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El charlatán

lunes, 11 de abril de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

El mundo, este manicomio de estri­dencias, de gritos, de voces desapaci­bles, ha sido invadido por una plaga peor que es la de los charlatanes, ejér­cito diabólico que le ha quitado el re­poso a la vida. No creo que haya mejor definición sobre el charlatán que com­pararlo con una cotorra o una chicha­rra.

Por más equilibrado que se manten­ga el sistema nervioso, difícilmente se resistirá el ruido persistente de la chicharra, que irrita cualquier sensibilidad. Por desgracia, a todo momento tropezamos con las chicharras humanas, que nos interceptan cuando vamos con ma­yor afán, nos cercan cuando ma­yor libertad requerimos, nos hacen engullir, sin respiro, su sartal de menti­ras y exageraciones y, en definiti­va, nos vuelven imposible la vida.

El vendedor ambulante, por ejem­plo, que debe estar dotado de gran capacidad de tacto e ingenio, no parece entender que la mercancía no se vende metiéndola por las narices a la inocente víctima, ni cortándole el aliento, ni robándole el derecho a la defensa.

Cuando menos lo deseamos, tendremos a este sonriente embajador adulándonos con cualidades que no poseemos; felicitándonos por el libro que publicamos, que resultó un fraca­so; ponderando nuestras virtudes admi­nistrativas, cuando la empresa no sabe cómo deshacerse de nuestros «brillan­tes» servicios; admirando el respetable hogar que encabezamos, cuando la mujer desertó hace tres años y los hijos son marihuaneros o haraganes; mencionándonos el nombre del amigo que ha servido de enlace para la entrevista, cuando se trata de nuestro mayor detractor.

Vendrá luego el proceso de explicar­nos en detalle las calidades del producto,  tras este destemplado principio de querer hacerse simpático a la fuerza. Ignoran los tales parlanchines que estamos hartos de escuchar las mismas idioteces, y por más que les suplicamos que frenen la lengua, que se ahorren descripciones inútiles, que nos permi­tan un minuto para aligerar la vejiga, y les explicamos que no tenemos dinero para el mercado, menos para adquirir la enciclopedia de $15.000, conti­núan impertérritos dándole rienda a su inagotable vena oratoria.

Se parecen a los loros, que son capaces de repetir de memoria frases enteras; pero se dife­rencian de ellos en que la cuerda es más duradera en los seres humanos. Excedida la paciencia, no quedará otro remedio que decirle al intruso que se vaya a la porra. Y es posible que lo haga, pero antes se despedirá con múl­tiples muestras de cortesía y la in­variable promesa de volver a visitamos.

Así, la vida no pasa de ser un zumbi­do intermitente. Quizás la felicidad no sea cosa distinta que el disfrute de un poco de calma y sosiego.

Otra variación del charlatán es la del sabelotodo. No habrá tema ni discu­sión, por difíciles que sean, que no do­mine. Es, si se quiere, una enciclopedia rodante. Con increíble destreza arma auditorios y encuentra personas incautas que se sentirán deslumbradas con tanta erudición. Presume de profundos conocimientos sobre las más disímiles materias, lo mismo de política, que de literatura, que de astronomía, que de filosofía o culinaria… Es un auténtico descrestador este sabelotodo que nada sabe.

Pero por fortuna para él, que está emparentado con el pavo real –y discúlpeseme que mencione tantos anima­les en esta nota–, vive henchido, con la cresta flamante y el porte airoso. Aunque si alguien que no sea tan cán­dido aprieta, inmediatamente se desin­flará este maestro de la charlatanería que se nutre de aire. Ya lo dijo Tagore: «Y ese que habla tanto está comple­tamente hueco; ya sabes que el cántaro vacío es el que más suena”.

El Espectador, 15-I-1983.

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