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Archivo para martes, 1 de noviembre de 2011

Nuevos rumbos en Colcultura

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La directora de Colcultura, Liliana Bonilla, expone a las periodistas Marisol Cano Busquets y Poly Martínez (Magazín Dominical, 13-XI-88) nuevas políticas para el manejo de la cultura nacional. Hasta hace poco, en la du­ra administración de Carlos Valencia Goelkel, existía el criterio de que la cultura debían hacerla los particula­res, y el Estado encargarse de encauzar las iniciativas privadas. Era un concepto aislante, y así los escritores y artistas se vieron marginados de los programas oficia­les. Aunque siempre han vivido en precarias condiciones, el rigor se acentuó bajo esa regla.

Ahora, en la nueva etapa, Liliana Bonilla define una presencia más dinámica de la entidad en la orientación y estímulo que necesitan los creadores del arte. Estas  declaraciones hacen recuperar el liderazgo que le corres­ponde asumir a Colcultura. Lo cual no excluye el concep­to de la iniciativa privada (que se ha hecho evidente en importantes realizaciones), unido al de la descentraliza­ción regional, para que la cultura consiga mayor impulso e independencia, pero siempre bajo la protección económi­ca del Estado.

Se ha advertido en los últimos tiempos un notorio debi­litamiento de las partidas oficiales para atender las necesidades de la cultura. Con un presupuesto de 500 mi­llones, el actual, apenas se pueden sufragar gastos ele­mentales. Se salta a 1.300 millones en el presupuesto del año entrante, lo que significa un avance significativo, aunque de todas maneras la contribución es anémica. No lle­ga al uno por ciento del presupuesto total de la nación.

La cultura no puede continuar siendo la gran deshere­dada de los gobiernos. No puede funcionar como entidad de beneficencia. Pueblos avanzados son aquellos que estimulan la creación, buscan y defienden las raíces espirituales del pueblo, preservan el patrimonio común de la nación. Al Estado le corresponde no sólo promover las actividades culturales sino convertirse en patrocinador de quienes con­sagran su vida al cultivo del arte.

No se concibe un pueblo grande sin escritores y poetas. Ellos, los supremos memorialistas del tiempo, son quienes rescatan para la posteridad las lecciones de la historia; quienes se meten en el alma de la gente para traducir sus angustias y esperanzas; quienes se vuelven brújulas de la humanidad y le proponen las metas del progreso. Sin artistas no habrá nación culta. Los pueblos incultos están condenados al fracaso. Pensemos por un momento en Grecia, la nación más desarrollada de la antigüedad, gra­cias a sus escritores y poetas, que dejó para el mundo pirámides de civilización.

Colcultura, que nació en el gobierno del doctor Car­los Lleras Restrepo (como tantas obras suyas de verdade­ra proyección), ha cumplido una vasta labor. Siempre es­casa de recursos –más cuando algunos gobernantes no saben entender la trascendencia de la cultura–, ha salido ade­lante en su papel de orientadora de las inquietudes cul­turales de la patria.

Bajo su auspicio se han fundado numerosas casas de cultura en la provincia; se ha prote­gido el patrimonio aborigen; se ha impulsado el arte dra­mático; se ha estimulado la pintura; se ha creado mayor vocación musical; se han rescatado valiosos libros de la literatura nacional y se ha favorecido (en otros tiempos más que en los actuales) el nacimiento de nuevos escritores.

Todo eso ha sido importante, pero no suficiente. Falta mayor participación de la provincia. Es necesario que el país se descentralice culturalmente. Que los recursos pre­supuestales lleguen más a las masas. Que se regrese al libro popular, aquel de los tres pesos en su época, ideado por Jorge Rojas y que ha hecho más lectores en Colombia. El reparto cultural debe ser más pródigo. La cultura debe ser universal, jamás estrecha ni excluyente. Liliana Bonilla sabe interpretar tales urgencias en el  reportaje a que alu­de esta nota, en el que señala pautas claras y vigorosas para buscar mejores derroteros.

