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El alcalde mordelón

miércoles, 27 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El mordisco que el alcalde de Carta­gena acaba de propinarle a un turista exaltado, médico para colmo del do­lor, con lesiones en su indefensa oreja izquierda, no es un mordisco cualquie­ra. Si usted camina tranquilamente por la calle y siente, en el momento menos pensado, los colmillos del perro vagabundo, al que sin darse cuenta le había pisado la cola, clavados en el muslo o en la nalga (y quiera Dios que no en lugares limítrofes más sensibles), el ca­so pasará inadvertido y no revestirá ninguna importancia, por más impor­tante que usted sea.

Pero si la morde­dura proviene de dientes tan finos co­mo los del señor alcalde, el hecho, a más de pintoresco y por más desgarra­dor que resulte, despertará el interés que suscitan los actos oficiales, y es po­sible que su adolorido apéndice se con­vierta, como en las fiestas bravas, en emblema de triunfo.

Recordemos, para corroborar la trascendencia de ciertos incidentes exóticos, el arrebato de Nikita Kruschef que movió la atención del mundo, y no armado de bombas atómicas, como era su distracción y continúa siendo la de sus sucesores, si­no con su bota como medio para hacerse escuchar. Es el único hombre que ha sido capaz de ta­conear tan fuerte, tan enérgico, que el mundo entero se eri­zó. Aquella bota, de por sí un elemento insignificante, pasó a las pá­ginas de la historia solo por haberla agitado el bravo Nikita en ademán tan inesperado como grandilocuente.

Laureano Gómez, otro bravo de la historia, cobró una discordia a paraguazos en pleno centro de Bogotá. Aunque no causó daños físicos, nunca un paraguas había sido tan aplastante ni desmoralizador.

Lleras Restrepo, genio igualmente volcánico –y los volcanes son sober­bios–, aplastó una revolución con su reloj de pulso, al manifestar a los colombia­nos, en escalofriante escena de firme­za, que la ley marcial que se impon­dría en una hora no quería gente en las calles. Los hogares quedaron com­pletos en contados minutos, pues se comprendió que el desacato a la advertencia presidencial podría de­jarlos incompletos.

Pero no confundamos las arremeti­das que tienen un fondo oculto de grandeza, con lo que en otro terreno puede ser un simple deseo de hacerse notar. La separación de Liz Taylor de su bohemio Richard, sus posteriores coqueteos y su dulce reconciliación, como si nada hubiera sucedido, hacen pensar en un aparato publicitario, tan útil para las personas que comienzan a oxidarse.

Los políticos se desgastan más que las luminarias del cine. Y también los alcaldes. Si esto, de pronto, le ha suce­dido al burgomaestre cartagenero, claro está que un mordisco bien dado puede restablecer su popularidad. Su fogosidad ha creado suspenso, expectativa y hasta cierto entusiasmo para algunos que no quieren que sus alcaldes se pas­men y desean, por el contrario, que salgan de inconvenientes marasmos, así sea a empellones o a mordiscos.

Falta saber si la «legítima defensa» que llama el alcalde de marras a su ac­ción extraoficial con el galeno bogota­no es un toque publicitario o un arre­bato de mal genio. La discusión entre varios amigos está dividida. Unos ha­blan de canibalismo; otros de desenfre­no tropical; y otros de un acto de au­toridad. Pero todos coincidimos en que el precedente no es bueno, porque puede ser prendedizo.

Ayer estuve metiendo el hocico en las finanzas municipales de Armenia, en amable tertulia con su alcalde, mi caro amigo, bajo la sombra hospitalaria de una casa de campo. Al llegar a cierto punto de cor­dial controversia, la ficción  me hizo verle los colmillos demasia­do afilados. Desde entonces preferí ponerme de acuerdo en todos los plan­teamientos y pensar, más bien, en el paraguazo de Laureano, pues por for­tuna mi dilecto amigo no usa tal arte­facto.

La Patria, Manizales, 11-I-1974.

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