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Archivo para martes, 1 de noviembre de 2011

Vocación de héroe

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No de ahora sino de siempre general Manuel Jaime Guerrero Paz ha sido hombre de temple. No lo asustan las responsabilidades, no lo arredra el peligro. Quienes lo conocieron como cadete de la Escuela Militar recuerdan que desde entonces mostraba condiciones de mando. Era categórico en sus decisiones y firme en su carácter.

Con tales virtudes, unidas a su espíritu caballeroso y su formación intelectual, sobresalió en todas las posiciones y en todos los momentos a donde lo llevó su destino de guerrero -en este caso acorde con su destino–, hasta coronar, como acaba de suceder entre honores y merecimientos, la más alta cumbre de la cúpula militar.

Guerrero de la paz. Aquí se enlazan sus apellidos para definir, en extraña combinación cabalística, su vocación de héroe. Si por héroe se entiende quien se distingue por sus acc­iones extraordinarias o su grandeza de ánimo, en Guerrero Paz la calificación es exacta. Dice Amiel que el heroísmo «es el triunfo deslumbrante del alma sobre la carne, esto es, sobre el temor: temor a la pobreza, al sufrimiento, a la calumnia, a la enfermedad, al aislamiento, a la muerte».

Ahora que sobrevive a pesar de la carga de dinamita –el portentoso y al mismo tiempo monstruoso invento que Alfredo Nobel aportó para el avance de la humanidad–, dinamita con la que los socios de las sombras pretendieron aniquilarlo, sale triunfal de la emboscada para proclamar: «No me acobardo. Aquí está mi pecho para de­fender las instituciones demo­cráticas del país».

Cuando el pavor hubiera hecho presa fácil en otro hombre de menos de­cisión y menos grandeza, en el general Guerrero, posesionado del Ministerio de Defensa apenas trece días atrás, le templa el alma para afianzar sus profundas convicciones de patriota. Y el país, estupefacto ante tanto terrorismo y tanta crueldad, respira con la actitud valerosa de quien alienta, al precio de su vida y de su tran­quilidad, la marcha adelante en conquista de la paz.

De este episodio tétrico queda otro drama de sangre. Y es que el país se nos ha convertido en un río de sangre. Río borrascoso que cobra víctimas, día y noche, a lo largo y ancho de esta patria atemorizada que todos los días amanece con el pesimismo a cuestas. Y que en el caso del reciente atentado deja tres muertos pulverizados por una onda de dinamita, que había sido montada contra el propio Ministro, o sea, contra las insti­tuciones colombianas. Los tres escoltas, hombres modestos del pueblo, pagaron con su vida sus horas de vigilia por la seguridad nacional.

Mira el país con horror y re­pudio este cuadro dantesco donde Colombia se desangra en charcos de iniquidad. Guerra sorda, sin ningún bene­ficio para nadie, que a la postre no podrá consagrar vencedores. El llanto de las viudas, de los huérfanos, de la Nación entera, ¿no conmoverá a las concien­cias desalmadas? ¿Qué se gana sacrificando a tres inocentes suboficiales, víctimas fortuitas del acto monstruoso? ¿Co­lombia se arreglará con estas injustas retaliaciones?

Reconforta el ánimo, de todas maneras, en medio de tanto dolor, que un valiente guerrero se levante sobre las cenizas de sus guardianes inmolados para hacer un acto de fe en Colom­bia. Para clamar por el imperio de la paz. Para llamar a la concordia, con pulso firme, sin amilanarse ante el peligro.

El general Guerrero Paz, una voluntad intrépida y un recio carácter, bien cara paga su vocación de héroe. Con su co­raje les está diciendo a los co­lombianos que el país no puede desintegrársenos en las manos. Hay que defender la patria, hay que amarla, hay que engran­decerla.

Pasará la hora de te­rror y un día, ya victoriosos de la insania, tendremos que hacer el inventario de los héroes para reconocer que fueron ellos los que nos devolvieron esta patria grande que ahora gime entre sollozos.

El Espectador, Bogotá, 10-XII-1988.

