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Archivo para martes, 20 de julio de 2010

La oscura noche argentina

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Gustavo Páez Escobar

Una excursión por los alrededores del imponente lago Nahuel Huapi, en la Patagonia argentina, me llevó hasta un paraje solitario: la mansión El Mesidor, donde la presidenta María Estela Martínez de Perón, más conocida como ‘Isabel’, estuvo prisionera durante varios años tras su derrocamiento por la Junta Militar presidida por el general Jorge Rafael Videla.

En cercanías de la casa apareció un aviso que ordenaba reducir la velocidad y no detenerse en aquel lugar recóndito, que se me antojó lleno de fantasmas. Dicho espectro del pasado, símbolo de un terrible período de cárceles y desapariciones, aún se mantenía en pie en medio de fantásticos paisajes, y se mostraba al viajero como una atracción turística, aunque sin permitirle el ingreso a ese territorio de sombras.

Hace 30 años, el 24 de marzo de 1976, ocurría el golpe militar más funesto de la historia argentina, que no sólo quebró el orden constitucional sino que implantó la peor época de terror vivida a lo largo de las rebeliones militares iniciadas en 1930. La última dictadura del siglo, la del 76, explotó como consecuencia de la serie de desaciertos cometidos por la señora de Perón: abuso del poder, violencia implacable, ineptitud administrativa, enriquecimiento ilícito. La ciudadanía, por supuesto, recibió con júbilo la noticia del golpe de estado.

Sin embargo, no se presentía que con el mando militar se instauraban siete años y medio de represión y barbarie, en los que se emplearían métodos mucho más despiadados que los ejercidos por la mandataria depuesta, que una vez, desde un balcón de la Casa Rosada, amenazó con convertirse en “la mujer del látigo”.

Como ironía para la antigua bailarina, la Junta Militar usó con ella castigos más atroces que el látigo, al mantenerla recluirla en absoluta soledad en la casa de la provincia de Neuquén que hace poco me surgió a la vera del camino. Sólo se le permitía leer la Biblia y se le prohibía escuchar noticias y recibir diarios o correspondencia. Se rumora que durante algún tiempo mantuvo un idilio con el capitán Valverde, uno de sus guardianes, quien fue trasladado al descubrirse la noticia. El célebre síndrome de Estocolmo.

La dictadura, fuera de violar todos los derechos humanos, causó grandes estragos a la economía, de los que el país todavía no se ha repuesto. La deuda externa alcanzó niveles insoportables. La pobreza saltó de 3,2 a 38,5 por ciento. La brecha entre ricos y pobres se agudizó en forma exagerada y el país sufrió  una crisis de proporciones gigantescas.

Se calcula en 30.000 el número de desaparecidos. Con el llamado Plan Cóndor se puso en ejecución un sistema abominable para detener a los opositores, torturarlos y asesinarlos. Nadie podía hablar mal del régimen. La libre expresión estaba coartada. La represalia era la orden del día. En síntesis, los militares desempeñaban el mando supremo sobre la vida y la muerte.

Azucena Villaflor, fundadora de las Madres de la Plaza de Mayo, buscaba como una desesperada a su hijo Néstor, uno de los 30.000 desaparecidos. Y no lo encontró por parte alguna. Más tarde, ella también fue detenida y torturada en la Esma, organismo del que hacía parte Alfredo Astiz, el “ángel de la muerte”, que hoy se encuentra en presidio. Otro miembro de la siniestra organización, Emilio Massera, condenado a cadena perpetua, fue declarado loco.

En meses pasados vino a descubrirse que el cadáver de Azucena había sido lanzado al mar, lo mismo que había ocurrido con infinidad de víctimas: religiosos, laicos, periodistas, escritores, intelectuales, artistas, obreros, estudiantes, niños, jóvenes, adultos… todo el que protestara contra el régimen del pavor. La mayoría de los cadáveres fueron enterrados como personas anónimas en algún cementerio, o fueron a dar al mar.