El Espectador, Bogotá, 28-XI-1988.

 

 

 

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¿Por qué no ensayar la paz?

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La angustiada pregunta de don Guillermo Cano, formula­da en momento crucial de la violencia colombiana, conti­núa sin respuesta. La sangre sigue corriendo y pone to­dos los días nuevas cruces clamorosas. Todos los sistemas del terrorismo han sido ejecutados. Nada nos falta por practicar.

¿Por qué no ensayar la paz? ¿Qué nos deja esta ola de violencia? Sólo dolor y espanto. Ya no caben más víc­timas en las estadísticas de la muerte. Nos estamos destrozando en una guerra ciega, guerra de pasiones e iniquidades que no ha tenido ni podrá tener vencedores. Nadie gana en esta refriega del exterminio.

¿Por qué se matan los colombianos? Pregunta sin respuesta. Lo único cierto es que nos correspondió vivir en una sociedad de odios. En esta matanza indis­criminada, donde caen los buenos y caen los malos, un grito de terror se escucha en Colombia. Ese grito, po­tente alarido de orfandad y angustia, repercute en otras naciones, en el mundo entero, y nos identifica como pueblo salvaje. Pueblo indescifrable, lleno de ren­cores y sin ánimo de reconciliación.

¿Por qué no ensayar la paz? Fue una voz solitaria que se dejó oír en una tregua de la guerra, cuando se abría paso la fórmula de la amnistía. Los grupos alzados en armas ya habían cometido las mayores atrocidades. La muerte violenta se había enseñoreado de los campos y las ciudades. La sangre de las personas sacrificadas de­jaba viudas y huérfanos inconsolables.

Don Guillermo Cano, apóstol de la paz, predicó resuelto su evangelio. Una ráfaga monstruosa le arrebató el uso de la palabra. Con su propia sangre pagó su invita­ción a la reconciliación. El panorama de Colombia se oscureció con el atentado horripilante. La patria vol­vió a erizarse en la tragedia insondable que silencia­ba una de las voces más respetables, y la más valiente, de la resistencia al caos.

Y el caos sigue avanzando… Situados en un momento sin grandeza, todo se derrumba, todo se aniquila. A Co­lombia le llegó la maldición satánica. Ya no es posible concebir mayor torpeza histórica. Enfrentados los ejér­citos en la vehemencia de la guerra, el furor es el úni­co motivador de esta desgracia colectiva que nos empuja a ser miserables. Ya ni siquiera el ánimo tiene fuerzas para el optimismo.

Todo se ha ensayado, menos la paz. Se ha transitado desde la represión hasta el perdón, y la guerra continúa. A los propósitos de paz se responde con descargas cerradas y con muertos hacinados. Se asesina en montón, para que las cuentas rindan más. La sangre se desborda por los caminos de la barbarie. El alma colombiana, alma pura e indefensa, clama a los cielos por el cese del fuego.

Hace seis años, el 14 de noviembre de 1982, don Gui­llermo Cano pedía ensayar la paz. Proponía un desarme de los brazos y de los espíritus. Su vocación pacifista, cual la de otro Gandhi, ayudaba en el desierto de Co­lombia para que no hubiera más metralleta ni más fero­cidad. Los violentos lo tomaron de blanco y pretendie­ron quitarle la bandera de la paz. Lo asesinaron, pero la bandera pasó impoluta a otras manos y a otros espíritus.

*

Leo ahora el libro suyo que surgió de aquella encru­cijada de la muerte. Repaso sus vibrantes escritos sobre la convivencia de los colombianos. Y siento turbada el alma con la sinrazón de la guerra. Cuando se abren los diarios o se escucha la radio o la televisión, sabemos que aquí, en este país que se dice civilizado, impera la ley de la selva. Al leer el último de los ensayos, cierro el libro luctuoso y vuelvo a encontrarme con la paloma promiso0ria y con el título  sobrecogedor: ¿Por que no ensayar la paz?

