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Archivo para jueves, 22 de julio de 2010

Laura Victoria, dos años después

jueves, 22 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una importante revista me llamó en estos días, como biógrafo de Laura Victoria, para preguntarme algunos datos sobre ella. Y me informó que pensaba destacarla en próxima edición como pionera de la poesía erótica en el país. Este hecho coincide con los dos años de su muerte en Ciudad de Méjico, ocurrida el 15 de mayo de 2004, cuando le faltaban seis meses para cumplir el centenario de vida.

Me llamó la atención que dicha revista se ocupara de registrar el mérito de Laura Victoria, cuando su nombre ha sido olvidado por los nuevos tiempos, sin duda como consecuencia de su larga ausencia del país (65 años), a partir de 1939, cuando se radicó en Méjico por asuntos familiares. Allí se quedó por el resto de su vida.

En las décadas del veinte y el treinta fue nuestra poetisa más importante. Conquistó clamorosos éxitos en los escenarios internacionales y su obra mereció los mejores elogios de reconocidos personajes de las letras. En 1960 fue publicado en España, por la editorial Montaner y Simón, de Barcelona, quizá su libro más importante: Cuando florece el llanto, prologado por José María Valverde, una de las figuras más valiosas de la literatura española. En este libro se acentúa el dolor sentido por la lejanía de la patria y se estremece la vena amorosa, que hace de los poemas de la colombiana verdaderas joyas del lirismo sentimental.

“Ciertamente –dice Valverde–, aparece aquí el perenne tema inmediato de la mujer: el grito por la ausencia del amado. Pero, por ser de mujer, esta voz lleva detrás una conexión inmediata, poderosa, con la Naturaleza, que le confiere su legitimidad (…) Gabriela Mistral ha hecho inolvidables ‘Cantos a América’; su amiga Laura Victoria da voz a este sentir en una intimidad más íntima: canta a Colombia desde su ausencia de Méjico, que le da esa ‘distancia creadora’, posibilitadora de la palabra poética, según dijo Antonio Machado”.

Cuando Laura Victoria murió hace dos años, fueron pocos los que la recordaron. Algunas noticias aisladas registraron el hecho. El Tiempo, que antaño fue su casa editora, donde publicó sus maravillosos poemas iniciales que la llevaron a la celebridad (recogidos en sus dos primeras obras, Llamas azules y Cráter sellado), ha debido brindarle una página especial con motivo del deceso. Apenas apareció en el diario una breve, aunque enaltecedora nota, de autoría personal de Enrique Santos Molano.

Por eso me sorprende, con gran regocijo, que dicha revista me haya llamado para anunciarme el homenaje que piensa rendir a la pionera de la poesía erótica. Esta  manifestación se suma a otras que he recibido en torno a mi libro Laura Victoria, sensual y mística, publicado poco tiempo antes de su muerte, y que se convirtió en puente de solidaridad hacia la ilustre escritora olvidada.

Una de esas expresiones, emotiva y definidora, que deseo transcribir como justo tributo al nombre de Lara Victoria en el segundo aniversario de su muerte, está contenida en reciente carta que me remite Gloria Inés Palomino Londoño, directora de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Dice así:

“Pocos biógrafos restituyen con tanta vida, tanta sensibilidad, a una mujer difícil de reducir a un texto. De estar tan presente en su memoria, en la investigación extensa de su contexto histórico, social, geográfico –en el norte de Boyacá, Bucaramanga, Méjico–, de su familia, sus afectos, del tránsito intelectual de su pensamiento, nos llega como un ser humano valiente, sincero, confiable, frágil. La admiramos, la queremos y para siempre. Gracias a su libro la tendremos cerca como la amiga que añoramos no haber conocido.