Las madres y abuelas de los desaparecidos organizaron a partir del 30 de abril de 1977 marchas semanales (todos los jueves, a las 3 y 30 de la tarde) hasta la Plaza de Mayo, donde le mostraron al mundo el dolor que las afligía. En 29 años, sólo tuvieron una interrupción, entre 1978 y 1980, al haber sido desalojadas de la plaza por perros furiosos, tan satánicos como sus amos militares. La desgracia del pueblo argentino se esparció por todo el orbe como un polvo de la maldad humana.

Las marchas cesaron en diciembre del 2005 ante las cenizas de Azucena Villaflor (su cuerpo al fin logró ser rescatado del mar), que fueron depositadas junto a la Pirámide de Mayo como ofrenda perenne al valor de esta mujer y de todas las madres torturadas por el despotismo. La mayoría de esas madres están muertas o son mayores de 90 años. La viuda de Perón, liberada en 1981, reside desde entonces en España, con absoluta holgura económica.

Entre tanto, el octogenario general Videla, el mayor responsable de la “guerra sucia”, mirará desde su arresto domiciliario hacia las profundidades de su conciencia, y es posible que se estremezca. En realidad, las cenizas de Azucena fueron entregadas a la memoria de todos los pueblos para que nunca olviden que el ser humano, vilipendiado y masacrado como en este capítulo bochornoso de la Argentina, hace estremecer la tierra.

El Espectador, Bogotá, 25 de marzo de 2005.

Reflexiones sobre la vejez

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

He leído un interesante libro sobre el tema anunciado, que lleva por título Relatos sobre la vejez (Editorial Códice, Bogotá), cuyo autor es el médico tulueño Francisco Londoño Pineda, que durante largos años ejerció su profesión en Cali y hoy reside en Estados Unidos. También es autor de La vejez como oportunidad y ha publicado diversos artículos sobre la misma materia en revistas especializadas.

Ya en la edad del retiro (78 años), su vida discurre entre el reposo y la serenidad proporcionados por su experiencia en los campos de la gerontología y la geriatría, y entregado a vastas lecturas humanísticas y científicas. Es un jubilado feliz y posee, por supuesto, sólidas bases de filosofía sobre la vejez, área de la que fue docente universitario en Cali. En la misma ciudad obtuvo, a los 73 años, el título de magíster en ciencias políticas, conferido por la Universidad Pontificia Javeriana.

A todo esto, de por sí ejemplar, se agrega otra faceta encomiable: un día se enteró de la existencia de una entidad que apoyaba en Miami la tercera edad, llamada Legacy Corps, y ni corto ni perezoso se vinculó a esa campaña como voluntario para visitar ancianos, dialogar con ellos y ofrecerles sus amplios conocimientos sobre esta difícil etapa de la vida, donde era uno más del grupo.

El contacto entusiasta con su propia realidad se ha convertido en una terapia para él y sus amigos. Como si fuera poco, dicta conferencias para ancianos en una emisora de Miami y le queda tiempo para escribir una novela. Una vejez venturosa como la suya no es, por cierto, rasgo característico del declinar de la vida.

La regla ideal sería envejecer sin sentirnos viejos. Esto supone mantener el espíritu juvenil, a pesar del avance inexorable del calendario, que conlleva la visita ingrata de enfermedades propias del deterioro físico. A veces esas enfermedades suelen ser simples achaques, pero los viejos pesimistas las vuelven dolencias graves y se echan a morir. Es decir, se mueren antes de tiempo.

“La vejez aparece exactamente el día en que no queremos estar gozosamente asombrados”, dice el padre Bro, citado por Londoño en su obra. Esto del asombro como ingrediente del entusiasmo –agrego yo, que como escritor y lector vivo de asombro en asombro– ha de ser la chispa constante, sea cualquiera la edad, nivel educativo o actividad de la persona, para impulsar el ánimo y no declinar ante los reveses o caídas, que nunca dejarán de existir.

