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El niño héroe

miércoles, 21 de agosto de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En julio de 1819 llega Bolívar a Belén, Boyacá, y se entrevista con Juan José Leiva, amigo de la causa libertadora. Allí conoce a Pedro Pascasio Martínez, joven campesino que aún no ha cumplido los doce años de edad y tiene el oficio de cuidar los caballos del hacendado. Enrolado en las filas patriotas, el Libertador le asigna la tarea de cuidar su propio caballo.

En el Pantano de Vargas, Bolívar recibe el obsequio que le hace Casilda Zafra, natural de Santa Rosa de Viterbo, de “un hermoso caballo tordillo, radiante, espumoso y triunfal”, como se le describe, y que el nuevo dueño bautiza con el nombre de Palomo en honor a su blancura y bizarra estampa. Con él cabalgará triunfante por las batallas del Pantano de Vargas, Boyacá, Bomboná y Junín.

Con el tiempo, Palomo llega a ser tan famoso como Bucéfalo (el de Alejandro Magno), o Marengo (el de Napoleón Bonaparte), o Rocinante (el de don Quijote). El humilde campesino se vuelve el gran amigo del caballo predestinado para la gloria, al que da de comer, baña y consiente como no ha mimado a ningún otro caballo.

Como soldado del batallón Rifles, Pedro Pascasio aprende el arte de la guerra y persigue al enemigo con la valentía que le inspira el Libertador. Bolívar y Palomo son sus ídolos y de ellos recibe el vigor con que ataca a las fuerzas enemigas. Presencia los horrores de la guerra y su espíritu se llena de ardor patriótico para no desfallecer en su misión.

Cuando por todas partes resuena el triunfo en el Campo de Boyacá, y él ve el entorno  cubierto de sangre y tragedia, comprende lo que significa la libertad. La batalla ha sido ganada. El guerrero está exhausto y jubiloso a la vez. Ahora es libre, y volverá a su parcela como el leñador y carguero que ha sido. En pocos días ha madurado muchos años. Se siente todo un hombre.

Con hombría y valor se enfrenta al poderoso coronel José María Barreiro, comandante del ejército español, a quien descubre oculto en unas rocas próximas al río Teatinos. Pedro Pascasio le apunta con su arma, al tiempo que el militar le ofrece varias monedas de oro a cambio de su libertad. Y queda estupefacto cuando escucha esta orden del soldado intrépido: “Siga adelante, si no lo arriamos”. Y sin vacilación lo entrega a Bolívar. El 11 de octubre, Barreiro es fusilado en Bogotá junto con otros prisioneros.

El Libertador premia la acción del niño héroe con la suma de cien pesos, y lo asciende al grado de sargento. ¡Un sargento que no ha cumplido los doce años de edad! Caso único. Muchos historiadores lo consideran el prócer más joven del mundo. Cuando la independencia es ya una realidad, Pedro Pascasio regresa a sus faenas agrícolas.

En 1880, 61 años después de la Batalla de Boyacá, el Congreso de Colombia enaltece su proeza y le otorga una pensión vitalicia de veinticinco pesos, que solo cobra una vez debido a la dificultad de viajar a Bogotá por los pésimos caminos de entonces.

Muere en su tierra natal a los 77 años de edad, el 24 de marzo de 1885. Su heroísmo, coraje y pulcritud escriben una nota grandiosa en la historia de la patria. Tal vez su mensaje contra la ambición y la avaricia llegue a los días actuales, pero pronto se olvidará en medio de la disolución de valores que desquicia la vida nacional.

Desde las estatuas levantadas en varios lugares del país, la mirada del héroe se dirige hacia el Ejército de la nación y con dedo acusador señala a los autores de los actos de corrupción que han estallado en estos días, en plena celebración del bicentenario de la Independencia. Al mismo tiempo, mira a los miles de valerosos soldados –como él lo fue– que con abnegación, sacrificio y grandeza luchan en ciudades, pueblos, campos y selvas por conquistar para los colombianos una patria grande, tranquila y amable. Patria que no hemos logrado tener.

