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Héctor Ocampo Marín

lunes, 21 de noviembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo conocí en el Quindío hace cerca de 30 años. Por aquellas calendas ocupaba yo la gerencia de un banco en Armenia, y Héctor Ocampo Marín era el síndico del hospital de Calarcá. Ninguno de los dos habíamos nacido en el Quindío, y ambos llegaríamos a echar hondas raíces en la región.

Cuando en 1971 publiqué mi primera obra, Destinos cruzados, este hecho nos unió como escritores. Ocampo Marín editaría al año siguiente, en la misma editorial que yo había descubierto –la formidable Quingráficas–, su libro de ensayos Pasión creadora. Esas son las obras iniciales de nuestras producciones. Por aquellos días él había mojado tinta en el Magazín Dominical de El Especta­dor como crítico literario, y yo comenzaba mi carrera de cuentista en el mismo suplemento.

Desde entonces mucha agua ha corri­do bajo los puentes. Ambos nos vinimos del Quindío y nos radicamos en Bogotá. Culminadas las metas labora­les, nuestro compromiso vital es el mun­do de las letras. Yo he visto ascender al amigo en el ámbito de las academias –de la Lengua, de Historia, de la Sociedad Bolivariana– y soy testigo y admirador de su fecunda tarea en periódicos y revistas, y de su escritura de libros.

Ha incursionado en casi todos los gé­neros literarios y esto lo convierte en es­critor universal, tanto por la vastedad de los temas que domina como por la pro­fundidad de su obra. Aparte de crítico li­terario (su destacada actitud inicial), maneja con buen éxito el ensayo, la novela, el cuento, la biografía, la historia y el periodismo. Y ha hecho sus primeras revelaciones poéticas, que está a punto de ampliar en su libro Las esclusas del tiempo. No sería extraño que mañana nos sorprendiera con una obra de teatro.

Tiene ocho libros inéditos. Este bagaje, que se suma a su obra editada, es demostrativo de su resuelta vocación literaria. Ratón de biblioteca, que pasa horas in­tensas entre montañas de libros y la confección de escritos suyos de toda índole, parece que fuera un alma insomne.

Estos comentarios se me ocu­rren después de leer su último li­bro, Cicerón y el jabalí. Son 24 cuentos de admirable brevedad, que dibujan escenas comunes, tomadas sin duda de la comar­ca quindiana donde fue por varios años atento observador del me­nudo acontecer parroquial. La sen­cilla y en ocasiones perturbadora cotidianidad está calcada aquí con gracia y geniales toques de fi­losofía. Esos cuadros dibujan las costumbres y la pintoresca historia de los pueblos.

En prosa amena y descriptiva –con la invención de curiosos nom­bre de personajes, tan caracterís­ticos del Quindío–, el narrador re­sulta ágil creador de ambien­tes. Y hace de lo fugaz, como debe ser el fin del cuento, materia per­durable para el goce de los lectores.

La Crónica del Quindío, Armenia, 28-II-1998.

 

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