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Archivo para martes, 27 de julio de 2010

Mensaje de optimismo

martes, 27 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Comienza el año con un signo promisorio para el país: la salida a la libertad del exministro Fernando Araújo tras seis años de permanecer prisionero de las Farc en los Montes de María. Según la cuenta rigurosa que llevaba en la selva, su martirio se prolongó por espacio de seis años, un mes y un día, cifra que parece cabalística. Día a día, hasta completar el guarismo señalado, abrigó la esperanza de que su cautiverio encontraría al fin la liberación de las atroces torturas a que era sometido.

Con la fe del montañero, que está bien calificada en su caso, vislumbraba el regreso a la vida, a su familia y a la sociedad, si era capaz de superar el infortunio y mantener la serenidad en el momento que le llegara la hora del rescate o de la fuga. Como practicante del ejercicio físico –disciplina en que fue secuestrado en una vía de Cartagena–, todos los días ejercitaba los músculos y fortalecía el espíritu, pensando siempre que debía desafiar cualquier obstáculo para salir de su cárcel sembrada de espinos y de abrupta vegetación.

El hecho de emprender la huida cuando irrumpieron los disparos del ataque aéreo que buscaba rescatarlo, y luego caminar durante varios días sin contar con agua ni comida y en medio de toda suerte de penalidades, hasta llegar a sitio seguro, representa una verdadera odisea en la historia de las luchas guerrilleras. Cuando para Fernando Araújo todo parecía terminado, su coraje y ganas de sobrevivir rompieron las cadenas bárbaras de su esclavitud.

Llegó extenuado, casi con el último aliento de vida, y se presentó ante el país como la constancia asombrosa de un acto de heroísmo que pocos colombianos pueden realizar en esta guerra fratricida que parece no tener fin, empeñada en la tortura y la destrucción. Los otros 58 secuestrados políticos sienten una lejana esperanza para que su suerte se resuelva con la fórmula del intercambio humanitario. El derecho a la vida debe primar por encima de cualquier otra consideración.

La odisea de Fernando Araújo, en pleno despertar del nuevo año, escribe un mensaje de optimismo que el país debe recibir como presagio esperanzador en medio de las calamidades que nos agobian. Algún hado prodigioso vuela hoy por el horizonte de la patria para animarnos a ser resistentes en la desdicha, hasta conseguir –con la cábala del 6-1-1 que no dejó desfallecer al exministro– derrotar las cadenas que nos oprimen.

El Espectador, Bogotá, 11 de enero de 2007.

Sangre de periodista

martes, 27 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La muerte de Guillermo Cano me sorprendió en Cúcuta, aquel 17 de diciembre de 1986. Al día siguiente, con mi esposa y mis tres hijos penetré en Venezuela, en vacaciones de dos semanas, en las que la imagen del mártir permaneció en el cerebro y en el alma como la visión tenebrosa de esta Colombia ensangrentada, en la peor época del narcotráfico.

Antes de ingresar a Venezuela, dirigí a El Espectador el siguiente mensaje: “Con su propia sangre, escribió Guillermo Cano su supremo editorial sobre moral, valentía y patriotismo que ojalá haga reaccionar al país en esta larga noche de horrores. Perplejo y adolorido expreso mi solidaridad con los Cano y mi fe en Colombia”. Días después, desde la Isla de Margarita, enviaba al periódico mi artículo Sangre de periodista, que me sigue estremeciendo el sentimiento, veinte años después.

 * * *

El 12 de diciembre, la víspera de salir en viaje de vacaciones, dejé en mano de don Guillermo Cano unas colaboraciones para El Espectador, con estas palabras: “Salgo en plan de descanso a Venezuela. Pero Salpicón (mi columna de entonces) se queda: él no tiene vacaciones. Le dejo estas notas anticipadas, y con ellas mis votos muy cordiales por su felicidad y la de los suyos en 1987”. Cinco días después el valiente periodista caía abatido por oscuros criminales a su salida de las instalaciones de El Espectador.

Una descarga fatal, que estremeció al país y continuará para siempre repercutiendo en el alma de este pueblo bueno e indefenso que los malhechores quieren destruir, cortaba de un tajo una de las existencias más valiosas de la patria en estos tiempos de bandidaje y de disolución social. La felicidad que yo le había deseado no llegó para él ni para los suyos, y las balas asesinas –¡ironía del destino!–, que siempre se agazapan en la sombra porque le tienen miedo a la claridad, no le permitieron siquiera presenciar el amanecer de 1987, año en que El Espectador cumplirá su centenario de vida batalladora y edificante.