Cicerón, uno de los grandes filósofos de la senectud –autor de El diálogo sobre la vejez, escrito hace más de 2.100 años–, expuso para su tiempo, como si se tratara de la época actual, pautas inmejorables para que el anciano aprenda a vivir, como las contenidas en este párrafo:

“Es nuestra obligación resistir a la vejez, compensar sus defectos con una vida sana, luchar contra ella como si de una enfermedad se tratara. Gran cuidado se debe tener con la mente y con el espíritu, porque, igual que las lámparas, se apagan con el tiempo si no se las provee de gas. La actividad mental da energía a la mente. Los ancianos retienen sus facultades mentales cuando mantienen el interés y continúan usando sus capacidades”. 

El énfasis que da el médico escritor a las tesis siempre vigentes de André Maurois me llevó a releer una maravillosa obra suya (que leí por primera vez hace más de 30 años), titulada Un arte de vivir (Editorial Azteca, 1970), en cuyo capítulo final –El arte de envejecer– sostiene: “El verdadero mal de la vejez no es el debilitamiento del cuerpo: es la indiferencia del alma”.

Dicha afirmación la vigoriza Londoño con esta hermosa frase suya, que refrenda el sentido de su propia existencia senil: “Al adulto-anciano todas sus preguntas le han sido resueltas, pero debe continuar viviendo en primavera para que florezcan con mayor verdor sus sentimientos al llegar a la serenidad y a la paz”.

He aquí, en estas frases que resalto, el secreto para no languidecer en la edad provecta, cuya evidencia es común para todos, pero no todos saben vivirla: mantener prendida la llama del espíritu. Si falla el combustible, la oscuridad será total.

El Espectador, Bogotá, 3 de abril de 2006.

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Comentarios:

Lo importante es mantener prendida la llama del espíritu. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Mientras el espíritu esté joven no hay temor a envejecer. Aunque te lleguen los achaques de este período de la vida, debe uno sentirse feliz de haber podido llegar a él con alegría y optimismo. Nydia Ramírez Londoño, Armenia.

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El año de Alberto Lleras

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con motivo del centenario del presidente Alberto Lleras Camargo, que se cumple el 3 de julio, Villegas Editores publicará, con prólogo de Otto Morales Benítez, una antología compuesta por cinco volúmenes, con el siguiente título: Alberto Lleras, 100 años: presencia cultural, política e internacional de la democracia colombiana.

El día del aniversario, la Academia Colombiana de Historia exaltará en sesión solemne la memoria del estadista y presentará el libro Sendero histórico y humanístico de Alberto Lleras, de la autoría de Morales Benítez.  Por su parte, el Club de Abogados editará el libro Sentido democrático de lo jurídico, en el que se analizan diversos asuntos relacionados con el Derecho, ocurridos en el gobierno de Lleras. Estos son tres proyectos en marcha (y aparecerán otros), con que se busca engrandecer el suceso que se aproxima.

Morales Benítez, uno de los colombianos que estuvieron más cerca del personaje, tanto en lo político como en lo intelectual, sugiere que el gobierno decrete este año como el “año de Lleras”, para realzar el significado histórico del gran colombiano en las diversas facetas de que es tan rica su existencia: en la democracia, en el ejercicio del poder, en el manejo de la palabra, en el empleo de la inteligencia.

Pocos compatriotas registran el cúmulo de realizaciones alcanzadas por Lleras en más de 50 años de ejercicio político durante el siglo pasado. Morales Benítez fue dos veces ministro en la segunda administración de Lleras (del Trabajo y de Agricultura), y además secretario suyo cuando el caudillo asumió, casi en la clandestinidad (tras renunciar a la rectoría de la Universidad de los Andes), la jefatura del movimiento que derrocó al general Rojas Pinilla.

La austeridad y la modestia fueron virtudes sobresalientes que enmarcaron la vida de Lleras, tanto en el desempeño público como en su vida privada. Bajo esa norma severa, huía de toda pompa que significara la relevancia de su nombre. En el campo editorial, no fueron muchos los libros que publicó, y siempre fue esquivo a esa vanidad. Pero sus ensayos, columnas de prensa, conferencias y discursos, regidos todos por su estilo magistral, darían lugar a la formación de varios volúmenes que entidades y amigos se encargarían de editar.