* * *

Academia Boyacense de Historia. El escritor Vicente Pérez Silva ha dirigido una carta de adhesión a esta prestigiosa entidad con motivo de la omisión que tanto el presidente de la república como la vicepresidenta y el gobernador del departamento tuvieron al dejar de mencionar en sus discursos en el Puente de Boyacá el nombre del principal organismo cultural de la región. De esta manera, pasaron por alto el papel fundamental que este ha ejercido en la preservación de la memoria de grandes sucesos históricos, como el que acaba de evocarse. Inaudita esta falta de reconocimiento. Me solidarizo con la nota de Pérez Silva.

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El Espectador, Bogotá, 17-VIII-2019.
Eje 21, Manizales, 16-VIII-2019.
La Crónica del Quindío, Armenia, 18-VIII-2019.

Juan José Rondón: de lancero a prócer

martes, 6 de agosto de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

El 25 de julio de 1819 se libraba en el Pantano de Vargas feroz lucha entre las tropas patriotas y realistas dentro del propósito de independencia de la Nueva Granada. Bolívar buscaba cerrarle el paso a José María Barreiro, que se dirigía a Bogotá. La desventaja era ostensible para el Libertador. Su ejército cumplía extenuantes horas de combate causadas por la fatiga y la confusión que se derivaban del ascenso al páramo de Pisba.

Bolívar había nombrado a Santander jefe de la Vanguardia del Ejército Libertador, y bajo su mando, los valientes guerreros habían avanzado por abruptos caminos, ríos torrentosos y montañas glaciales, hasta llegar a Tame y Pore tras un mes de travesía. Su   aspecto era lastimoso. Algunos se habían vuelto para su tierra y otros habían fallecido en el viaje.

Barreiro empleaba toda su capacidad bélica, y Bolívar pensaba que hacía otro tanto. Pero se había olvidado de la caballería. Mientras las tropas realistas masacraban al enemigo en forma salvaje, Barreiro lanzó este grito triunfal: “Ni Dios me quita la victoria”. Presa del desconcierto, Bolívar manifestó que todo estaba perdido.

Rondón le refutó: “¿Por qué dice eso, general, si todavía los llaneros de Rondón no han peleado?”. Volviendo en sí, el Libertador pronunció su histórica frase: “¡Coronel Rondón, salve usted la patria!”. Y el lancero pronunció estas palabras que sonaron como un trueno en el campo de batalla: “¡Que los valientes me sigan!”.

Y saltaron a la pelea los 14 centauros que él comandaba. Los llaneros todos salieron del estupor y, con una carga de caballería, como jamás se había visto en la campaña libertadora, derrotaron al enemigo. Apabullados, los realistas se dieron a la fuga.

Vemos hoy, dos siglos después, que la figura cumbre de aquella epopeya fue Rondón. ¿Qué le habría pasado a la libertad si se pierde la batalla del Pantano de Vargas? Quizás  Bolívar habría muerto en la contienda, o habría sido capturado y pasado por las armas. Por supuesto, no hubiera tenido lugar la Batalla de Boyacá y la historia habría cambiado de rumbo por completo.

Rondón está hoy exaltado en varios sitios y entidades del país: el soberbio Monumento a los Lancero, de Rodrigo Arenas Betancourt, en el Pantano de Varga; el aeropuerto de Paipa; el municipio Rondón, en Boyacá; la unidad de caballería del Ejército denominada “Coronel Juan José Rondón”, y varios colegios. En Soatá, mi patria chica, un parque lleva su nombre y allí se erige una estatua con esta inscripción: “Juan José Rondón, héroe entre los héroes. Queseras del Medio, Pantano de Vargas, Boyacá. Nacido en Soatá y muerto en Valencia (Venezuela)”. Y tiene esta fecha: 1922 (conmemorativa del centenario de su muerte, a los 32 años de edad). Sus restos reposan en el Panteón Nacional de Venezuela.

El canónigo Peñuela aseveró, basado en una partida de bautismo aparecida en la parroquia con el mismo nombre, que el prócer era soatense y no venezolano. La versión ha sido refutada por notables historiadores, entre ellos S. T. Forzán Dagger en artículo publicado en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República (vol. 12, núm. 5, de 1969). ¿Llegará a mi pueblo algún alcalde que con valentía –y en honor a la verdad– rectifique esta falsedad histórica?

