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Los campos del terror

martes, 20 de julio de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Para escribir esta columna sobre las minas antipersonales –uno de los dramas más horripilantes de la era actual–, realicé un recorrido por el mundo a través de la internet. Y quedé abismado frente al sinfín de atrocidades que se cometen en todas las latitudes del orbe por medio de este mecanismo atroz.

En plena época de las globalizaciones, cuando los países luchan por vender sus productos en los mercados internacionales y adquirir a su turno los avances de las tecnologías foráneas, también la perversidad se ha globalizado. La maldad se exporta o se importa como un bien de consumo. La barbarie no tiene límites y cada vez se vuelve más refinada y más universal. El hombre lleva inoculado el odio desde su nacimiento.

Las empresas fabricantes de los artefactos explosivos ejecutan los métodos más novedosos para superar a la competencia y ganar mayores mercados, sin detenerse a reflexionar en los estragos que causan a la humanidad. Por encima de todo está el lucro. Y detrás del lucro, la ruindad moral de los comerciantes de desgracias.

Los 125 estados signatarios del Tratado de Ottawa (1997) llevan destruidas más de 30 millones de minas. Los grandes ausentes de este convenio son Estados Unidos, Rusia y China. Entre tanto, cada año se presentan unas 20.000 víctimas nuevas. Colombia ocupa el cuarto lugar entre los países que afrontan esta calamidad, después de Camboya, Afganistán y Angola.

Se calcula que en los arsenales del planeta existen alrededor de 230 millones de minas. Las sembradas pasan de 110 millones y están listas para explotar en 64 países. Otro dato alarmante revela que después de enterradas, se mantienen activas durante 50 años. Todo esto indica que el universo se ha convertido en un campo minado, no sólo para el presente sino también para el futuro lejano. Hoy, las minas sembradas en el país pueden pasar de 100.000.

Conforme se recrudece la ferocidad de los conflictos armados y se incrementa la ira entre los colombianos, progresa el ímpetu destructor de los grupos subversivos. Según datos del  Observatorio de Minas de la Vicepresidencia, 4.575 personas han sido víctimas de estos atentados entre 1990 y el año actual, la mayoría militares y campesinos (entre ellos, 476 niños). Alrededor del 60 por ciento de los municipios están expuestos a esta acción criminal.

Las minas antipersonales se idearon para mutilar y torturar, más que para matar. En otras palabras, para producir pánico en la población. Hasta esos extremos diabólicos ha llegado la hostilidad del hombre y la agresión de la guerra: su fin primordial es destrozar y amedrentar. Muchos mueren en la explosión, o días después a causa de las heridas, y quienes quedan vivos deben padecer brutales tormentos, tanto físicos como sicológicos.

Con estos atentados se realiza, además, grave daño social al desalojar a los pobladores de sus campos y arrebatarles los medios de subsistencia, con lo cual se merma la producción nacional y se crean situaciones de desempleo y miseria. Los predios rurales, que en otros tiempos fueron fuente de prosperidad e insignia nacional, se han convertido en campos de desolación y muerte.

Juan Passega es otra víctima inocente de este conflicto demencial. Su profesión de ingeniero civil, que ejercía en Bogotá desde años atrás, lo llevó a trabajar como jefe de interventoría de una mina de carbón a cielo abierto ubicada en el municipio de La Jagua de Ibirico (Cesar). Para cumplir su cometido, tuvo que resignarse a visitar a su esposa e hijos sólo por temporadas. Sacrificio enorme, motivado por la oportunidad laboral y por el deseo de prestarle un servicio a la patria en aquella lejana y riesgosa geografía.

Allí sufrió la pérdida del pie izquierdo al pisar una mina. El horror causado por este infortunio no sólo le obnubiló la mente y le conmocionó el espíritu, sino que hoy, en la lenta recuperación, lucha por recobrar el equilibrio emocional y superar la lesión física. Gracias a la valentía de los soldados que acudieron a sacarlo del lugar del accidente junto con otros de sus compañeros de trabajo, lo mismo que a los primeros auxilios recibidos en Valledupar y a los servicios que le presta el Hospital Militar, su caso, por terrible que sea, resulta milagroso. Y por fortuna, remediable.

Como amigo suyo personal, he seguido de cerca –y lo he sentido en lo más hondo del alma– este doloroso episodio de la guerra fratricida que tiene azotada la paz de los colombianos. Estos crímenes de lesa humanidad reclaman una vigorosa acción de todos los países.

“Mi caso –dice Juan Passega– puede ser el primero dentro de la población no campesina y le puede ocurrir a cualquier persona que por el simple hecho de hacer un paseo a cualquier lugar fuera de la ciudad caiga en un campo minado. Todos los colombianos estamos expuestos y no queremos abrir los ojos ante esta realidad”.

El Espectador, Bogotá, 13 de marzo de 2006.
Revista La Píldora, julio-agosto de 2006, Cali.

 * * *

Te agradezco en el alma tus palabras dedicadas a mi caso y el de muchas otras personas. Espero que con esto podamos comenzar a cerrarle las puertas a este mal que tenemos en nuestro país y en el mundo. Juan Passega Avalos, Bogotá.

Te felicito por el artículo y por resaltar el valor y la entereza de nuestro amigo Juan. Jorge Orozco, director de Marketing y Comunicaciones, Synapsis Colombia, Bogotá.

El artículo Campos del terror me abrió la mente a otras realidades que no tenía en perspectiva. Adicional a ser un artículo profundo fue realmente conmovedor. John Ramírez, Bogotá.

Qué buen artículo. Todavía queda mucho por escribir y muchos por recordar. Carlos Eduardo Astrálaga Pertuz, Codensa, Bogotá.

El hombre está empeñado en “convertir la tierra en una lágrima”, al decir de Robledo Ortiz en su Plegaria a San Francisco de Asís. Y tu artículo así lo comprueba. Son estadísticas alucinantes, que roban la tranquilidad y la realidad dolorosísimas que vivimos a diario. Por eso odio la guerra y la violencia, venga de donde viniere, y soy apasionada defensora del perdón, del diálogo, de la búsqueda de caminos de reconciliación. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

Lo grave de este problema está esbozado en la última parte de su artículo: no le importa a nadie mientras no sea una víctima, y la mayoría de las víctimas son colombianos anónimos, pobres, ignorantes, explotados por los gamonales y electoreros de turno. Gracias al aprecio por su amigo en desgracia está hoy usted investigando y tratando de hacer algo, pero habrá muchos que no sentirán de cerca la explosión de una mina y seguirán ciegos y sordos ante esta tragedia. Martha Cecilia Sánchez Perdomo (correo a El Espectador).

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