conocí entonces al personaje, al que fui presentado como columnista de El Espectador  y paisano suyo boyacense. Me saludó de abrazo, como si fuéramos viejos amigos, y me manifestó con sonrisa bromista: “Excelente por lo boyacense, pero tengo que cuidarme de la competencia”.

Fueron momentos de efusión y gracia, veloces instantes de amistad y sencillez, donde quedó retratado el carácter caballeroso que lo distinguía. Me llevó a pasear por los alrededores de su oficina, mientras Laura Victoria y su hija se quedaron conversando con Roberto García-Peña, director emérito del periódico, y en el recorrido les hacía gracejos a quienes lo saludaban con familiaridad. Su exquisito don de gentes, mezclado de alegría y amabilidad, era su característica constante. Así lo recuerdo. Así lo recuerdan quienes vivieron cerca de su mundo cotidiano o compartieron el calor del hogar.

El Espectador, Bogotá, 6 de diciembre de 2001.

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