En el soneto Los caballos de Rondón, de José Umaña Bernal, se siente el palpitar de la patria y el arrojo de los lanceros fantásticos: “Eran potros aquellos de la pampa, corceles / de hirsutas crines largas y rudo galopar; / para luchar traían sus pechos por broqueles / y toda la locura del nervio en el ijar…”

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El Espectador, Bogotá, 3-VIII-2019.
Eje 21, Manizales, 2-VIII-2019.
La Crónica del Quindío, Armenia, 4-VIII-2019.

Comentarios 

Muy bueno y oportuno artículo sobre Juan José Rondón. Su acción fue definitiva en esa y otras batallas. Alberto Gómez Aristizábal, Cali.

Oportuno y magnífico el artículo. Como ya no se enseña historia patria, les toca a los escritores volver a escribirla. Josué López Jaramillo, Bogotá.

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Ignorancia sobre los próceres

EL TIEMPO – Bogotá, 7 de agosto de 2019

Señor director:

Me cuenta el escritor e historiador Eduardo Lozano Torres que se le ocurrió, por simple curiosidad, hacer una pequeña encuesta entre amigos, parientes y conocidos con esta pregunta: ¿usted sabe en dónde nació Juan José Rondón? Los porcentajes de las respuestas fueron los siguientes: Boyacá (sin especificar el municipio), 46,7%; Soatá, 13,3%; Ecuador, 6,7%; Venezuela, 6,7%; no sabe, 26,6%. La inmensa mayoría se rajó. Solo acertó el 6,7% (Venezuela, sin especificar el municipio).

Trasladada esta muestra a escala nacional (como ocurre con las encuestas), no resulta desenfocado pensar que existe un abrumador índice de ignorancia sobre los próceres y los grandes sucesos de la patria.

La triste realidad es que hoy no se estudia en los centros educativos la materia Historia Patria. Gustavo Páez Escobar 

Comentarios 

Mi opinión personal acerca del conocimiento y de la cultura general hoy en día es que el internet y el fácil acceso a la información están acabando con la tarea de memorizar fecha, sitios y acontecimientos. Yo no culpo a nadie, simplemente creo que el mundo cambió y el fácil acceso a la información está eliminando esa capacidad de aprendizaje y memorización. Mauricio Guerrero, Miami.

Qué cierto es este panorama. Y como si fuera poco estamos olvidando el aporte sustancial de Anzoátegui en este proceso independentista. Jaime Lopera, Armenia.

Realmente, se abandonó la enseñanza de la Historia y más que todo no hay profesores bien capacitados, para  hacerla viva y amena, de modo que no solo informe. Por ejemplo, ¿qué tal dos años de Historia con alguien como Diana Uribe? Elvira Lozano Torres, Tunja.

Por los caminos de Baza

miércoles, 24 de julio de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

En 1599, hace 420 años, el cabildo de Tunja entregó a Miguel Suárez de Figueroa, hijo de Gonzalo Suárez Rendón, el fundador de Tunja, todo el territorio comprendido entre Jenesano y el río Úmbita, que abarcaba la hacienda Baza y la población de Turmequé.

En 1638 las tierras pasaron a poder de los dominicos, que se asentaron allí para evangelizar a los indígenas y enseñarles técnicas agrícolas. La hacienda fue creciendo con nuevos terrenos hasta alcanzar gigantesca dimensión. Los religiosos la bautizaron con el nombre de Baza en homenaje al municipio español que lleva el mismo título, en el que varios de ellos habían nacido y la comunidad poseía un viejo convento.

En 1861 Tomás Cipriano de Mosquera decretó la desamortización de los bienes de manos muertas, que consistía en vender por subasta pública las tierras y otros bienes  de las órdenes religiosas de la Iglesia católica, los que antes no se podían enajenar. La expropiación se hizo a cambio de un reconocimiento económico a la Iglesia, y con dicha operación se buscó fortalecer las finanzas públicas.

En 1866 la extensa tierra fue dividida en seis lotes, el mayor de 1.500 hectáreas. En ese momento, Francisco Ordóñez compró parte de Baza, y a finales de 1960 nacía una nueva hacienda –la actual– al quedar Lucía Ospina Ordóñez, bisnieta de Francisco, como la dueña de 70 hectáreas, de las miles que habían llegado a formar el latifundio. Junto con su esposo Carlos Schrader Fajardo y los dos hijos se iniciaba una nueva etapa.

