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Personalidad de escritorio

lunes, 25 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Curiosamente el escritorio, una de las más anti­guas herramientas de trabajo, se ha convertido en símbolo de frustración. Este servidor del hombre, mudo testigo de tanto suceso de la vida cotidiana, es por lo general elemento frío, expuesto como se halla a composturas y ambientes estirados, y solo por excepción parece menos inerte en áreas descomplicadas.

Miremos ejemplos: Está el del alto ejecutivo, a cuyo recinto se llega con cita previa y atravesando salas y antesalas, con cohibiciones imposibles de reprimir. Lo encontraremos hundido en el laberinto de sus negocios y acosado por el vértigo de preocu­paciones y sobresaltos que hacen parte de su mun­do cotidiano. Su mesa de trabajo se ve atiborrada de libros y papeles en tránsito que deben ser evacuados en lucha contra el tiempo. El saludo será breve y la conversación, recortada. Sonreirá, es posible, al estre­charnos la mano, pero se sentirá más aliviado cuan­do nos despegamos de la silla y tomamos el camino de regreso.

Dentro del escritorio se hallarán dos o tres frascos con píldoras para equilibrar el sistema nervio­so. Pero no lo culpemos, porque la empresa deshuma­niza. El escritorio de los ejecutivos enferma y traumatiza.

En un rincón de la oficina recaudadora de im­puestos, el empleado común, burócrata por voca­ción, acciona números en la máquina que sabe me­jor que él las cuatro operaciones aritméticas, em­borrona libretas, contesta dos teléfonos al tiempo, escribe cifras y rellena espacios, pero no le queda tiempo para saludar y mucho menos para mirarnos a la cara, porque sus cálculos deben cumplir­se también contra reloj.

Si estamos de buenas, no nos regañará. Pero como es difícil estarlo en estas marañas oficiales, saldremos de igual o peor genio que el déspota de turno. Y eso que deberíamos sen­tirnos de plácemes por efectuar el acto cívico, y desde luego heroico, de pagar la cuenta que tantos insomnios nos había causado.

A la oficina de empleos nos arrimamos despacio y acomplejados. Repasamos, antes de entregar el formulario, la recomendación del jefe políti­co, redactada en términos tan obligantes, que lle­gamos a vernos encasillados en la nómina. El funcionario tiene por lo menos el gesto de detenerse a leer nuestra pequeña biografía, y nos despide, con sonrisa que reconforta, ofreciéndonos la próxima vacante, mientras al voltear nosotros la espalda, rasga los papeles ante la complicidad de la secretaria, que espía el acto desde el escritorio vecino.

Pero como no todo es acidez, acerquémonos al vendedor de automóviles, o al de electrodomésticos, o al de cédulas de capitalización, o al de tantos otros artículos difíciles o imposibles para el común de la gente, y hallaremos a un señor ágil y refina­do, o a una señorita pizpireta y almibarada, quie­nes entre venias y cortesías nos pasearán por todos los lugares del establecimiento y nos deslumbrarán con los planes que en un minuto pueden volvernos propietarios con solo el aporte de una pequeña cuo­ta y la firma de un papel que se llena antes de ter­minar el tinto que nos habían servido sin nuestro consentimiento,  como una muestra más de cor­dialidad. Si no llevamos la mercancía, fingirán no molestarse, pero a nuestra salida desahogarán en el escritorio la insatisfacción del fracaso.

¿Habrá algo tan encantador, aunque no con­venza, como una secretaria bonita diciendo men­tiras por cuenta del jefe? ¿Y habrá algo tan anti­pático como un gerente de banco (yo lo soy) negando créditos detrás de un escritorio en nombre de la inflación monetaria?

Digamos de una vez que el escritorio imprime, para muchos, una doble o falsa personalidad. Hay quienes se sienten grandes o pequeños de acuerdo con la medida de su mesa de trabajo. La neurosis es hoy, ante todo, una enfermedad de escritorio. El carácter se distorsiona bajo el influjo del oficio.

Yo he visto a personas hurañas, antipá­ticas, detrás del escritorio, como parapetadas en una trinchera; y las he vuelto a ver muy amables y extrovertidas en la calle o en el salón social. He escuchado grandes mentiras entre los sorbos de esos tintos que se sirven por compromiso, y he descubier­to la verdad en otros escenarios. Hay gente que se vuelve rígida, circunspecta, si está encaramada en el engranaje empresarial, y se desdobla o se relaja, que es lo mismo, tan pronto abandona la puerta del establecimiento; o el establecimiento se deshace de ella, que es casi lo mismo.

Existen, por ventura, y para contradecir la lí­nea general, quienes no solo se resisten al embate empresarial, sino que tratan de humanizar este ám­bito que es, en el fondo, un medio in­civilizado de vida. Y si no lo consiguen, no permi­ten que la inteligencia se maquinice.

Es lo ideal que no sea el escritorio el que dé personalidad. ¿Para qué una personalidad de es­critorio? Hay escritorios que crecen, que brillan, y otros que se opacan y disminuyen, según sea quien los ocupe.

Pugnan hoy las fábricas por representar nove­dosas líneas de oficina. Yo, que me he medido va­rios escritorios, mantengo miedo aterrador a que alguno llegue a quedarme grande. No hay co­mo la mesa casera, sencilla y sin resabios, y verda­dero sitio de intimidad y descanso. No produce divisas, pero seguirá siendo un refugio contra la fa­tiga empresarial. Pienso, con el vate cartagenero, que no hay como los zapatos viejos, que ni maltratan ni deforman.

La Patria, Manizales, 24-XII-1973.
El Espectador, Bogotá, 22-I-1975.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, agosto de 1993.

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