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Girardot progresa

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hasta hace pocos años era un puerto descuidado. Con el auge de Melgar, su vecino turístico –al que le dio repentina vida el general Rojas Pinilla–, Girardot en­tró en lento proceso de deterioro. Los ojos de los bogotanos se pusieron en el pequeño municipio tolimense mecido por las aguas del río pródigo, y sobre todo por el hado del presidente benefactor que allí refres­caba, entre zambullida y zambullida, sus entusiasmos gu­bernamentales, hasta frenar, como consecuencia lógica, el avance del puerto cundinamarqués.

Mientras Melgar progresaba, Girardot retrocedía. Un gran complejo turístico, montado alrededor de la hotelería movida por las cajas de compensación, contribuyó a que el veraneadero del general se convirtiera en sitio preferido para el recreo de los bogotanos.

El puerto se conservaba como un recuerdo en fuga. Poco a poco se extinguía su importancia de otras épocas. Aunque continuaba siendo centro populoso y febril. Tal vez su misma clase dirigente, que antes había ejerci­do pujante liderazgo, permitió la decadencia señalada.

Me he detenido ahora, por espacio de tres días, con mayor análisis, en esta ciudad un poco desdibujada por los efectos comentados. He recorrido sus calles, cono­cido sus barrios y apreciado su progreso. Para decir la verdad, me había acostumbrado a pasar de largo. Y no hacía, desde años atrás, esta parada necesaria. Falta a veces la oportunidad de llegar a los sitios, mirar e indagar. No siempre ponemos el suficiente senti­do de observación.

Ha surgido de pronto, en este viaje escrutador, una población distinta. Encuentro, en oposición al lugar desaliñado que llevaba forjado en la mente, la ciu­dad transformada. Óigase este dato sorprendente: en Girardot no hay huecos. Si existen, se escondie­ron. Hoy sus calles están bien pavimentadas y resplan­decientes. Lo primero que salta a la vista es el aseo. Como en todo puerto, no es fácil preservar este requi­sito de las ciudades pulcras.

Da la impresión de que se hubiera impuesto una nueva regla para remozarle la cara a Girardot. Sus autorida­des tienen entre manos, para el futuro próximo, una fuer­te inyección crediticia dentro de los programas del Fon­do de Desarrollo Urbano, para ampliar los equipos de aseo, seguir la pavimentación de calles y construir una nueva plaza de mercado.

Otro lado oculto, que ahora sobresale a pesar de que siempre ha existido, es el de sus magníficos edificios bancarios. Aquí las instalaciones financieras compiten en espacio, elegancia y confort. Son construcciones añejas en su mayoría, que han sabido conservarse como patrimonio histórico; y las modernas, con nuevos diseños, no desentonan y, por el contrario, le dan ritmo novedoso a la evolución de los tiempos.

En el palacio municipal, sobrio y esplendoroso a la vez, se admiran el orden y el buen engranaje de sus de­pendencias. Paseando por el recinto urbanístico, surgen aquí y allá, en palpitante actividad, comercios, fábri­cas, heladerías, pequeños y medianos hoteles. Y existen hoteles de mayores dimensiones, como El Peñón, Tocarema y Bachué, que brindan esmerados servicios.

*

Buena noticia ésta de que la provincia consiga nuevos rumbos de progreso. Girardot podría hoy conquistar el puesto de capital de Cundinamarca, para descongestionar, como es lo deseable, la vida bogotana. Si se lo permite Zipaquirá, la tenaz competidora.

El Espectador, Bogotá, 2-VIII-1989.

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