Inicio > Viajes > La otra Venezuela

La otra Venezuela

miércoles, 27 de octubre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Frente a la actitud belicista que asumió en estos días el presidente Chávez en contra de Colombia, y que generó un delicado ambiente de tensión en las relaciones de los dos gobiernos, recuerdo el espíritu cordial de la otra Venezuela, que hace dos décadas disfruté con mi familia en inolvidable viaje de turismo por esa nación.

Por aquellos días –diciembre de 1986–, el clima de amistad entre los dos países estaba quebrantado por las discordias que habían ocurrido como consecuencia del  tema recurrente de la delimitación de áreas terrestres, marinas y submarinas. Este tema ha dado lugar, desde el siglo XIX, a fricciones por lo general de fácil curación, y en otros casos a gritos de guerra que han traído negros nubarrones para la deseable armonía entre dos pueblos hermanos. En el conflicto reciente, el motivo fue distinto al de los diferendos por razones territoriales, y tuvo por fortuna rápida solución, si bien ha quedado en el paladar un sabor agridulce.

Nuestro viaje de recreo lo habíamos programado en automóvil desde Bogotá hasta Puerto La Cruz, y por mar desde esta última ciudad hasta la Isla de Margarita. Llevar por las carreteras del vecino país un vehículo con placas colombianas en medio del ambiente enrarecido que se vivía entonces, parecía, por supuesto, un desatino. Era fácil imaginar que a nuestro paso por los retenes (allá alcabalas) surgirían, por lo menos, situaciones incómodas. No obstante, decidimos hacer ese viaje azaroso, entre otras cosas para observar el progreso de las carreteras venezolanas y el florecimiento de industrias y proyectos agrícolas que se anunciaban como producto  de la bonanza petrolera. De esta manera, disfrutaríamos mejor del país.

Documentados con los pasaportes, las visas y el permiso de la aduana para introducir el carro, dispusimos el ánimo para manejar posibles desplantes o contratiempos. Por otra parte, yo le había solicitado a don Guillermo Cano, dirfector de El Espectador, una carta de presentación, ante el evento de que ocurriera algún percance en el camino.

Conservo la carta como una reliquia, y además con nostalgia, ya que pocos días después de firmarlo, don Guillermo caía asesinado por el narcotráfico a su salida del periódico. Dice así dicha constancia: “Certifico que el señor Gustavo Páez Escobar colabora con El Espectador de manera habitual desde hace 10 años, con artículos que son publicados en páginas editoriales”.

Al día siguiente de su muerte, el l8 de diciembre de 1986, ingresamos a Venezuela por la frontera de Cúcuta. La primera parada fue en San Antonio, la despensa de los cucuteños, a donde podía llegarse sin papeles. Luego, por carretera sinuosa y fatigosa, antes de penetrar en la estupenda red vial que íbamos a admirar, arribamos a San Cristóbal, donde pasamos sin ninguna dificultad la prueba de la primera alcabala.

Ni siquiera nos hicieron abrir las maletas, y con gesto de cortesía nos desearon feliz estadía en Venezuela. Igual muestra de amabilidad la recibimos en el resto del periplo. Ni un despropósito, ni una palabra descomedida. En ninguna parte tuve necesidad de mostrar la carta de presentación del recién fallecido director de mi periódico.

Al aprovisionarnos de gasolina en alguna ciudad, escuchamos vivas a Colombia, lanzados en presencia de la placa colombiana. En otra ciudad, una buseta llena de pasajeros desvió la ruta para orientarnos sobre la vía que debíamos tomar. Quedamos desconcertados con semejantes expresiones de amistad.

Más adelante tuve ocasión de enterarme de que se trataba de una campaña nacional de atracción para el turista colombiano, la que buscaba bajar la tirantez provocada por el último incidente. En los 5.000 kilómetros de la travesía, incluidos los 15 días de permanencia en la Isla de Margarita, a donde transportamos el automóvil por ferry, no apareció ninguna otra placa colombiana.

Esto se explica en el hecho de que los compatriotas residentes en los sitios aledaños a Venezuela compraban sus vehículos en dicho país, con magníficos precios, dada la bonanza petrolera que favorecía a numerosos artículos y servicios. En tales condiciones, tuvimos el privilegio y la exclusividad de pregonar el nombre de Colombia a lo largo y ancho de la fascinante geografía venezolana por donde nos desplazamos hace 21 años.