“Laura Victoria y Jorge Eliécer Gaitán, ‘erudito en arte y literatura’: un encuentro conmovedor porque percibimos aspectos distintos a los que creemos conocer. Aparece Fidel Castro y la ayuda encubierta de la poetisa, además periodista, para que los cubanos no sean expulsados del barco que salía de Méjico para la isla. Barba-Jacob también está protegido por ella en sus momentos de enfermedad y necesidades. Hacer el bien, sin publicidad: la verdadera generosidad. Tuvo una vida de muchas riquezas, de altibajos, y sabiamente una adaptación al paso del tiempo y el logro de una búsqueda interior. Tal vez la paz”.

El Espectador, Bogotá, 15 de mayo de 2006.

 * * *

 Comentarios:

En cuanto a tu comentario sobre el olvido de El Tiempo con Laura Victoria, no es de extrañar que eso suceda en un periódico que se comercializó al extremo. Lo de los domingos en manos de Roberto Posada es voluminoso y trae mucho que leer, pero nunca de la calidad de las épocas de Eduardo Mendoza Varela y otros de su estirpe. Para mí, por ejemplo, cambiar el suplemento literario por ese petardo de New York Times es una lobería. “Costumbres tan distintas y edades diferentes”, como dijo Luis Carlos González. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Nos pareció excelente la columna sobre Laura Victoria, la cual retransmitimos para su divulgación con los parientes de Estados Unidos. Pensamos que su quijotesca pero grata y noble labor se sigue viendo recompensada. Liderar un motivo, ideal u obra como la liderada durante tantos años, tiene satisfacciones íntimas que orgullosamente sentimos y compartimos. Jorge Alberto Páez Escobar, Rebeca, familia.

 

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Los restos de Camilo

jueves, 22 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El 15 de febrero de 1966, en Patiocemento, sitio rural de El Carmen de Chucurí, moría el sacerdote Camilo Torres Restrepo en combate con tropas de la Quinta Brigada de Bucaramanga, dirigida por el entonces coronel Álvaro Valencia Tovar. Cuarenta años después, cuando el país volvió a recordar aquel suceso trágico, surgió de nuevo la inquietud por saber dónde están sepultados los restos de Camilo.

Esa pregunta ha sido formulada muchas veces a través de los años, y la falta de precisión sobre tal hecho ha dado lugar a la incertidumbre. En columna de El Espectador del 7 de febrero, anotaba yo lo siguiente: “Fue enterrado en el monte y en sitio secreto que nadie ha revelado. Sospechaban que la llegada de los restos a Bogotá provocaría alborotos públicos, y por eso escondieron el cadáver. ¿Por qué no han exhumado sus huesos para darles cristiana sepultura?”.

Días después, el 26 de febrero, Ramiro Bejarano escribía lo siguiente en el mismo periódico: “¿Dónde está enterrado Camilo Torres? Se sabe que el general Valencia Tovar guarda el secreto sobre la tumba del cura guerrillero, desde hace 40 años, cuando comandaba las tropas en Bucaramanga. ¿No tenemos derecho los colombianos a saberlo, o será privilegio de un oficial retirado? ¿Hasta cuándo será considerado peligroso el inmortal Camilo?”.

Un año atrás, el 20 de febrero de 2005, el también columnista de El Espectador Alfredo Molano manifestaba: “Su cuerpo fue enterrado en secreto por un acuerdo entre Fernando Torres, médico que vivía en E.U., y el, en ese entonces, coronel Valencia Tovar, comandante de la V Brigada con sede en Bucaramanga. Hoy, cuarenta años después del sacrificio de Camilo y habiendo entrado el Eln en acercamiento con el Gobierno, parecería oportuno y justo que Valencia Tovar optara por revelar el lugar donde fue enterrado el cura”.

En respuesta a mi artículo arriba citado, el general Valencia Tovar me hizo llegar una comunicación en la que me comenta que en su libro El final de Camilo suministra todos los pormenores sobre esos acontecimientos. Por lo tanto, era preciso que yo consiguiera el libro para conocer la verdad. La obra fue tres veces editada por Tercer Mundo en 1976 (diez años después del fallecimiento y treinta años antes de la fecha actual) y hoy no se encuentra en librerías. La localicé en la Biblioteca Luis Ángel Arango y la  leí con mucha atención e interés.