 

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Eliot, más allá del tiempo

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A cien años del nacimiento de Thomas Stearns Eliot –cuyo nombre literario se ha hecho famoso con la abre­viación de T.S. Eliot–, ocurridos el 26 de septiembre de 1988, hay clamor universal alrededor de esta figura relevante del mundo de las letras, famosa como poeta, ensayista y autor de teatro. Para muchos el pa­so del tiempo significa el olvido; para otros, que lo­gran derrotar la pátina del olvido, la posteridad los consagra como mitos de la inmortalidad.

Tal el caso de Eliot, cuya fama crece con los años. Su poesía no es para todos los públicos, y hay que admi­tir que pertenece más a las altas esferas intelectuales. Hay poetas populares, en el sentido de ser asimilados con amplitud por las masas, y otros, como sucede con Eliot, de más difícil penetración en el grueso público. Si se me permite, Eliot es poeta elitista, lo cual no reduce en absoluto la vastedad de su pensamiento y la resonancia de su nombre.

El ensayista y poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio, estudioso constante de Eliot, elabora perfiles valiosos sobre el carácter y la obra del autor, y además la traducción de varios de sus celebrados poemas, en libro publicado por el Centro Colombo Americano. No es fácil trasladar el arte plasmado en otro idioma. Cuando se vierte a otra lengua, han de conservarse su ritmo, emoción, filosofía y autenticidad. Traducir literalmente sería un desatino. Hacerlo con idoneidad, manteniendo la intención y penetración originales, es crear otro arte. Alvarado Tenorio sale airoso de tan delicado compromiso y nos permite, en castellano, recrearnos en un universo encantado.

Y además sabe encuadrar al personaje en su época y en sus conflictos para buscar las motivaciones e in­fluencias que determinaron su obra. Es preciso, para entender un legado cultural, efectuar la disección del personaje. Sin conocer su ambiente y mundo interior no se captará a plenitud su mensaje. La época de Eliot fue de conmoción, agitada por los choques de la guerra y las frivolidades de la sociedad inglesa. Las costumbres relajadas de su medio ambiente, para este hombre de profun­da formación humanista y filosófica, herían su sensibi­lidad y le hacían apetecer un mundo superior, que nunca encontró.

Sufrió angustiosas circunstancias económicas y sen­timentales, entre ellas el desajuste conyugal con su esposa Vivien, y esto lo mantuvo amargado y al borde del desespero. Hallando el mundo vacío y hostil, estaba desadaptado para la felicidad. Rodeado de frivolida­des y asperezas, su obra es el reflejo de su momento histórico, de su estado del alma. Es incomprensible el hecho de que el poeta, célebre ya en los medios intelectuales, pasara varios años en el estéril oficio de ban­quero, que le permitía ganarse el sustento pero a costa de su tranquilidad y de su salud.

En sus versos describe la vacuidad de la existencia e insiste en la muerte. La angustia lo ha tocado de cer­ca, y él, alma sensible, no puede ignorarla. ¿Qué se­ría del mundo sin seres superiores que nos pintaran la tragedia humana? «Eliot –dice Alvarado Tenorio en su denso ensayo– pudo resolver este conflicto apenas refu­giándose en la idea de un reencuentro con la divinidad. Su exilio voluntario, su conversión al catolicismo in­glés y su poesía muestran cómo fue un iluminado en un siglo de avaricia».

Su aguda desazón espiritual le deja al mundo una obra magistral, que vista hoy con el análisis que suscitan su inteligencia y su emotividad refinadas, nos coloca ante el crítico reformador que no consiguió, sin embargo, cambiar su propio rumbo. El eterno deseo de cambio es connatural a todos los tiempos, pero el hombre será siempre inmutable en sus vacíos y en sus frustraciones.

El Espectador, Bogotá, 4-V-1989.

 

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Laura Victoria y su obra literaria

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Contraportada del libro Crepúsculo)

Nace en el pintoresco municipio de Soatá, al norte de Boyacá, que su tío el canónigo Peñuela, historiador de alto renombre, hiciera célebre con el nombre de Labranza del Sol. Soatá es también conocida como la Ciudad del Dá­til. A los 14 anos escribe su primer poema. Es la suya una precoz vocación poética que la llevaría a las más altas cumbres de la fama continental.