El Espectador, Bogotá, 24-XI-1988.

 

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Cátedra quindiana

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Escrito por autores quindianos –y por quienes sin serlo de nacimiento llevamos el honroso título de hijos adoptivos–, acaba de salir de los talleres de Editorial Kellyel libro que lleva por título Lo que el Quindío le ha aportado a Colombia.

Dice Horacio Gómez Aristizábal, comenzando la obra, que «la verdad profunda es que si Colombia es en lo polí­tico un país unitario, en la realidad es una definida federación de repúblicas». Cada región, en efecto, tiene sus propias características, no sólo geográficas sino tam­bién de costumbres y de temperamento. El café marcó en el Quindío un estilo de vida. Alrededor del café –dios mitológico– se impuso una sociedad laboriosa, inde­pendiente y progresista.

La separación del Quindío de la geografía caldense, que en realidad fue más física que sentimental, llevaba implícito un acto de soberanía para forjar el propio destino. Lejos de ser una salida de rebeldía, era un de­seo de superación. El pequeño territorio se sentía con fuer­zas para gobernarse a sí mismo. Y ha demostrado, al paso de los años, que el propósito no estaba desenfocado. Hoy Armenia es una de las ciudades con mayor futuro en el país, que dio el gran salto de pueblo pequeño a centro populoso.

La colonización que se formó alrededor del café de­termino el apego a la tierra. Esto es tan evidente, que el quindiano, por más halagos que se le han ofrecido, no cambia su parcela cafetera por los motores de la industria. Con el café no sólo ha sustentado sus necesidades cotidia­nas sino que ha engrandecido la economía del país.

En lo cultural y en lo literario, también el Quindío ha escrito su propia historia. Región de escritores y poetas, puede hablarse de una cultura. ¿Por qué no men­cionar la cultura quindiana lo mismo que se hace con la caldense o la boyacense?

Nombres sobresalientes como los de Eduardo Arias Suárez, Euclides Jaramillo Arango, Luis Vidales, Carmelina Soto, Adel López Gómez, Baudilio Montoya, Horacio Gómez Aristizábal, Héctor Ocampo Marín, Jaime Lopera Gutiérrez, Jesús Arango Cano, Humberto Jaramillo Ángel, Esperanza Jaramillo, Alirio Gallego Valencia, Tiberio Quintero Ospina, Jesús Rincón y Serna, Carlos Restrepo Piedrahíta, Rogelio Maya López, Mario Sirony, Guiller­mo Sepúlveda, Nelson Ocampo Osuna, Jaime Buitrago Cardona, Rodolfo Jaramillo Ángel, Humberto Senegal, Miguel A. Capacho, Fernando Arias Ramírez, Antonio Cardona Jaramillo, Gloria Chávez Vásquez, y otros que se esca­pan en este inventario al vuelo, hacen la cátedra quin­diana que hoy resalta, como contribución a la cul­tura nacional, el libro que aquí se comenta.

Quienes, sin ser oriundos de la región, hemos hecho obra en ella, nos sentimos comprometidos con la tierra. Varios de los nombres citados no son nativos del Quindío, pero se les considera quindianos por su vincula­ción y su identidad con la comarca.

Hay que lamentar que en el género del cuento, tal vez el campo en que más notoriedad tuvo el Quindío, ha­ya habido indiferencia regional para reimprimir, y en algunos casos editar por primera vez, obras significa­tivas. ¿Por qué no volver por los libros de Eduardo Arias Suárez –el mejor cuentista de Colombia–, o de Anto­nio Cardona Jaramillo, o de Jaime Buitrago Cardona?

El Quindío es una referencia colombiana. Por su ca­fé y por su literatura. Pueblo pujante y batallador, da ejemplo de laboriosidad a otros lugares. No se dejó amilanar por la violencia de otros tiempos y hoy vive en paz. El mensaje que lleva el libro en comentario es fortificante.

