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Hotel Nutibara

viernes, 16 de julio de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar 

Varias veces me he alojado en el Hotel Nutibara. De ellas, la más memorable corresponde a una temporada laboral de dos meses en el segundo semestre de 1990, cuando las calles de Medellín tocaban a duelo en la época de terror de Pablo Escobar.

Eran los días en que el capo había establecido una tarifa por policía muerto. Una masacre silenciosa eliminaba en las noches fantasmales no sólo a policías, sino también a vagos, pordioseros, sicarios y a quien se expusiera al mandato de las balas. Al otro día, madrugaba a leer en mi pieza del Nutibara la crónica de sangre de la víspera, y por supuesto vivía horrorizado ante tanta barbarie, con la misma dolorosa palpitación de toda la ciudad.

El Espectador no circulaba en Medellín ni en Antioquia desde meses atrás: los representantes del diario habían sido asesinados y los voceadores estaban amenazados por la mafia. Cualquier mañana escuché de repente, como si fuera un pregón celestial, una voz que en la calle gritaba el nombre de El Espectador. Desde la ventana de mi habitación vi que un muchacho corría por la cuadra con un paquete al hombro, seguido de numeroso público. Cuando llegué a la calle, ya no quedaba ningún ejemplar.

El periódico, fundado en Medellín por don Fidel Cano y desterrado un siglo después de su propia tierra a raíz de las denuncias del nieto del fundador, don Guillermo Cano, contra el imperio de las drogas, regresaba victorioso a sus lares nativos. Esas imágenes de la ciudad agonizante y de la ciudad liberada penetraron en mi recinto hotelero como una visión al mismo tiempo espectral y refulgente. Derrotada la horrible noche, el nombre del Hotel Nutibara se adhirió a mis recuerdos viajeros como el claroscuro de un drama dantesco, y ha seguido rutilando en mi memoria entre sombras y luces.

Hace 60 años, el 18 de julio de 1945, la entidad abrió sus puertas al público. La idea se originó en la Sociedad de Mejoras Públicas y fue abanderada por un grupo de antioqueños audaces y visionarios que se impuso la meta de dotar a la ciudad, que llegaba a 300.000 habitantes (frente a los dos millones largos de la actualidad), de un hotel moderno, dotado del mayor confort y los más avanzados atractivos estéticos, para entrar en la era del progreso. Paul C. Villiams, arquitecto estadounidense, diseñó la obra con estilo californiano. Ocho años se gastaron en su ejecución.

Situado en el corazón de Medellín, el Nutibara entró a embellecer e impulsar aquel sector que apenas comenzaba a despertar, y se convirtió no sólo en un tesoro arquitectónico, sino en el mayor emblema de la ciudad. Colinda con el Museo de Antioquia, con el parque donde campean las esculturas de Fernando Botero y con la estación del metro, tres puntales de la cultura, las tradiciones y el ingreso de los antioqueños a la tecnología contemporánea.

Su área abarca una manzana entera y dispone de una torre de 12 pisos con 144 habitaciones. Fue uno de los hoteles más lujosos de Latinoamérica, y con ese criterio ambiental se ha conservado a lo largo de los años. Por allí han desfilado grandes figuras de la sociedad, la política, las artes y el mundo de los negocios. Ha sido sinónimo de calidad y distinción. Con todo, su auge declinó en 1989 al irrumpir la guerra del narcotráfico, que trajo consigo una enorme disminución hotelera.

Medellín pasó entonces de ser la ciudad pujante de otras épocas a un centro atrofiado y temeroso, a raíz de lo cual se frenó el turismo nacional y extranjero, con grave incidencia en la economía regional. Este golpe rastrero, sumado tiempo después a la creación de una vigorosa red hotelera en otro sector de la ciudad, significó para el Nutibara el dramático deterioro de sus cifras. Situación que, gracias a inteligentes estrategias, ya ha sido superada. La entidad ha tomado nuevos bríos para desafiar los retos de la hora.

El legendario cacique Nutibara, que en 1536 gobernaba el Valle de la Guaca, donde los nativos explotaban inmensas riquezas de oro, sentó sus reales en Medellín: la Medellín actual y la Medellín de siempre, que ha vuelto a ser, tras la funesta época de terror, la ciudad de la eterna primavera.

Al aborigen se le rinde tributo en diversos símbolos: en el bronce de Pedro Nel Gómez que representa al hombre americano entre la serpiente y la guacamaya, situada en la Plazuela Nutibara; en el Cerro Nutibara, donde se asentó el Pueblito Paisa con evocación de la aldea de antaño y se levanta una escultura del cacique con su eterna compañera, la cacica Nutabe; además, se le recuerda en obras de arte, en poemas, en crónicas literarias, en sitios públicos.

Y desde hace 60 años está entronizado en el Hotel Nutibara, perenne bandera de la sonrisa, la gracia, la hospitalidad y el esfuerzo de la raza antioqueña.

El Espectador, Bogotá, 27 de julio de 2005.

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