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Una silla histórica

lunes, 11 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Hermógenes Maza, convertido ya en el vencedor de Tenerife tras dra­máticos actos de arrojo y desenfreno, no sació nunca la sed de venganza y tropelía que desde lo más recóndito de su ser había jurado hacer implacable, en las noches atroces de su cautiverio en Caracas. El apetito de sangre, de re­friega, solo terminaría al apagarse su vida. Los estudiosos se detienen en ciertos rasgos o circunstancias para hallar la explicación del carácter de las personas. No hay duda de que los vejá­menes que sufrió el  héroe en la prisión le dejaron cicatrices incurables.

El mayor desborde de odio parece centrarse en los sucesos que siguieron a la toma de Tenerife. Rondando por las aguas del Magdalena, en inmedia­ciones de Mompós, penetró a un con­vento que se hallaba abandonado y halló una silla, perteneciente a la abadesa de hermanas carmelitas que allí habitaban. El mueble, hasta entonces asiento de reflexión y con­sejo, iba a convertirse en el trono de la furia.

Lo hizo transportar al borde del río y se po­sesionó de él para ejercer su «justicia», la justicia que llevaba quemándole el corazón y que descargaría, con el ímpetu de Diomedes, sobre las cabezas de los cautivos. Estos fueron desfilan­do a empellones y en su presencia de­bían pronunciar bien la palabra Fran­cisco, bien Zaragoza, para determinar si eran españoles o americanos. Si la pronunciación de la ce o la zeta era española, el prisionero era condenado a muerte. ¡Vere­dicto impresionante éste en que el solo acento, imposible de modificar ni aun en momentos de serenidad ante el mie­do, determina la salvación o el sinies­tro!

Los verdugos, armados de machetes, daban el golpe de gracia antes de lanzar el cuerpo al río. Las aguas del Magdalena se tiñeron de san­gre por largas horas, hasta que el encono del patriota pareció aplacarse al pasar ante la silla de la muerte el último de los enemigos.

Se habían invertido los papeles. Años atrás, en la mazmorra de Caracas, se le había sometido a horribles tor­turas, y varias veces había sido con­denado a muerte. Su cautiverio fue una muerte lenta. Pero cuando logró evadirse, convirtió su ex­periencia en el filo inexorable de la muerte reprimida que le infligieron a diario. Maza pasó a ser verdugo, por caprichos del destino. No perdonó, co­mo no lo perdonaron a él. La saña del enemigo se mostró incontenible y solo la audacia e intrepidez del militar lo llevaron a saltar las tapias de la cárcel, en inmediaciones de su ejecución.

Los biógrafos se adentran en in­finidad de detalles para explorar el pa­sado que suele llegar en fragmentos o en mensajes, coherentes unos y los más confusos, de los que arranca la his­toria. La imaginación une en ocasiones vacíos irremediables, pero de todas maneras el estudio salva grandes eslabones que son los que integran el alma de la noticia. Se recogen, otras veces, elementos físicos que custodian los museos como pertrechos de la gran­deza. Los sables, los cañones de nuestra libertad han sobrevivido a muchos naufragios. Las botas y los uniformes militares que nos dieron lustre, han re­sistido la embestida de los años.

La silla que inspiró aquel grito de venganza, de furor e in­dependencia, fue carcomida por el tiempo Puede pensarse que tras el sangriento castigo se lanzó a la tur­bulencia de las aguas, manchada como había quedado por la sangre insurgente. Alguien ha debido sal­varla para la posteridad. Su significado, su elocuencia, son relevantes en la per­sonalidad del héroe de Tenerife. El arrebato se acrecentó y engrandeció ante ella. En aquel instante surgió la fiereza del hombre aguerrido, del héroe humillado. En esa explosión de ira y vehemencia quedó plasmado el carácter del general Maza.

Los héroes nos pertenecen con sus atributos y debilidades, sus glorias y fracasos. Esa silla, que dibuja un acto de ímpetu, tiene mucho de historia patria.

La Patria, Manizales, 8-XI-1972.
Prensa Cultural Nueva, Ibagué, noviembre de 1993.

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