El Espectador, Bogotá, 21-XI-1988.

 

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El sino poético de Laura Victoria

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo de Itinerario del recuerdo)

A los 14 años escribe su primer poema. En el cielo de Soatá, el tranquilo pueblo que la vio nacer, encien­de un lucero. Y andando el tiempo, irrumpe en el hori­zonte de Colombia la predestinada de los dioses que iba a escribir una de las poesías más bellas del sentimien­to femenino. Su voz amorosa se escucha por todos los países de Latinoamérica, donde llena teatros y enardece multitudes. Laura Victoria, con su romántica inspiración sensual, había revolucionado la poesía colombiana.

Bien pronto su nombre asciende hacia la fama. Glo­ria tan temprana, que no es usual en el esquivo mundo de las letras, produce asombro. Entra, al lado de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sansores, en la constelación de las grandes líricas latinoamericanas. El maestro Guillermo Valencia es el primero en descubrir esta fulguración. Llegan luego las manifestaciones de destacados críticos del continente que se inclinan ante el milagro poético. En cálices impecables –dice Andrés Eloy Blanco– Laura Victoria nos ofrece un vino nuevo que, a pesar de serlo, tiene el gusto de las cosas eternas.

En 1933, con la salida de su primer libro, Llamas azules, se afianza su prestigio. Más tarde, en compe­tencia con Eduardo Carranza, es la triunfadora de los Juegos Florales de 1937. Al año siguiente es publicado en Méjico su segundo libro, Cráter sellado. En 1960, tras 22 años de silencio, Montaner y Simón, de España, edita su tercera obra, Cuando florece el llanto. Su cuarto libro, camino de la imprenta, recibe el título de Crepúsculo,  entrañable mensaje del recuer­do y la nostalgia, y en el que además reúne su poesía mística, trabajada en hondas horas de reflexión y silen­cio, lejos de las lisonjas mundanas.

Hoy cumple 48 años de vivir en Méjico. Sus libros no volvieron a circular en Colombia. Su nombre parece una estrella remota, aunque siempre rutilante. La poe­sía nunca muere. Se puede silenciar, pero alguien la hará brotar de las entrañas de la tierra y la colocará de nuevo en el cosmos, como la semilla inmortal de los dioses.

El sino poético de Laura Victoria, diáfano como aquel poema precoz de sus 14 años que deslumbra a sus compañe­ras de colegio, y perturbador en su vida conyugal, marcó su existencia. Cuando se nace poeta, nunca podrá renun­ciarse a ese destino. Ella mismo lo dice, refiriéndose a los poetas: Pasamos por la vida cual raudos huraca­nes / bebiendo en fino vaso sonrisas y lamentos…

En eso consiste la vocación del poeta. La poesía, un don extraño, se hace con desgarraduras del alma. La fa­ma del poeta es su propio sacrificio. Sólo los elegidos del Parnaso siguen el camino del dolor para coronar la cumbre de la gloria.

La vida de Laura Victoria, tanto la humana como la poética, es un himno al amor. Sin amor no habría poesía. El amor también es suplicio. Es olvido y dolor. Ella lo dice en sus memorias, lo sublima en sus versos. Buscó el amor, con fe, con vehemencia, para poder escribir su mensaje. Lo cantó y lo hizo perenne. Luego encontró el amor místico. Su parábola está cumplida. Ese ha sido su destino: amar hasta la eternidad.

Bogotá, diciembre de 1988.

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Reglas de periodismo

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La prensa es el eco de la sociedad. Por eso, todo te­ma cabe en un periódico. El misterio consiste en el tra­tamiento de las ideas. Hay cronistas tan hábiles –como lo fueron Luis Tejada, Jaime Barrera Parra, José Umaña Bernal, Armando Solano, Luis Eduardo Nieto Caballero, Calibán o Klim, para citar algunos de los maestros de la crónica periodística–, que de los asuntos más comu­nes elaboraban verdaderas piezas literarias.