El final de Camilo, libro bien documentado, describe los hechos con precisión y altura, aclarando algunos equívocos que se presentaron en torno a la actuación de Valencia Tovar frente a la muerte de Camilo. La primera imputación que cayó sobre el militar, dada su pericia en el combate contraguerrillero (demostrada en las operaciones del Vichada), fue la de que el Ejército lo había escogido para la Brigada de Santander con el fin preciso de eliminar a Camilo. El alto oficial, hoy destacado historiador y periodista, desvirtúa de manera fehaciente, apoyado en documentos y en hechos incontrovertibles, la sinrazón de aquellos ataques, lanzados contra él desde la prensa sensacionalista y algunos sectores apasionados para hacerlo aparecer como el asesino de Camilo.

Camilo y Valencia Tovar eran amigos personales y hablaban con frecuencia sobre los problemas sociales del país. El coronel nunca llegó a suponer que Camilo, por quien sentía sincero aprecio, terminara vinculado a la subversión y levantado en armas contra el orden legal. “Me dolió la muerte de un amigo y de un hombre generoso que quiso luchar por la redención de su pueblo”, confiesa el militar.

La primera noticia que tuvo sobre la incorporación de Camilo a la guerrilla de Santander ocurrió a raíz de la emboscada del Eln contra el Ejército, cuando las balas oficiales abatieron al sacerdote. En la refriega cayeron muertos cinco subversivos y cuatro soldados. Y vinieron las especulaciones, que en ocasiones tomaban vuelo como hechos ciertos: que el coronel había tendido la celada contra el cura guerrillero; que éste había sido asesinado por las tropas; que su cadáver había sido profanado; que el comandante de la Brigada se había negado a entregar el cadáver a la familia.

El Gobierno dispuso como medida prudente la de sepultar su cuerpo en el área de combate a fin de evitar alteraciones del orden público. Más tarde recibió sepultura en un sitio de clara y permanente identificación, y un oficial del Ejército se encargó de levantar el croquis riguroso que permitiera la exhumación en el momento que se creyera conveniente, para devolver los despojos a la familia. Sobre tales actuaciones y propósitos el médico Fernando Torres Restrepo, residente en Estados Unidos y hermano mayor del sacerdote, poseía completa información y apoyaba los planes a través de cartas cruzadas con Valencia Tovar y de otros contactos con el Gobierno.

En noble misiva enviada desde Minneápolis, Fernando le decía al coronel Valencia: “(…) el deber de sus verdaderos amigos es impedir que su imagen y la imagen de su muerte y su cadáver sean objeto de demostraciones vulgares y estentóreas (…) Es una baja más en una lucha eterna, pero es una baja por la cual no se puede inculpar a ninguna persona ni a ninguna institución”. Estas palabras coinciden con las siguientes, expresadas por Valencia Tovar en su libro: “Camilo personificó las ansias, la esperanza, la rebeldía, la inconformidad de los desposeídos (…) Tomó voluntariamente un rumbo de violencia, y si en ella pereció lo hizo a conciencia de lo que ello implicaba”.

En 1969, previos los trámites de rigor y contando con la presencia de un experto médico anatomista extraño a la Brigada, Valencia Tovar dispuso la exhumación del cadáver y su traslado a una urna funeraria, que fue llevada a un cementerio católico donde se celebraron los oficios religiosos.

En junio de 1971, ya como director de la Escuela Superior de Cadetes (época en que fue objeto de grave atentado del Eln en una calle bogotana, como represalia por el presunto asesinato de Camilo, atentado del que logró sobrevivir), el oficial obtuvo autorización del Presidente de la República y del Comandante General del Ejército para hablar con Fernando Torres y devolver los restos a la familia (“dentro del mismo espíritu de discreción y reserva que había gobernando el manejo de este caso”, anota en su libro).