Este itinerario de la propiedad ocurrió en medio de conflictos con los indígenas, litigios y rivalidades familiares. Incluso se menciona el capítulo oscuro de una deuda de juego del primer dueño, Suárez de Figueroa, que afectaba su título sobre el inmueble. Hoy la mansión está hecha para el asombro y el disfrute.

No se sabe qué admirar más: si su arquitectura colonial, o la fascinación del entorno, o el confort de las habitaciones, o la amenidad del bar y los comedores, o las obras de arte que adornan los recintos. La cocina, olorosa a pasado, funciona en una estancia dotada de estufa de leña y carbón.

La hacienda está ubicada a dos kilómetros de Tibaná, “tierra de paz, amor y amistad”, según dice su lema. Cerca queda Jenesano, seductora población de gente amable y cálida, la que en 1999 fue declarada el “pueblo más lindo de Boyacá”. Allí  sobresale el moderno condominio Eco del Río, con 31.000 metros cuadrados de construcción y 304 apartamentos. En unos kilómetros más aparece Turmequé, cuna del deporte nacional conocido como tejo. En otro sector de la vía surge Ramiriquí, capital de la provincia de Márquez. De este municipio es oriundo el presidente de la Nueva Granada José Ignacio de Márquez, quien además es el primer presidente boyacense entre los trece que ha tenido la región.

Ha sido Lucía Ospina Ordóñez, nacida en Bogotá y que vivió en Baza los días felices de su infancia y adolescencia, la infatigable y prodigiosa creadora de lo que a partir de 1977 ha sido este paraíso terrenal que cuenta con un hotel de alta categoría incrustado en el corazón de la naturaleza. Delicioso sitio bucólico rodeado de paz, silencio y magia,  de sosiego y embeleso, donde el visitante se encuentra con los bienes primigenios de la vida en medio de árboles y jardines ensoñadores, el gorjeo de las aves, el rumor del agua, el sonido del viento y el embrujo de los paisajes.
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El Espectador, Bogotá, 20-VII-2019.
Eje 21, Manizales, 19-VII-2019.
La Crónica del Quindío, Armenia, 21-VII-2019.
Aristos Internacional, n.° 40, Alicante (España), febrero/2021. 

Comentarios 

Me gustó mucho el artículo como aporte histórico y como invitación a conocer otro bello rincón patrio. Josué López Jaramillo, Bogotá.

Este fin de semana estuve en Jenesano. Me picó la curiosidad, y dada la cercanía, estuve en la hacienda, como visitante, y pude admirar todo cuanto describe el artículo.  Es, sin duda, un lugar espectacular para el encuentro con la naturaleza y el descanso. El mobiliario, la mayoría de época, es asombroso en sus tallas, maderas y cuero. Allí en Baza el tiempo se detiene y regresa como por encanto a tiempos coloniales. Es asombrosa la comodidad con la cual vivieron esas gentes, hasta con piscina de piedra, hoy con azulejos. Un paraje  de sueño y añoranza, con aroma de frutos y vuelo de aves, refugio de colibríes y voces ancestrales. Inés Blanco, Bogotá.

Hacia finales del año pasado una de mis hijas y su esposo pasaron un fin se semana en la Hacienda Baza y vinieron hablando maravillas de la estancia. Yo desconocía la existencia del sitio, pues por esa región estuve por allá cuando era muchacho y nunca más volví. Por lo anterior, este estupendo e histórico artículo fue de mi agrado y creo que un día de estos iré a conocer el hotel y pasar allí aunque sea una noche. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

El recuento logrado por usted de Hacienda Baza me llena de satisfacción, puesto que generosamente nos describe en forma muy amplia, con la apreciación de lo que vivió en su estadía en este lugar, al cual tuve el privilegio de poderle dedicar parte importante de mi vida, y tenerlo hoy en día como el lugar que usted tan maravillosamente describe. Su columna me llena de orgullo y gratitud. Lucía Ospina Ordóñez, Hacienda Baza.