En 1987, con el auspicio de la Federación Nacional de Cafeteros y la Flota Mercante Grancolombiana, fueron publicados dentro de la Biblioteca de la Presidencia de la República, en el gobierno de Virgilio Barco, cinco volúmenes de lujo que abarcan buena parte de sus escritos, bajo el título Obras selectas de Alberto Lleras. Y se recogió su propia voz en tres casetes grabados por la emisora HJCK, en los que quedan registrados, en discursos estelares, capítulos memorables de nuestro discurrir histórico.

Dentro de esta serie bibliográfica quedó incluido el primer tomo de sus memorias, titulado Mi gente, que había visto la luz una década atrás. Muy lamentable resulta que el historiador no hubiera continuado con esta obra de vasto alcance, como él se lo propuso en su planeación –y lo cumplió de manera formidable en el libro inicial, dedicado al recuerdo de sus raíces familiares–, y que tuvo que interrumpir por la decadencia de su salud en los años posteriores.

En 1992, con el patrocinio de la Universidad de Antioquia y de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín y con prólogo de Otto Morales Benítez, se editaron dos tomos con el título de El periodista Alberto Lleras, en los que se rescata una muestra significativa de su sus notas de prensa. Una vez proclamó el periodista Lleras: “Soy un laborioso trabajador de este oficio, bueno o malo, pero auténtico”.

Otra selección de su refinada prosa –una de las más castizas y galanas que se hayan dado en el país, a la vez que sobria y concisa– la realizó la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, dirigida por Eduardo Caballero Calderón, en el libro Sus mejores páginas, escogidas por Alberto Zalamea. En fin, la obra del escritor es un lujo para muchas bibliotecas particulares. (Yo me enorgullezco de poseer los títulos antes mencionados).

Hoy cobra vigencia la figura del patriota intachable en este año que, por supuesto, debe dedicarse a revivir su memoria. Ya tendré ocasión de volver sobre la personalidad del ilustre colombiano en los campos de la política y las letras.

El centenario de su nacimiento debe llevarnos a reflexionar sobre la democracia y la cultura contemporáneas, que a veces andan de capa caída. Al asumir Lleras la primera presidencia del Frente Nacional, en 1958, la poetisa Laura Victoria le expresaba desde Méjico: “Alberto: ahí tienes la Patria, / te la entregamos toda / con sus enormes cicatrices, / su mansedumbre de relámpagos / y la moneda de sus lágrimas”.   

El Espectador, 18 de marzo de 2006.

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Comentario:

¡100 años! Cómo pasa la vida. Lo conocí muy joven, empezando su carrera política, y lo admiré siempre, hasta el final de su meritoria existencia. Fue un político recto, desinteresado, animado por el solo deseo de servir a su Patria. ¡Y cómo lo hizo de bien! Te felicito, pues, por esta página en su honor y en honor de Otto, ese otro colombiano excepcional por su inteligencia, su erudición y su trabajo en pro de la cultura. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

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Los campos del terror

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Para escribir esta columna sobre las minas antipersonales –uno de los dramas más horripilantes de la era actual–, realicé un recorrido por el mundo a través de la internet. Y quedé abismado frente al sinfín de atrocidades que se cometen en todas las latitudes del orbe por medio de este mecanismo atroz.

En plena época de las globalizaciones, cuando los países luchan por vender sus productos en los mercados internacionales y adquirir a su turno los avances de las tecnologías foráneas, también la perversidad se ha globalizado. La maldad se exporta o se importa como un bien de consumo. La barbarie no tiene límites y cada vez se vuelve más refinada y más universal. El hombre lleva inoculado el odio desde su nacimiento.

Las empresas fabricantes de los artefactos explosivos ejecutan los métodos más novedosos para superar a la competencia y ganar mayores mercados, sin detenerse a reflexionar en los estragos que causan a la humanidad. Por encima de todo está el lucro. Y detrás del lucro, la ruindad moral de los comerciantes de desgracias.