El viaje de Fernando a Colombia, anunciado por él para realizar el acto fúnebre, no pudo ejecutarse en aquellos días. Más tarde éste se encontró con Valencia Tovar en el aeropuerto de Washington y allí tuvieron amplio y cordial diálogo. Y meses después, ambos se reunieron en Bogotá en compañía de sus esposas. Valencia Tovar, refiriéndose a mi reciente columna de prensa, me precisa sobre este aspecto: “En cuanto al sitio donde finalmente hallaron reposo los restos del sacerdote guerrillero, la única persona que puede revelarlo es su hermano Fernando, a quien le di la correspondiente información”.

Fernando Torres, que según entiendo continúa residiendo en Estados Unidos, tiene hoy 81 años de edad (nació en París en 1925). Como puede inferirse, ha preferido guardar, por motivos que se ignoran y al mismo tiempo hay que respetar, el secreto sobre el sitio católico donde reposan los restos de su hermano. De todas maneras, el cadáver de Camilo  no quedó abandonado en la selva, como muchos colombianos suponíamos.

El final de Camilo, libro revelador de estos sucesos históricos, escrito hace 30 años, merece reeditarse para que la época actual conozca esta historia dolorosa y digna, que le da mayor dimensión al mito de Camilo. Dicho libro representa un testimonio equilibrado, categórico, creíble y sincero, y por otra parte está movido por hondo sentimiento patriótico y humano, al igual que la novela Uisheda (1978), fruto de las experiencias del militar en las operaciones del Llano.

En cuanto a la muerte violenta de su amigo, dice el historiador Valencia Tovar: “Acompaño a Juan Gomis en sus palabras: ‘Quede Camilo Torres en el juicio amoroso y comprensivo de Dios: ¿dónde mejor? Dios sí sabe leer en una vida, dentro de un hombre».

El Espectador, Bogotá, 8 de mayo de 2006.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 11, junio de 2006.

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Comentarios:

Su juicio sobre mi obra está entre los mejores que yo haya conocido. Supo usted captar admirablemente lo esencial resumible en mi actuación al mando de la Quinta Brigada y despejar las intenciones equívocas y absurdas que se dieron y que usted clarifica con serenidad encomiable. Incorporaré su excelente artículo al ya voluminoso archivo que conservo sobre el tema de Camilo y su amargo final que yo quise dignificar. Álvaro Valencia Tovar, Bogotá.

En mi opinión no hay mejor muestra de amor que aquella de una persona que da todo, hasta la vida misma, por aquellos ideales de liberación y deseos de un mundo mejor. Nosotros los jóvenes, al conocer la historia, emprenderemos verdaderas luchas desde la academia, que de seguro terminarán creando conciencia para por fin construir la sociedad que nos merecemos. Alberto Castro.

Le agradezco al escritor de este artículo por la noticia de confirmar que el sacerdote católico Camilo Torres Restrepo fue sepultado en un cementerio católico y no en la intemperie. Martín González.

Pueda ser que los colombianos podamos hacer algún día a este personaje un monumento recordatorio donde reposen sus restos. Y a él no se le puede juzgar con los criterios de 2006. Fue una persona que amaba a la gente más desvalida de este país. Aunque yo no comparta el camino final que escogió, hay que tener en cuenta la fuerte presión que sobre él ejercían las fuerzas del gobierno. Jorge Restrepo A.

Yo no entiendo la admiración que se le da a una persona que cometió tantos crímenes y menos aún entiendo cómo una persona que supuestamente se dedicó a Dios haga todo lo contrario de lo que Cristo predicaba. Jorge I. Gómez.

La diferencia entre estar sepultado religiosamente o no es que hay que tener platica, y si el difunto atentó contra el orden establecido, hay que sepultarlo con una cruz NN. Asu Sasi.

Camilo le pertenece al pueblo colombiano y este pueblo debe reclamar su cuerpo para glorificar su inmaculada memoria. Si el pueblo no es capaz de arrebatar el cadáver de su más grande héroe a la oligarquía, es el síntoma más grave de su postración ante el opresor que lo domina. Viva Camilo.

