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El último encomendero

jueves, 14 de octubre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

El tema de la colonización antioqueña, que cuenta con amplia bibliografía representada en textos de historia, novelas, cuentos, poemas y múltiples expresiones del folclor popular, presenta nueva versión en El último encomendero, del escritor tolimense Luis Eduardo Gallego Valencia, persona que por otra parte tiene estrechos nexos ancestrales y afectivos con los departamentos del Quindío y Caldas.

La colonización antioqueña está considerada como uno de los sucesos más notables y conflictivos del siglo XIX, que llevó a grandes masas de población a desplazarse, en busca de los terrenos baldíos, por el sur de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, norte del Tolima, norte del Valle, Chocó y otras regiones. Esas muchedumbres de trashumantes tuvieron que desafiar toda suerte de penalidades, como la del medio ambiente, plagado de fieras y plagas agresivas, y la de los terratenientes, que trataban a los colonos como esclavos y se rehusaban a concederles la propiedad legal de los predios trabajados en medio de  sudores y lágrimas.

Mientras los poderosos protegían con prepotencia las grandes extensiones de tierra llegadas a su poder en virtud de alguna merced real o concesión, los desheredados no conseguían una pequeña franja para morar con su familia y poder subsistir. Los primeros defendían sus títulos documentales, y los segundos reclamaban el derecho a la propiedad que les otorgaba la ley del trabajo. Pelea implacable entre ambas partes, que originó a lo largo de muchos años un permanente clima de malestar y rencor de los peones, y de represalia y hostigamiento de los potentados.

Gallego Valencia sitúa la acción de su novela en una parte de la cordillera central andina, entre los ríos Arma y Chinchiná, y mueve a sus actores (que son los mismos personajes de la realidad, pero movidos en ocasiones por los hilos de la ficción y de la probabilidad histórica) en penosas travesías que los conducen a sembrar cosechas, fundar pueblos, aglutinar a sus familias dentro de las parcelas conquistadas y crear mecanismos de defensa. Al paso de los transeúntes van apareciendo poblaciones como La Ceja, Salamina, Aranzazu, Aguadas, Pácora, Neira.

Cuenta el escritor que esta novela histórica, o historia novelada, le surgió en el viaje que hizo en compañía de su hermano Alirio por el norte de Caldas, cuna de sus antepasados, cuya geografía e historia deseaba mostrarle en el propio teatro de los acontecimientos, para que captara el espíritu de la colonización antioqueña oculto en aquellos parajes abruptos. Su hermano, fuera de profundo conocedor de esos hechos, era cifra prestante de la cultura quindiana.

Ese fue el primer toque en la sensibilidad del futuro novelista, quien a partir de ese momento se dedicó con pasión a leer numerosos libros sobre la materia, a buscar  información en enciclopedias y bibliotecas, a escuchar opiniones y a forjarse, como conclusión, su propio criterio para la escritura de El último encomendero, libro que hace parte de la trilogía de novelas que ha bautizado con el nombre general de Reminiscencias de la colonización antioqueña.  En los próximos días aparecerá el segundo título, El enigma del Nevado, memorias de un espíritu radical, que describe la colonización antioqueña en el norte del Tolima y hace una semblanza de la personalidad legendaria del general Isidro Parra.

Son tres las principales figuras históricas que actúan en la novela comentada: Juan de Dios Aranzazu, hombre de amplia cultura y gran influjo político (llegará a ser presidente encargado de la República), quien ha recibido como herencia una poderosa merced real; Cosme Elías González, el último encomendero, malvado y cruel, y que proviene de una casta de latifundistas que ejerce su poder tiránico desde mucho tiempo atrás; y Fermín López, hombre sencillo y tímido, a la vez que arrojado y valiente, que se vuelve el adalid de miles de colonizadores que a lo largo de diez años se rebelan contra los atropellos y las injusticias que los oprimen.

Los historiadores destacan a Fermín López como héroe de la gesta colonizadora y le asignan el título de “moisés antioqueño”, por encarnar al precursor de la conquista lograda para las legiones de labriegos desposeídos. Con su victoria, los campos baldíos entran a producir riqueza nacional y a beneficiar a sus trabajadores, no sin antes haber sido sometidos éstos a vejámenes sin cuento y a enredados pleitos judiciales por la posesión de la tierra.

Gallego Valencia pinta en su novela, con colorido y el empleo de  lenguaje castizo y vigoroso (que a veces parece no permitir resuello en la lectura, sujeta a párrafos extensos y a la ausencia de diálogos), el clima de perturbación, penuria y sacrificio que sufrieron los primitivos pobladores en busca de una esperanza de vida. La obra define con propiedad los lugares, objetos y costumbres reinantes. Hay viveza en la narración y tino para plasmar el temperamento de los personajes. Sin duda, es la fiel interpretación del ambiente de aquella época borrascosa. Esa debe ser la novela histórica en su reto de reflejar la temperatura de los tiempos.

Parece como si el autor hubiera conocido palmo a palmo los ásperos caminos transitados hace dos siglos por miles de héroes anónimos. Son los mismos caminos, ya ‘civilizados’ en la época moderna, que el escritor recorrió para husmear las huellas de la historia, como lo hizo Flaubert sobre las ruinas de Cartago antes de escribir Salambó.

El Espectador, Bogotá, 26 de octubre de 2007

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Comentarios:

Me latió deprisa el corazón mientras leía tu artículo signado del bello estilo literario, la capacidad de síntesis y la ilustración del ensayista consumado. Luis Eduardo Gallego Valencia.

Al leer tu reseña magnífica dan ganas de salir corriendo a leer esa novela que narra las peripecias de nuestros antepasados. Yo nací en Cali, pero mi padre era de Jericó (Antioquia), y mi madre de Risaralda (Caldas); así que me tocan en el corazón estos temas de la colonización antioqueña en el Viejo Caldas. Alfredo Arango, Miami.

Excelente análisis de la novela sobre un tema apasionante y casi siempre mal interpretado. Jorge Mario Eastman, Bogotá.

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