El periodista debe tener siempre en cuenta que es un escritor. Azorín consideraba el periodismo como el pri­mer género literario, «porque le permitía entrar diaria­mente en inmediata comunicación con los lectores». No en todo periodista existe un escritor. El periodista olvi­da a veces que debe huir de lo accidental y lo efímero para producir textos trascendentes. Tratando lo actual, algo tan fugaz como las horas que envuelven el diario acontecer de la vida, se pueden armar obras duraderas.

Fue lo que hizo Luis Tejada, en forma magistral, con sus Gotas de tinta. El periodista experto no se con­forma con relatar hechos insulsos, con tocar noticias que mueren al día siguiente, a la hora siguiente, sino que aprisiona el instante, lo detiene y lo plasma como eslabón social o cultural. Si en Tejada no hubiera exis­tido un gran escritor, temas tan simples como el del pe­rro sin cola, la mal vestida, la biografía de la corba­ta, los cordones, las meditaciones ante una butaca (asom­brosos ejercicios de sicología), hubieran sucumbido por inercia y no serían hoy modelos de penetración y arte periodísticos.

Cuando ya todo ha sido presentado infinidad de veces por los escritores de todos los tiempos, cualquier asunto es trivial. Pero no existe ningún campo de la in­teligencia desgastado. Todo depende de la manera como se trabaje. «El escritor original no es el que no imi­ta a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar», ma­nifiesta Chateaubriand. Valéry fue escritor profun­do, no por las cuestiones elementales que abordaba si­no por la profundidad que les imprimió. «Sin poesía no hay escritor posible», sostiene José Umaña Bernal.

Si de la noticia cotidiana se hace algo novedoso, resulta la deseable categoría que se deja perder cuan­do no hay profesionalismo. Claridad, color, precisión, ritmo, amenidad, fluidez, son componentes para conseguir lo que se llama la magia del estilo.

Siendo los lectores las personas más importantes del periódico, si la comunicación con ellos no se hu­maniza y se vuelve amable, los lazos con el público están rotos. Cualquier materia llama la atención de los lectores. En el periódico se recrea la humanidad, y ésta responde siempre a las ansiedades y las emociones, las alegrías y las tristezas, los misticis­mos y las frivolidades. Para todo hay público. Pero si en la noticia no se halla incorporado el hombre, el pe­riodista estará perdiendo el tiempo.

El estilo ameno, lo mismo en la nota editorial que en la página de pasatiempos, es el nervio mayor que maneja la vida del periódico. En la sencillez se apo­ya el arte. Por eso, los estilos afectados, los pompo­sos, los doctorales, los fogosos, que suelen hallarse en los diarios, no son de buen recibo entre el público. Una vez se quejaba Azorín: «¡Cuántos escritores, pro­fundos, cultos, eruditos, escriben en los periódicos! ¡Y qué pocos periodistas!».

El buen periodista debe suscitar polémicas por sus ideas, pero no prestarse para la polémica personal. No es aconsejable responder críticas ni ataques, que por lo general se formulan con pasión o con ánimo de notoriedad, si esto conduce a estériles enfrentamientos que colocan a los lectores de víctimas. El público es el me­jor juez.

No existen fórmulas precisas para escribir bien. El estilo no se gradúa en universidades. El escritor nace pero también se hace. La autocrítica, la disciplina de corregirse todos los días, la lectura constante, la se­renidad del juicio, el buen manejo del idioma, las ideas claras, la ética, son reglas de oro para ganarle la par­tida a la mediocridad. El periodista es algo más que un emborronador de cuartillas. Su mayor compromiso es el de ser testigo del tiempo.

El Espectador, Bogotá, 28-X-1988.
Revista Manizales, Enero de 1989.

 

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