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Homenaje póstumo a Riosucio

jueves, 22 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Don Rafael Vinasco Trejos solía comentarme, con vivo entusiasmo y discreta vanidad, el plan que desde años atrás adelantaba sobre una historia de Riosucio (Caldas), su pueblo nativo. De su coterráneo y maestro Otto Morales Benítez, de quien durante largos años fue cercano colaborador, había aprendido que la microhistoria es el nervio de la historia. Esto lo movía a reconstruir hechos menudos que dibujaban el alma del terruño.

Dados nuestros nexos de amistad, quiso don Rafael que yo conociera varios de esos capítulos, recogidos al paso de los días con el poder de su memoria prodigiosa, los que me remitía en entregas calculadas para que fuera aspirando el aire pueblerino de su comarca, y de paso le expresara mi opinión sobre su escritura meticulosa.

Dichos escritos me enteraban sobre diversos sucesos locales (como la llegada del primer automóvil al pueblo, o el cenadero de doña Temilda, o el sortilegio de la pólvora, o la semblanza de algunos personajes típicos), con esta particularidad: la de ser evocados no en los sistemas de la enredada tecnología actual, por los que sentía terror invencible, sino en su elemental maquinilla de largas travesías, que pulsaba con desenvoltura y placer.

Yo, por supuesto, lo animaba para que editara cuanto antes la obra tantas veces anunciada, de valor manifiesto, y él me decía que aún le faltaba algo por decir. La razón que aducía –y de ahí nunca salió– era la de que en ese momento escribía el último capítulo y que pronto, en cuestión de días (que podían volverse años), concluiría su tarea. En nuestro próximo encuentro, tres o cuatro meses después, volvía a repetirme lo mismo.

De pronto me acordé de que no había vuelto a saber nada de don Rafael ni de su  programa interminable. (A veces las personas y sus ideales se nos esfuman sin darnos cuenta). Y me comuniqué con el teléfono de su casa, ansioso por conocer sus últimos progresos. Al otro lado de la línea, una voz femenina se mostró confusa con mi llamada, y yo alcancé a distinguir su sorpresa.

“¿Pregunta usted por Rafael?”, oí que exclamaba Sylvia, su esposa. Sollozó, y me contó que su marido cumplía, ese día exacto, dos años de muerto. ¡Por Dios! ¿Cómo era posible que nadie me hubiera contado su deceso? En medio de semejante aprieto, no pude evitar el preguntarle por las páginas escritas con tanto fervor y entusiasmo (después sabría que se trataba de cuatro libros sobre Riosucio), y recibí de ella esta respuesta tan común en el mundo de los escritores: la obra se encontraba inédita, y las gestiones para conseguir editor no resultaban favorables.

El autor se había ido del mundo sin haberle entregado a su patria chica el trabajo que consintió, pulió y repulió (con exceso de perfeccionismo) durante largos años. Cada línea que trazó reconstruyendo la historia regional, la gozó al máximo, al ponerlo en sintonía con el alma de su pueblo. Ese era su tesoro espiritual, y para él la edición tenía importancia secundaria.

Hace poco llegó a mis manos un precioso libro de 368 páginas, publicado en L. Vieco e Hijas Ltda., de Medellín, con prólogo de Otto Morales Benítez (excelente enfoque sobre el autor y su obra, lo mismo que sobre el espíritu de la población) y con el siguiente título: Apuntes sobre Riosucio.

Ante la falta de editor, fue la propia viuda quien con sus ahorros costeó la primera parte del trabajo impreso, y así lo hace constar en la dedicatoria del libro: “He querido hacer esta publicación como un sencillo homenaje a la memoria de Rafael. Sylvia Bonilla de Vinasco”.

Esta crónica, que en aras de la brevedad no entra a detallar el valioso material histórico de la obra, resalta en cambio la noticia grata sobre el entrañable homenaje ofrendado a Riosucio por uno de sus hijos preclaros, homenaje que se convierte, a la vez, en tributo a la memoria del propio escritor.

El Espectador, Bogotá, 20 de junio de 2006.

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