Suceso que don Guillermo Cano preparaba con especial diligencia y entrañable sentimiento. Por más muerto que haya quedado a bordo de la nave, la efeméride será grandiosa y suscitará mayor solemnidad y emoción con la presencia del mártir, que hace más respetable, ya con la sangre del héroe, la recia estirpe de los Cano.

Ignoran los asesinos que las balas, por más mortíferas que sean, no lograrán jamás silenciar el imperio de la palabra. Son balas que se vuelven contra ellos mismos, porque en los pueblos libres que como Colombia cuentan con una prensa digna y vigilante, la sangre de los periodistas, y sobre todo de periodistas de las dimensiones humanas e intelectuales de quien acaba de caer atacando la inmoralidad y defendiendo sus rectos principios, abona mejor el terreno de las causas justas.

Detrás de cada periodista eminente marcha una legión de seguidores. El país se identifica con el  apostolado de la denuncia pública. Y Colombia, que sobresale en el continente como modelo de periodismo valeroso, combativo y de firmes estructuras, ha dado múltiples demostraciones, en medio de las peores turbulencias, de que no es posible amordazar el pensamiento.

Nuestra prensa, de tan meritoria tradición y tan dignamente capitaneada en todos los tiempos, es el eco de la Nación. En los periódicos está encarnada el alma popular, con sus angustias, sus clamores, sus esperanzas. Cuando se mata a un periodista se conmueve el país. Por eso las balas que terminaron con la existencia de don Guillermo Cano fueron lanzadas contra el pueblo. Crimen de lesa patria que los matones nunca podrán borrarse de la conciencia. A todas partes los seguirá una luz enjuiciadora que les cobrará el execrable delito. Ese es su castigo.

Don Guillermo Cano era un hombre bueno. Ciudadano ejemplar, esposo y padre bondadoso, periodista íntegro. Nunca transigió con la deshonestidad y fue censor implacable del narcotráfico y de las corrupciones públicas. Era el fiscal de la Nación. En su Libreta de Apuntes denunciaba, con meridiana claridad y sin igual arrojo, los desvíos públicos y los peligros de los revoltosos y de los traficantes de la droga.

Siempre se guió por la verdad, por la razón, por la justicia. Conciencias como la suya, movida por sólidas convicciones, son como murallas que se levantan contra el avance de las deshonestidades, cualesquiera que ellas sean. Por eso lo asesinaron. Lo mató la sinrazón.

Con su propia sangre escribió su mejor editorial. Su célebre Libreta no se ha cerrado. Al revés, ahora quedará más abierta que nunca. En ella habrán de repasarse los códigos sobre moral pública, sobre periodismo constructivo, sobre comportamiento social, sobre hermosura idiomática, escritos por el agudo crítico y el formidable humanista, cuya sombra crece entre el fragor de las balas y los horrores de esta Colombia vilipendiada. El país reflexionará sobre la sangre del periodista pulquérrimo y es posible que aparezcan soluciones para tantos atropellos.

Dejo una flor sobre la Libreta de Apuntes, como discreto homenaje de quien, perplejo y adolorido, sabe sin embargo que su amigo y su maestro –que hace 15 años le abrió con generosidad inigualable las puertas de El Espectador– seguirá vivo con su ejemplo y su palabra inmarchitables. Una flor que llevarán también, en el alma, su esposa y sus hijos y la familia toda que pertenece a la casa periodística. Una flor que hará brotar esperanzas sobre el desolado panorama de Colombia, porque la sangre de los justos es la que nos salvará de la hecatombe.

El Espectador, Bogotá, 8 de enero de 1987 y 17 de diciembre de 2006.
Revista Vía, Nueva York, abril de 1987.
Eje 21, Manizales, 30 de octubre de 2016.

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Comentarios:

Excelente evocación y magnífica calidad literaria de la nota, admirado Gustavo. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

Muy conmovedor el artículo. Evoca de muy buena forma lo que ocurrió ese 17 de diciembre de 1986, y lo que ha seguido pasando después de la muerte de Guillermo Cano, que no es muy diferente a la situación de aquella época. Fabiola Páez Silva, Bogotá.