A Puerto La Cruz, pujante emporio turístico situado a cuatro horas de Caracas, llegamos en horas de la noche. No pudimos conseguir hotel, por más que paseamos por toda la ciudad en demanda de cualquier solución de alojamiento. Toda la capacidad hotelera estaba copada debido a la época decembrina. Al fin, localizamos una habitación disponible, algo estrecha para los cinco viajeros, pero que aceptamos con agrado como fórmula providencial para descansar del extenso viaje. Pero al saber que éramos colombianos, el administrador nos dijo que lamentaba mucho no poder arrendarnos la pieza, ya que la consigna nacional era prestar magnífico servicio a los colombianos, y en esas condiciones precarias no lo haría.

En vista de lo cual, y sabedores de que al día siguiente se iniciaban las filas para el ferry desde las cuatro de la mañana, resolvimos aparcar el vehículo en un lote vecino a la estación, donde otros viajeros hacían lo mismo que nosotros. Esa noche larga y sufrida, donde por orden severo nos turnamos –unos dentro del carro y otros en el pasto– en busca del escaso reposo, nos dejó, sin embargo, la sensación de una jovial aventura, que en eso al fin y al cabo consiste el azar de los caminos recreado por Hermann Hesse en magníficas páginas viajeras.

Cuando llegamos a la estación, ya teníamos por delante una cuadra de carros más madrugadores. Empero, si habíamos pasado una noche de perros, ¿por qué no resistir una inclemencia más? De pronto, vi que desde el otro extremo de la cola me hacía señas el empleado que autorizaba el paso al ferry. Me imaginé, claro está, que íbamos a tener problema por nuestra condición de colombianos.

Todo lo contrario: el empleado, muy gentil, me indicó que podíamos pasar de primeros, y nos dio la bienvenida al ferry. Y a Venezuela, por supuesto. Muy orondo con mi placa colombiana, adelanté el carro al primer puesto, lamentando que en la fila estuvieran demorados otros compatriotas a quienes no se les concedía, por llevar placa venezolana, la prerrogativa de que nosotros éramos objeto. Y recordé las palabras bíblicas: “Los últimos serán los primeros”.

La penosa noche la compensamos con la esmerada atención a bordo del ferry, y en la Isla de Margarita, con el goce de gratísima estadía en medio de los encantos de aquel paraíso tropical.

Pensaba en todo esto mientras el presidente Chávez lanzaba contra Colombia, y sobre todo contra el presidente Uribe, toda suerte de denuestos y amenazas, entre ellas la de la guerra mediante la movilización de diez batallones a las fronteras.

Por fortuna, cuando estaba a punto de prenderse la conflagración, y mientras la gente de los dos países clamaba por la paz y el entendimiento de los hermanos, el presidente Chávez recapacitó. “Es momento de reflexiones –dijo–. Paremos esto (…) Estamos a punto de detener una vorágine de la cual pudiéramos arrepentirnos nosotros y nuestros pueblos”.

Esa es la lección: que no nos desgastemos en inútiles duelos y que busquemos los caminos de la confraternidad, como hace 21 años. Esa otra Venezuela, la del rostro amable y el ademán hospitalario, es la que quisiéramos ver luchando al lado nuestro por los ideales bolivarianos –los verdaderos, los de la unión–, dejando de lado estériles luchas ideológicas y peligrosas adhesiones a causas extremistas.

El Espectador, Bogotá, 28 Marzo 2008.

* * *

Comentarios:

Hace unos treinta años fui con mi familia desde Bogotá hasta Caracas por tierra, “por entre las tiendas”, y no tuvimos queja alguna de los venezolanos. Puede concluirse, entonces, que una cosa son los gobiernos y otras los pueblos. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Pienso que el sentir de la mayoría de los venezolanos de bien hacia los colombianos también de bien, y viceversa, en cambio de disminuir aumentó en forma considerable y sincera. El aprecio y el trato de verdaderos hermanos llegaron a niveles que no teníamos en el pasado. Capitán de navío (r) Jorge Alberto Páez Escobar, Bogotá.

Excelente artículo y con una importante dosis de vigencia. Mi experiencia en estas tierras es similar. Nos unen muchas más cosas que las que nos separan. Octavio Álvarez Piedrahíta, colombiano residente en Caracas.

Categories: Viajes Tags:
Comentarios cerrados.