El maestro Guillermo Valencia, uno de los primeros en descubrir esta revelación, le manifiesta: «Recibió usted el don divino de la poesía en su forma la más auténtica, la más envidiable y la más pura».

Bien pronto se coloca a la altura de las grandes líricas latinoamericanas –Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini, Rosario Sansores– y con ellas comparte los aplausos de la ponderación. Adquie­re, además, dotes de declamadora y se lanza por los esce­narios de Colombia y de América como una diosa que despier­ta delirio con su voz romántica y su ademán artístico.

En 1933 publica su primer libro, Llamas azules. En 1938 sale en Méjico Cráter sellado. En 1960, luego de 22 años de silencio, Montaner y Simón, de España, le edita Cuando florece el llanto. Estos tres títulos, que desaparecen de la circulación tal vez por la larga resi­dencia que la poetisa cumple en Méjico dedicada al estudio de los temas bíblicos y a sus reflexiones místicas, son los que definen su valía literaria.

En 1937, en competencia con Eduardo Carranza y con otros renombrados poetas de la época, es la ganadora de los Juegos Florales que se realizan en Girardot.

Durante su estadía en Méjico, que hoy cumple 48 años, ejer­ce el periodismo en importantes diarios. Allí desempeña el cargo de canciller de nuestra embajada, y más tarde es nom­brada agregada cultural en Roma. Viajera pertinaz, conoce la mayor parte de los países del mundo y consolida amplia cultura. En Méjico publica el libro Viaje a Jerusalén (1965), como consecuencia de su visita a Tierra Santa.

En el mismo país escribe el texto Actualidad de las profecías bíblicas, hoy en vía de publicación por la Academia Boyacense de Historia, el que le ha merecido altos elogios de autoridades en el ramo. Allí también elabora su poesía romántica de la madurez, que bautiza con el nombre de Crepúsculo, en la que incluye su poesía mística, que hoy publica la Universidad Central. Y recoge sus memo­rias –en camino de edición por cuenta del municipio de Soatá– en el libro Itinerario del recuerdo.

Laura Victoria, tierna voz romántica con acento sensual, revolucionó en los años treinta la poesía colombiana. El amor en todas sus expresiones ha presidido su obra. Y como ni el amor ni la poesía nunca mueren, ahora Colombia vuelve sobre esta huella del ayer romántico que sin excusa válida se ha dejado olvidar, para avivar el sentimiento de las nuevas generaciones.

Bogotá, 1989.

 

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Bogotá, a la luz de una lámpara

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Los 450 años de Bogotá, cumplidos hace pocos meses, ya parecen un suceso remoto. Pasaron con la fugacidad de una luz de bengala o la brevedad de una copa de champaña. El acontecimiento fue más ceremonioso y emotivo que generador de progreso. Para el centro de la ciudad se ofrecieron algunas obras de transformación, pero és­tas se vienen ejecutando con irritante parsimonia. Nada espectacular, nada revolucionario para la gran capital.

El recuerdo de la efemérides queda, en cambio, recogi­do en las páginas de bellísimas ediciones. Muchos libros luminosos, mucha prosa brillante, grandes textos socio­lógicos acrecieron la bibliografía de una de las capita­les más destacadas de Latinoamérica, que se asoma con ímpetu al misterioso reto del siglo veintiuno. Los 450 años de Bogotá engrandecieron la literatura colombiana.

La revista Lámpara, tan vinculada al corazón de la patria, le rindió a la cosmópolis, en admirable edición de lujo, esplendoroso homenaje. Especialista en la per­fección del grabado y la magnificencia de la policromía, los textos que reunió, de autores sobresalientes, hacen de este número un acervo de arte, de gracia y eru­dición.

Donosas plumas, como las de Belisario Betancur y Ger­mán Arciniegas, recrean, con la magia de sus estilos ame­nos y descriptivos, la vida bogotana llena de peculiaridades, de anécdotas y evoluciones. La ciudad hosca que halló el montañero de Amagá en su primer contacto con la fría altiplanicie, más tarde se le volvió tierna hasta serle imprescindible. «Como en el viejo poema de Cavafis –dice el expresidente–, siempre llevaré esta ciudad puesta».