Gracias por tu bella página sobre el doloroso y nunca redimido golpe a la vida, a los derechos humanos, a la familia, a Colombia, a la sociedad, en fin, al corazón de todos, por el vil asesinato de la palabra en la persona del distinguido periodista don Guillermo Cano. En medio de tanta impotencia, se alza la voz adolorida del amigo y el colega. He llorado de indignación con tu página. Cómo nos duele la patria, la familia y el hecho de que no pase nada ante atrocidades de esta magnitud, de esta miseria humana de la que se nutren los vampiros del alma. Inés Blanco, Bogotá.

Reafirmo mis votos porque tu inteligencia honda y penetrante siga recordando iniciativas útiles a la comunidad y a los amigos. En este campo como en el de las letras has iniciado y concluido en este año una vasta tarea que sería grandioso que se repitiera para el próximo año. Héctor Ocampo Marín, Bogotá, 23 de diciembre de 2006.

Muy hermoso e impecable testimonio a la memoria de Guillermo Cano. Muchísimos colombianos lamentamos el inaudito asesinato de este periodista íntegro y ejemplar y rechazamos las oscuras fuerzas que en esa época hicieron de nuestro país una gran tumba. Ojalá no vuelva a repetirse esa historia. Eduardo Lozano Torres, Bogotá, 31 de octubre de 2016. 

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¿Poeta o poetisa?

martes, 27 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Siempre utilicé la palabra poetisa, no poeta, para mencionar a las mujeres que hacen versos. De cierto tiempo para acá, los movimientos feministas insisten en que el término correcto es poeta para referirse a los dos sexos. Por mi parte, considero que los argumentos expuestos en mi columna de El Espectador del 22 de mayo de 1991 conservan plena validez. Dicho escrito, que fue acogido por la Academia Colombiana de la Lengua en su boletín número 172 de junio del mismo año, dice así:

De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, la mujer que escribe versos o está dotada de imaginación poética recibe el nombre de poetisa. Y si se trata del hombre, se le llama poeta. Las dos palabras diferencian los sexos, y la poesía será siempre poesía –ni masculina ni femenina–, porque el arte es único. Dentro de las campañas de liberación femenina, en los últimos tiempos se ha puesto de moda designar a la poetisa con el título del varón: poeta. Se comete así un error de concordancia. Es lo mismo que decir señora ministro –sustantivo femenino con uno masculino–, o sea, un caso de hermafroditismo idiomático; o distinguido ministro, tratándose de una dama, con lo que se desconoce de plano el bello sexo de la agraciada funcionaria.

¿Acaso las campañas de liberación buscan borrarle el sexo a la mujer? ¡Ni más faltaba! Esto sería lo mismo que arrebatarle, en aras de una causa mal entendida, su dulce identidad. No se trata de masculinizar a la mujer, sino de ponerla a competir con los puestos y las dignidades. Decir la poeta Guiomar equivale a inyectarle hormonas masculinas a la tierna poetisa y así desnaturalizarla. Esto no es invención del cronista. Es el genio del idioma.

Hay dos palabras similares: profeta y profetisa, consagradas para cada sexo. También existen definiciones exclusivas: pitonisa será siempre palabra femenina por asimilación con la mujer que en la mitología de Apolo predecía el porvenir. Si dijéramos el pitoniso Ramiro, o sea, un caso de masculinidad adulterada, ya sabríamos de qué se trata.

Al entrar la mujer a ocupar las posiciones que antes eran exclusivas del varón, la sabiduría del idioma reconoció a nuestras queridas competidoras, con los términos indicados, ese justo derecho. Y cada cual continuó en su puesto. En los tiempos antiguos solo había médicos. Hoy también hay médicas. Lo mismo ingenieras, abogadas, capitanas, alcaldesas, gobernadoras, ministras, gerentas, presidentas, zapateras, peluqueras… Sin embargo, algunas universidades todavía le dan el título de ingeniero o médico –sustantivos masculinos– a la mujer. Parece que en tales recintos no hubiera entrado la evolución del idioma, que también es una conquista de la mujer.

P“oetisas siempre las ha habido –y las habrá– por más que ciertos alardes feministas persigan, en un desmedido afán por igualarlas con el hombre, volverlas machos. ¡Y dicen que el hombre es el machista! La poesía, entre tanto, seguirá siendo poesía. No importa quién la elabore.