Los 125 estados signatarios del Tratado de Ottawa (1997) llevan destruidas más de 30 millones de minas. Los grandes ausentes de este convenio son Estados Unidos, Rusia y China. Entre tanto, cada año se presentan unas 20.000 víctimas nuevas. Colombia ocupa el cuarto lugar entre los países que afrontan esta calamidad, después de Camboya, Afganistán y Angola.

Se calcula que en los arsenales del planeta existen alrededor de 230 millones de minas. Las sembradas pasan de 110 millones y están listas para explotar en 64 países. Otro dato alarmante revela que después de enterradas, se mantienen activas durante 50 años. Todo esto indica que el universo se ha convertido en un campo minado, no sólo para el presente sino también para el futuro lejano. Hoy, las minas sembradas en el país pueden pasar de 100.000.

Conforme se recrudece la ferocidad de los conflictos armados y se incrementa la ira entre los colombianos, progresa el ímpetu destructor de los grupos subversivos. Según datos del  Observatorio de Minas de la Vicepresidencia, 4.575 personas han sido víctimas de estos atentados entre 1990 y el año actual, la mayoría militares y campesinos (entre ellos, 476 niños). Alrededor del 60 por ciento de los municipios están expuestos a esta acción criminal.

Las minas antipersonales se idearon para mutilar y torturar, más que para matar. En otras palabras, para producir pánico en la población. Hasta esos extremos diabólicos ha llegado la hostilidad del hombre y la agresión de la guerra: su fin primordial es destrozar y amedrentar. Muchos mueren en la explosión, o días después a causa de las heridas, y quienes quedan vivos deben padecer brutales tormentos, tanto físicos como sicológicos.

Con estos atentados se realiza, además, grave daño social al desalojar a los pobladores de sus campos y arrebatarles los medios de subsistencia, con lo cual se merma la producción nacional y se crean situaciones de desempleo y miseria. Los predios rurales, que en otros tiempos fueron fuente de prosperidad e insignia nacional, se han convertido en campos de desolación y muerte.

Juan Passega es otra víctima inocente de este conflicto demencial. Su profesión de ingeniero civil, que ejercía en Bogotá desde años atrás, lo llevó a trabajar como jefe de interventoría de una mina de carbón a cielo abierto ubicada en el municipio de La Jagua de Ibirico (Cesar). Para cumplir su cometido, tuvo que resignarse a visitar a su esposa e hijos sólo por temporadas. Sacrificio enorme, motivado por la oportunidad laboral y por el deseo de prestarle un servicio a la patria en aquella lejana y riesgosa geografía.

Allí sufrió la pérdida del pie izquierdo al pisar una mina. El horror causado por este infortunio no sólo le obnubiló la mente y le conmocionó el espíritu, sino que hoy, en la lenta recuperación, lucha por recobrar el equilibrio emocional y superar la lesión física. Gracias a la valentía de los soldados que acudieron a sacarlo del lugar del accidente junto con otros de sus compañeros de trabajo, lo mismo que a los primeros auxilios recibidos en Valledupar y a los servicios que le presta el Hospital Militar, su caso, por terrible que sea, resulta milagroso. Y por fortuna, remediable.

Como amigo suyo personal, he seguido de cerca –y lo he sentido en lo más hondo del alma– este doloroso episodio de la guerra fratricida que tiene azotada la paz de los colombianos. Estos crímenes de lesa humanidad reclaman una vigorosa acción de todos los países.

“Mi caso –dice Juan Passega– puede ser el primero dentro de la población no campesina y le puede ocurrir a cualquier persona que por el simple hecho de hacer un paseo a cualquier lugar fuera de la ciudad caiga en un campo minado. Todos los colombianos estamos expuestos y no queremos abrir los ojos ante esta realidad”.

El Espectador, Bogotá, 13 de marzo de 2006.
Revista La Píldora, julio-agosto de 2006, Cali.