El general Álvaro Valencia Tovar pasa revista a los episodios bélicos que sacudieron la vida santafereña del siglo diecinueve y deduce que, a pesar de la dureza de aquellos conflictos, nunca Colombia se había visto tan azotada como en las graves contiendas que se presenta­ron, y siguen enconadas en nuestros días, a partir del 9 de abril de 1948.

José Salgar es otro testigo de excepción de este pro­ceso histórico que salta de doce chozas levantadas de afán hasta la vertiginosa era electrónica que hoy nos asombra y nos confunde. Salgar, que ha visto tantas metamorfo­sis en su denso camino de hombre de la calle, va de la mano, en este inventario de la Bogotá que se fue, con Gonzalo Mallarino, otro cronista memorioso y cordial de su terruño, quien recordando los primeros automóviles capitalinos, montado en el carro de su vecino, nos pinta la transformación del tráfico motorizado.

El deporte, la expansión, el rigor atlético tienen en la crónica de Eduardo Arias Villa la resonancia que sale de los estadios y del aire libre y enmarca una ciudad de deportistas. Bogotá no se resigna a los espacios cerra­dos y todos los días agranda su territorio y fortalece sus pulmones.

El Carnero, obra vital para comprender la épo­ca de la Colonia y los episodios pasionales que en ella tuvieron ocurrencia, se examina con sentido crítico, encuadrándolo bajo los aleros de la vieja ciudad, por el escritor Rafael Humberto Moreno Durán. Con vena chis­peante, propia de su genio guasón e ilustrado, Alfredo Iriarte nos ameniza la Bogotá cachaca entre añejas recor­daciones.

Elisa Mújica se va por las antiguas librerías bogota­nas, apegada a las curiosidades bibliográficas del si­glo diecinueve, y nos recuerda, con ánimo nostál­gico, que un día nos ganamos el título de Atenas suramericana. Por fortuna, el bogotano culto todavía no se ha extinguido. Y no podía faltar la óptica del visitante extranjero, Manuel Mora, representante de la agencia es­pañola Efe, quien se mete en el alma de la ciudad y re­vela sorprendentes apreciaciones. Es un viajero inquieto que sabe revolver las entrañas de la urbe acogedora.

¡Qué grato contemplar a Bogotá bajo la lumbre de esta Lámpara de cultura! Lámpara que se alimenta del petróleo nacionalista para iluminar el camino que nos abre el incierto siglo que ya tenemos encima.

El Espectador, Bogotá, 30-I-1989.

 

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Doña Inés perdió su casa

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

De paso por la ciudad de Tunja, un año antes de po­nerse de moda Inés de Hinojosa gracias a los arranques eróticos de Próspero Morales Pradilla, pregunté por la casa del pecado. El vecino me repasó de pies a cabeza como investigando si había escuchado bien.

–La casa del pecado –precisé.

–¿Tan temprano, señor?

Y como insistiera en mi deseo de visitar en ese mis­mo momento, tres de la tarde, la oculta mansión de la concupiscencia que no había logrado descubrir, el veci­no, adoptando un gesto guasón, me preguntó:

–¿La casa de la mestiza? ¿La del cuerpo excitante y la mirada seductora? ¿La de los senos voluptuosos y el andar irresistible? Lo veo por sus ojos, señor: pregun­ta usted por la mayor pecadora de Tunja. ¡La perdición de los hombres! Y quiere conseguirla a las tres de la tarde, ¿no es cierto?

–¡La misma, la misma…!

–¡Ya! –remató mi guía–. Se va seis cuadras en línea recta; voltea a la izquierda hasta una pileta de agua; luego sigue hasta la cuadra siguiente, por la derecha, hasta que ve aparecer un árbol; frente a él se halla una casa colonial, silenciosa, con las ventanas cerradas y con cierto embrujo pecaminoso, que es lo que usted busca. Cuando la dama abra el postigo, usted le sonríe…  ¡y ya!

En la travesía, que devoré con paso precipitado, me dije que al fin iba a saciar mis ansias. La niebla y el frío tunjanos se me habían metido en el alma, pero cuan­do vi el árbol sentí un fresco en el corazón. La brasa del deseo calentaba mis zonas frígidas.