La poetisa Meira Delmar -que no el poeta– hizo esta defensa de la mujer en su discurso de ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua: “Tal vez no sobre aquí una breve observación dirigida a los que opinan que se encarece más a la poetisa si se le llama poeta, olvidando no solo elementales principios de gramática, sino la verdad incuestionable de que si la obra de arte cumple su cometido y trasciende su propia materia –palabra, sonido, color y forma– para transformarse en ese ‘algo más’ que constituye su real esencia, no será ni más alta porque se le atribuya a un creador, ni menos porque se le asigne a una creadora”.

 * * *

El poeta y académico Óscar Echeverri Mejía hace en sus columnas de prensa (que se reproducen en varios periódicos regionales) el siguiente comentario, titulado  Defensa de la palabra poetisa:

“En más de una ocasión he escrito sobre el tema: es contrario al buen uso y a la concordancia llamar poetas a las poetisas. Lo dice el Diccionario de la Lengua y lo manda la Academia Colombiana. Vuelvo al tema después de leer en la interesante revista Manizales un artículo del escritor Gustavo Páez Escobar, del cual extractaré algunos párrafos, por considerarlos atinados (…)

“Más adelante, Páez Escobar cita al secretario ejecutivo de la Academia de la Lengua, Horacio Bejarano Díaz, quien se muestra totalmente de acuerdo con las ideas expuestas al respecto por Páez Escobar, y reafirma que estas coinciden con las de la entidad rectora del idioma en nuestro país. De manera que Meira del Mar, Maruja Vieira, Dora Castellanos, Mariela del Nilo, mis ilustres colegas, en la Academia, son poetisas, a mucho honor y conforme con lo que mandan las Academias Española y Colombiana de la Lengua”.

***

José Ríos Trujillo, notable glosador del idioma, expone lo siguiente en el diario El Tiempo (7-I-92):

“Frecuentemente se oye decir poeta, para designar a un hombre o a una mujer que hacen versos, indiscriminadamente, como si se tratara de un sustantivo de género común a ambos, que abarca los dos sexos, lo que constituye un error gramatical.

“En efecto, la palabra poeta (que en griego significa creador) en castellano designa únicamente al varón que se dedica al anterior quehacer, pero si se trata de la mujer, el término que le corresponde es poetisa. Este error no se cometía cuando los ministros de Educación exigían la enseñanza del castellano como materia primordial y éramos por eso reputados los colombianos ante los extranjeros como los que mejor hablábamos el idioma.

“Las palabras en cuestión fueron tomadas del latín, donde existía el sustantivo poeta para el varón y poetria para la mujer, en la época clásica, y en la de la baja latinidad poetissa. Estos a su turno fueron tomados del griego donde existía el término poietés para el varón y poiétria para la mujer. Curiosamente son las mismas poetisas las que quieren denominarse poetas, como si se tratara de un término peyorativo el que les corresponde, lo que es paradójico en los tiempos de la revolución femenista (sic)”.

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El escritor Hernando García Mejía me envía una carta desde Medellín, el 19 de octubre de 1992, y en ella me cuenta un simpático episodio:

“Ayer, domingo 18, en su columna Funcionalidad del idioma, mi buena amiga Lucila González de Chaves reprodujo parcialmente tu excelente nota sobre la palabra poetisa, tan injustamente vilipendiada y rechazada por las hijas de Eva que cometen versos.

“¿Sabes qué llegó a decir en las mismas páginas de El Colombiano Dominical una de dichas damas: ‘¿Y por qué a los hombres no les dicen también poetisos?’. Esto me recuerda una anécdota de un amigo mío, de esos que emplean palabras sin conocer su verdadero significado. Pues bien, el sujeto de marras me llamaba siempre poetastro. Poetastro esto, poetastro aquello, poetastro lo de más allá. Un día, entre irritado e intrigado, le pregunté: ‘Dime, hombre, ¿tú sabes realmente lo que significa poetastro?’. Y el ‘académico’ respondió ni corto ni perezoso: ‘¡Claro, hermano! ¡Claro! ¡Significa poeta grande como un astro”.