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Te agradezco en el alma tus palabras dedicadas a mi caso y el de muchas otras personas. Espero que con esto podamos comenzar a cerrarle las puertas a este mal que tenemos en nuestro país y en el mundo. Juan Passega Avalos, Bogotá.

Te felicito por el artículo y por resaltar el valor y la entereza de nuestro amigo Juan. Jorge Orozco, director de Marketing y Comunicaciones, Synapsis Colombia, Bogotá.

El artículo Campos del terror me abrió la mente a otras realidades que no tenía en perspectiva. Adicional a ser un artículo profundo fue realmente conmovedor. John Ramírez, Bogotá.

Qué buen artículo. Todavía queda mucho por escribir y muchos por recordar. Carlos Eduardo Astrálaga Pertuz, Codensa, Bogotá.

El hombre está empeñado en “convertir la tierra en una lágrima”, al decir de Robledo Ortiz en su Plegaria a San Francisco de Asís. Y tu artículo así lo comprueba. Son estadísticas alucinantes, que roban la tranquilidad y la realidad dolorosísimas que vivimos a diario. Por eso odio la guerra y la violencia, venga de donde viniere, y soy apasionada defensora del perdón, del diálogo, de la búsqueda de caminos de reconciliación. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

Lo grave de este problema está esbozado en la última parte de su artículo: no le importa a nadie mientras no sea una víctima, y la mayoría de las víctimas son colombianos anónimos, pobres, ignorantes, explotados por los gamonales y electoreros de turno. Gracias al aprecio por su amigo en desgracia está hoy usted investigando y tratando de hacer algo, pero habrá muchos que no sentirán de cerca la explosión de una mina y seguirán ciegos y sordos ante esta tragedia. Martha Cecilia Sánchez Perdomo (correo a El Espectador).

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Periodista de alta fidelidad

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Conservo una foto memorable donde varios amigos compartíamos con Arturo Abella el vino ofrecido dentro de la realización de un acto académico. Ahora, al conocer la muerte del ilustre historiador y periodista, busqué mi álbum de recuerdos para repasar aquel momento grato, que no creía tan remoto. Sin embargo, habían corrido 18 años.

Con esta mención, quiero hacer notar el paso veloz del tiempo y el declive inexorable de la vida. Arturo Abella, en aquel entonces de 72 años, aparece en el registro fotográfico lleno de vitalidad y exhibiendo su exquisito don de gentes. Siempre se distinguió como el perfecto caballero, obsequioso con las damas y dueño de trato amable con todo el mundo. Era el auténtico “cachaco”, de porte sereno y reposado y sonrisa espontánea, que exhibía el sello aristocrático de los caballeros de antaño.

De aquella estampa vital, frente al estado de postración física de sus últimos días, permanecía el ser superior que soportaba en silencio, lleno de dignidad y fortaleza, la amputación de una pierna y sentía en su soledad las ráfagas del abandono y el olvido. Del brillante comentarista de los años 60 y 70, pionero de los noticieros de televisión y que marcó una época en el periodismo político del país, poco quedaba. Pero lo sostenía la fe. En medio de los avatares de su destino cruel, nunca perdió el humor ni dejó de sonreír.

El senador Enrique Gómez Hurtado, uno de sus amigos más preciados, que lo visitaba con frecuencia y con él discutía los sucesos nacionales, dice que siempre salía fortalecido al encontrarlo eufórico, dotado de mente reflexiva y rebosante de chispa, como en sus mejores días. En el año 2001, amputada la pierna para salvarle la vida, llamó por teléfono a su hija María Mercedes y le dijo: “Perdí una pierna pero no la cabeza”.

A finales de los 60, Arturo Abella  adquirió gran popularidad con el famoso Telediario 7 en punto, espacio que manejó durante ocho años en compañía de Juan Álvaro Castellanos y las Teresitas (apelativo cariñoso asignado a las simpáticas damas): Teresa Macía y María Teresa del Castillo. El periodista creó una frase ingeniosa para dar las chivas que había obtenido de los personajes del gobierno o la política: “Una fuente de alta fidelidad contó…”

Telediario se convirtió en termómetro de la vida colombiana. El televidente no sólo quedaba bien enterado de los últimos sucesos, sino que recibía recta orientación gracias a los ponderados editoriales con que el director expresaba sus puntos de vista y glosaba el acontecer nacional. Riguroso con las noticias, recomendaba a sus colaboradores no dejarse manejar por el afán ni por los rumores, e investigar, en cambio, la veracidad y el color de los hechos.