La dama sigilosa, con un guiño, me invitó a empujar la puerta. Avancé entre penumbras y me detuve en la escalera de piedra. El reposado patio sembrado de árbo­les, al fondo, me sugirió recónditas aventuras amorosas del siglo XVI. ¿Dónde estará el túnel secreto?, me decía, al tiempo que la dama, desvaneciendo de sus ojos un ex­traño sopor, me conducía por el corredor. Por allí, en­tre bostezos perdidos y peligrosas sensaciones de inti­midad, vi moverse bajo las sábanas figuras somnolientas.

Cuando me sentí prisionero de la equivocación en medio de una salita olorosa a trago y a pecados ordinarios, pretendí retroceder. Pero la damisela, que en nada se parecía a la Hinojosa, ya había servido dos copas de ron, sin mi consentimiento, y puesto en circulación el disco que a la madrugada quedó en el aparato de la música.

¡Vamos, vamos!, reaccioné, como despertando de un sueño. La época de la Colonia, llena de delirantes pasio­nes de alcoba, ya estaba esfumada. Ahora corría detrás de unos pecados baratos, los de las tres de la tarde, que me asustaron. Los dejé a medio tapar, como los ha­bía encontrado, y huí por la calle del árbol; y éste no era el del ahorcamiento, como el vecino bromista me lo había hecho suponer.

Después de semejante chasco, averigüé en el Institu­to de Cultura y Bellas Artes por la casa evaporada, que ningún transeúnte había logrado localizarme. Creía, des­de luego, como boyacense y amante de la historia, que existiría todo un museo atestiguando los hechos memora­bles. Mi interlocutor me confesó, con pena, que doña Inés no tenía casa.

Fui, de todas maneras, al lugar que me indicó. Por el balcón colonial, que nadie abre desde que la resi­dencia se halla en ruinas, supe que estaba en el sitio histórico. En la tienda de la esquina pedí un café, y ya con suficiente calor, pregunté por la residencia. ¡Inés de Hinojosa!, se me hinchó el ánimo. La empleada quedó en babia. ¡Inés, la mundana, la pecadora! Se bur­ló de mi arrebato. Nunca había oído hablar de ella.

Me encaminé al portón siguiente, donde existe una carnicería. ¡Esa era la entrada al paraíso perdido! Como el cuidandero no estaba, lo esperé buen rato. Me dejó seguir, pero con reticencia. Cuando subía las gradas que llevan al segundo piso, todo un enjambre de Pedros, de aventuras clandestinas, de intrigas pasionales, de formas lúbricas, me atropellaba la mente. A poco andar supe que el túnel del amor había desaparecido entre paredes derruidas. Las alcobas estaban cerradas y denunciaban calamidades. El pasado yacía entre moles de decrepitud. En medio de aquel abandono me pareció escuchar el quejido acusador del Judío Errante.

Ahora que los pecados de Inés de Hinojosa iluminan la televisión y despiertan explosivas apetencias, me duele que la pobre y deslumbrante mujer (ambas cosas unidas son posibles en el hechizo femenino) carezca de casa. Cuando no se tiene techo, tampoco se tiene lecho. Tal vez ella, que tanto lo disfrutó, se lo llevó para la otra vida. Doña Inés es una referencia tunjana y debe permanecer en su sitio histórico. Sus pecados, que escandalizaron a la Colonia y describieron un estado social, no pueden ignorarse ni removerse. Por eso, Próspero Morales Pradilla los ha sacado al desnudo, con sensuales alborozos.

Ya de regreso de mi frustrada visita, me acordé del tunjano guasón que me envió a buscar el placer en otro laberinto. Pero no me dejé atrapar por una Inés falsificada. Insistí en mi pesquisa hasta descubrir el recinto donde soñó y pecó la hermosa y desventurada mujer. En la entrada funciona hoy una venta de carne. La carne y el pecado caminan juntos. O si no, que lo desmientan los tunjanos, demorados en rescatar esta huella de la historia.

El Espectador, Bogotá, 19-XII-1988.

 

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