Antonio Panesso Robledo escribe en su columna de El Espectador (7-VII-1992):

“En estos días se realizó en nuestro país una asamblea de ‘mujeres poetas’. En otro tiempo se llamaban poetisas, una expresión que se sigue aplicando a Safo y a Gabriela Mistral. En Colombia, las señoras que hacen versos han preferido llamarse oficialmente ‘mujeres poetas’, por alguna razón no muy clara. La primera vez que oí hablar mal de la palabra ‘poetisa’ fue al poeta Eduardo Carranza, a quien nunca le gustó ese vocablo, así como detestaba también la palabra ‘mirlo’.

“Empero, poetisa es una palabra muy bonita, bien formada en la tradición del idioma y usada durante siglos por los escritores de la lengua española, incluyendo a las mismas poetisas.

“El capricho de rechazar esa palabra se pone de bulto cuando se piensa en femeninos sonoros y expresivos, como emperatriz. A nadie se le ha ocurrido hasta ahora llamar a Eugenia ‘la mujer emperador’. Tampoco dice nadie ‘mujer actor’ para designar a María Eugenia Dávila. Decimos actriz, otra bella palabra española de la mejor estirpe.

“Un fenómeno cultural destructor que influye en estos fenómenos es el unisex, originado hacia 1968 y que ha tendido a la confusión de los sexos, en una atolondrada tendencia de garantizar los derechos femeninos y la ‘igualdad’ de mujeres y hombres. Al idioma penetró esta broca con ímpetu mayor en ciertos idiomas…”

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En días pasados (ya estamos en el nuevo siglo) asistí a un acto académico en torno al bello poemario de Inés Blanco Navío de arena, para el que escribí el prólogo y donde la menciono como poetisa (con perdón de mis queridas amigas y amigos que no comparten este vocablo). Y me encontré con una situación curiosa: quienes intervinieron con su palabra en la velada, tanto mujeres como hombres, siempre la llamaron poeta. Por lo tanto, quedé reducido a una abrumadora y única minoría. Como para salir corriendo. Pero no lo hice.

Recordé que días atrás, el 7 de septiembre de 2003, había leído la columna semanal que Soledad Moliner, una autoridad del idioma, escribe en Lecturas Dominicales de El Tiempo, y en la que absolvía la duda que se ha acrecentado en los últimos tiempos sobre si lo legítimo es poeta o poetisa. Transcribo la columna de Soledad Moliner:

Pregunta: “Varias cartas evocan a la desaparecida María Mercedes Carranza, llorada promotora de la cultura y la poesía, y preguntan por qué razón rechazaba para sí el término poetisa. Igualmente inquieren si debe decirse ‘Casa de la Poesía’ o ‘Casa de Poesía’.

Respuesta: “En cuanto a esto último, es indiferente el uso del artículo. Por otra parte, poeta es ‘el que compone obras poéticas’. Autores como Emilio Alarcos lo consideran masculino, pero para otros, abarca ambos géneros. Poetisa, en cambio, es definición exclusiva para la ‘mujer que hace versos’. Algo parecido ocurre con cantante (el/la) y cantatriz (solo la). Corresponde a una terminación femenina usual en castellano: papisa, sacerdotisa (…) Entiendo que, al rechazar el término, María Mercedes Carranza rechazaba la connotación de una poesía femenina, que le olía a ateneos y centros poéticos para señoras”.

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Como puede observarse, la cuestión está polarizada. En vista de estos vientos contrarios (y ya se sabe que las palabras nacen o se transforman por el uso popular, y también mueren), no queda fácil implantar una regla o teoría única. En los tiempos de Laura Victoria no había “mujeres poetas”. Todas eran poetisas y lo único que les afanaba era hacer buena poesía.

Debo anotar que mi posición, que tiene cierto carácter de anécdota, no es dogmática ni caprichosa. Pero la defiendo con las razones de peso que exponen las Academias de la Lengua y con el aliento que me transmiten las voces autorizadas que he citado, las que además considero útiles para los lectores de estas páginas. He querido tocar este asunto palpitante, de indudable interés para los estudiosos del idioma y para los propios cultivadores de la poesía, para que otros sigan buceando en el tema. Pienso que el choque actual es asunto de moda, de aire ambiental. ¿Cuánto durará esta moda?

Prometeo Digital, Madrid, España, 2006.
Revista Mefisto, No. 65, Pereira, 2009.