En otras palabras, les decía que no debían “tragar entero”, sino digerir los detalles y presentar el caso con objetividad y en buen castellano. El equilibrio, información y seriedad, ejes donde reposaba su fuerza profesional, le crearon una atmósfera de respeto y confianza. “El periodismo hay que ejercerlo –dijo una vez– con guantes de seda y oído de violinista”.

Elegido miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, se convirtió en uno de los pregoneros más conspicuos del bien decir. No sólo enriquecía sus propios conocimientos mediante lecturas selectas, sino que era una cátedra erudita y amena: en la televisión dirigió el programa Diga… y no diga, donde corregía yerros gramaticales e irradiaba sabias lecciones.

Su bagaje intelectual provenía de sus estudios de filosofía y letras en la Universidad Javeriana. Editó 11 libros, la mayoría de historia, entre ellos, El florero de Llorente, Don Dinero en la Independencia, Melo, Biografía de Núñez, Así fue el 9 de abril. Fue columnista de El Siglo, El Colombiano, El Tiempo y El Nuevo Siglo (periódico donde escribió hasta última hora), así como de diversas revistas.

Al preguntársele cómo quería que lo recordaran: como periodista, historiador o filólogo, no dudó en responder: “¡Como periodista!, que ha sido mi gran pasión”. Y vaticinó que moriría siendo periodista. Ya deteriorada su salud en forma severa, su hijo Andrés lo ayudó a sacar en limpio sus dos últimos artículos para el Nuevo Siglo, que él le dictaba. De este modo, se repetía la misma historia de Teófilo Gautier, que en sus días postreros, carente de fuerzas para seguir escribiendo, se empeñaba en hacerlo; cuando no podía escribir, dictaba. Y murió con la pluma en los dedos.

La referencia que hacía el periodista sobre sus fuentes de alta fidelidad, es aplicable a su propia vida. La lealtad fue norma inquebrantable de su espíritu: primero, con sus principios y creencias; luego, con sus amigos, y en tercer lugar, con la política, campo en que mantuvo estrecha amistad con Laureano Gómez y su familia. Nunca fue sectario. Su mente abierta no le permitía serlo.

Todas las lealtades ocuparon sitio eminente en el carácter de Arturo Abella. Pero el periodismo fue su más alta fidelidad.

El Espectador, Bogotá, 25 de febrero de 2006.

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Comentarios:

Retrato fidelísimo de Arturo Abella, inolvidable periodista del buen decir, a cuya memoria dedicas uno de tus mejores artículos, que lo retrata psicológica y físicamente con gran maestría. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

 Como estudiante de periodismo aquí en La Sabana es de suma importancia conocer el legado del señor Abella como periodista. Siempre escuché de los abuelos de los insuperables momentos de “7 en punto” en los 60 y 70, y ahora me encargo de su conocimiento por medio de sus libros y escritos. Trabajo para el periódico de la facultad y compuse una pequeña nota necrológica a propósito de su muerte, presenciando su inhumación el pasado 20 de febrero en el Cementerio Central. Para mi tristeza fui el único medio presente allí y noté también la ausencia de sus “amigos” de la política con los cuales siempre se codeó. Carlos A. García R., Sala de Redacción del periódico Indirecto, Universidad de La Sabana, Bogotá.

Lo felicito por la columna en El Espectador sobre ese gran hombre y periodista don Arturo Abella. Es un homenaje póstumo para ese gran señor de las letras y del buen castellano. Tuve el honor de conocer a don Arturo Abella y fue para mí piedra fundamental para encarrilarme en el periodismo. José Linares Suárez, Miami.

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