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La loca de la casa

martes, 5 de octubre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Plinio Apuleyo Mendoza escribió hace poco, en Lecturas Dominicales de El Tiempo, excelente ensayo sobre La loca de la casa, el último libro de la periodista y narradora española Rosa Montero. Cuando me enteré de la llegada de la obra a Colombia, pregunté por ella en mi librería amiga y allí me dijeron que era tanta la demanda que sólo les quedaba un ejemplar. Quienes sentimos la pasión de la escritura (el libro está dirigido sobre todo a los escritores), no podemos menos de leerlo de un tirón, y uno desearía que las 276 páginas fascinantes no hubieran concluido.

A propósito del título del libro, recordé que hace setenta años el canónigo Peñuela, tío de la poetisa Laura Victoria, se refería a ella como “la loca de la familia”. Lo hacía con sentido de censura, por no admitir que en su abolengo ilustre existiera una oveja descarriada, y pecaminosa para aquellos días, en medio de la sociedad pudorosa y puritana de entonces. Sociedad reprimida para la mujer, que vino a liberar Laura Victoria con su estremecida voz sensual e iconoclasta. Supongo que el canónigo ignoraba que Santa Teresa de Jesús había calificado la imaginación como “la loca de la casa”.

Libro exquisito y misterioso que no puede encasillarse ni como novela, ni como ensayo, ni como autobiografía, y que reúne los tres géneros a la vez. Sólo al final viene uno a enterarse de que los episodios que presenta la autora como suyos, y que pueden corresponder o no a aspectos de su vida, son reflejo de su propia alma. En eso consiste el arte de la imaginación: en hacer figurar como reales los sucesos que se narran. He ahí el oficios de “la loca de la casa”. La escritora trae a cuento, ya como hechos ciertos, una serie de historias sobre personas y libros que, entrelazadas con la ficción y el ensayo, estructuran un conjunto en verdad apasionante.

Rosa Montero nació en Madrid en 1951 y es una de las periodistas y novelistas más prestigiosas de su país. Ha publicado diecisiete libros: ocho novelas, un libro de cuentos, siete relacionados con el periodismo, y el que se comenta en esta nota. Ha recibido dos distinciones españolas: en 1980, el Premio Nacional de Periodismo en el campo del reportaje y el artículo literario, y en 1997, el Premio Primavera por su novela La hija del caníbal.

Manifiesta que gasta entre tres y cuatro años en la redacción de una novela. Como autora exigente sabe que narrar no consiste sólo en unir palabras y forjar situaciones, sino en darles peso y vivacidad a las historias, poniendo en ellas la propia alma. Esta disciplina me hace recordar a Flaubert, que podía gastar una semana entera en la fabricación de una sola página bien sazonada. El género que a Rosa Montero le agrada más, y de hecho ha trabajado con mayor fiebre y rigor, es el de la narrativa, por ser el campo más propicio para explayar los sueños, fantasías, angustias y esperanzas del ser humano.

Dice ella que mientras el periodismo exige claridad, la ambigüedad de la novela se presta para recrear los mundos complejos de la condición humana. En este terreno priman la imprecisión y la desmesura como factores inseparables de la vida. Según sus palabras, es género “sucio, híbrido, alborotado”, como el mismo hombre. La novela, cuyo primer objetivo es recoger y construir vivencias propias y ajenas, sirve para poner la casa en orden, después de desalojar de la mente, dentro del proyecto en turno, los fantasmas y pesadillas que no dejan en paz al escritor.

Escribir es una manera de conquistar la paz del espíritu, así los espíritus que invaden las celdas cerebrales no terminen nunca su ronda implacable. Esos fantasmas son los viajeros más pertinaces de la mente y a veces llevan a la locura, como a Rimbaud, Verlaine, Tolstoi o Salgari, depresivos famosos que sacrificaron un mundo por desentrañar sus miedos y expresar sus verdades. “Cuando recobro la razón, me vuelo loco”, exclamó Julio Ramón Ribeyro. La imaginación linda con la locura, pero por locura hay que entender el gesto soberano de salirse del montón, romper la esclavitud y decir cosas insólitas y trascendentales.

Escribir cuentos y novelas es un modo de vivir y respirar, y quienes transitamos por esa senda sabemos –con Rosa Montero– que “la narrativa es al mismo tiempo una mascarada y un camino de liberación”. Ella, perfeccionista impenitente, no cree en la existencia de las musas y sabe que la obra sólo se consolida como resultado del esfuerzo. Hay que sudarla y sufrirla. Para que el escritor se mantenga vivo, debe llevar un niño despierto en su imaginación.

“Conviene no crecer demasiado”, afirma, porque el éxito fácil puede acabar con la carrera. Eso sucedió con Truman Capote, quien después de haberse hecho famoso con la novela A sangre fría se dejó atrapar por la fama y no fue capaz de volver a producir nada importante. Una cosa es la gloria (premio al mérito) y otra la fama (truco de la publicidad). Capote se volvió alcohólico y drogadicto, y murió deteriorado y desesperado a los 59 años de edad.

Además, hay que mantener la independencia y no hipotecar el alma. Goethe, con la publicación de Las desventuras del joven Werther a los 25 años, obtuvo la celebridad. Al año siguiente fue invitado por los archiduques de Weimar para su residencia en la corte como intelectual a su servicio. Allí estuvo hasta los 83 años, dentro de un ambiente de pleitesía y servilismo que debilitó su imaginación y lo desdibujó ante la historia.

La novelista española encuentra que escribir novelas es el acto más parecido a enamorarse, debido a la deliciosa imaginación que causa el desarrollo de los sucesos. Y revela otras verdades irrefutables, como aquella de que ningún escritor ignora cuándo se vende; o la de que ni el éxito ni el fracaso, lo mismo que el elogio artificial o la antipatía de los críticos, pueden determinar la calidad de la obra; o la de que “el buen artista sólo sabe escribir bien, de la misma manera que el malo sólo es capaz de escribir mal”.

Este maravilloso libro de Rosa Montero se convierte en manual para el escritor. Es lectura alucinante que cumple con el doble oficio de deleitar y enseñar. Escrito, además, con lenguaje vigoroso y ameno, donde campean al mismo tiempo la agilidad del periodismo, la certeza del ensayo y la donosura del estilo. Una demostración, en fin, del imperio de la palabra como arte supremo de la imaginación. “Es la palabra lo que nos hace humanos”, proclama la escritora.

El Espectador, Bogotá, 6 de noviembre de 2003.
Revista Susurros, No. 7, Lyon (Francia), agosto de 2005.
Revista Aristos Internacional, n.° 21, España, julio de 2019.

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