Iglesias coloniales

jueves, 10 de enero de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Maravilloso el libro que lleva por título Localización, historia y arte de las iglesias coloniales de Bogotá D.C., de Mercedes Medina de Pacheco, editado hace poco por la Sociedad Geográfica de Colombia, presidida por Eufrasio Bernal Duffo. En él se recoge la historia de 26 iglesias de la capital colombiana en las que tuvo su origen el arte religioso en la época colonial (1550-1810). Algunos de esos tesoros fueron saqueados en el curso de los años, y varios templos ya no existen, pero gran parte del valioso patrimonio fue preservado y hoy se exhibe como expresión de aquel pasado legendario.

Aparte del sentido histórico que representa este minucioso trabajo de la historiadora tunjana luego de más de 30 años de tesonera investigación, su libro se convierte en motivo de atracción para los turistas y los estudiosos que buscan las huellas de célebres artistas en los sitios de la religiosidad capitalina que tanto auge tuvo en aquellos días. Lo mismo que se dice de Bogotá puede decirse de varias ciudades colombianas que sobresalieron y sobresalen en este campo.

Es todo un libro de arte, en gran formato, en cuyas 360 páginas se hace un recorrido ameno por el perímetro urbano y se aprenden no pocas historias, anécdotas, leyendas y tradiciones religiosas, algunas envueltas en misterios y aspectos curiosos. Las numerosas fotografías tomadas por Gonzalo Garavito Silva –fotógrafo, investigador y pintor– le dan colorido a la obra. La lista de figuras llega a 416.

Otras personas se destacan por su profesionalismo en el diseño, diagramación e impresión; por  el diseño de la carátula y por el mapa plegable: Mario Augusto Rojas Aponte (Artesanos Imagen Creativa, Soacha), María Fernanda Garavito Santos y Carlos Augusto Sánchez Castañeda. La Arquidiócesis de Bogotá publicó en 2013, con motivo de sus 450 años de existencia, el libro Iglesias coloniales, conventos y ermitas de Santa Fe, en tiraje limitado, para fines de relaciones públicas. La actual edición es más amplia y fácil de conseguir.

Aquí están detenidos los siglos XVI, XVII y XVIII a través de las iglesias coloniales de Bogotá y sus obras de arte religioso. Las tallas llegaban de España, Inglaterra o Quito y eran trabajadas por artistas criollos, como los Acero de la Cruz, los Figueroa, Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos. Época de fe que tiene parangón con la del Renacimiento.

Y se erigen en el panorama bogotano iglesias históricas de perenne recordación, como la Catedral de Bogotá, Santo Domingo, Santa Bárbara, San Francisco, la Veracruz, las Nieves, San Diego, San Ignacio, Santa Clara, Nuestra Señora de Egipto, San Agustín, San Alfonso María de Ligorio, Monserrate, la Capuchina, Nuestra Señora de las Aguas…

Son 26 iglesias que ha escudriñado Mercedes Medina de Pacheco con su pasión de investigadora. Su labor literaria está señalada por libros que han merecido reconocimiento, como Resplandú, El duende de la petaca, El palomar del príncipe, Las estatuas de Bogotá hablan, Instantáneas bogotanas, Don Juan de Castellanos y otros  aventureros, Relatos de luna llena. Ha sido profesora de Historia de Colombia y es miembro de varias academias.

El Espectador, Bogotá, 5-I-2019.
Eje 21, Manizales, 4-I-2019.
La Crónica del Quindío, Armenia, 6 de enero de 2019.

Comentarios 

Es una obra maravillosa, no solo por la investigación, la fotografía y la impresión, sino por su gran aporte para propios y extraños al tema. Sin duda será documento de estudio que la autora  se empeñó por largos años en su preparación. Su calidad de historiadora le concede un punto muy alto en el panorama de las letras colombianas. Inés Blanco, Bogotá.

Deseo expresarle mi agradecimiento por el reconocimiento a la publicación de la académica Mercedes Medina de Pacheco y la mención a la Sociedad Geográfica y quien la preside. Harta falta hace el reconocimiento a los esfuerzos por divulgar cultura. Eufrasio Bernal Duffo, presidente de la Sociedad Geográfica de Colombia.

 

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La exmonja Julia Ruiz

lunes, 22 de octubre de 2018 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

En mi artículo anterior hablé del insurgente Biófilo Panclasta (1879-1942), basado en libro del historiador Orlando Villanueva Martínez. El nombre del anarquista causó curiosidad a los lectores, hasta el punto de suponerlo irreal. Esa suposición también existió en el pasado: cuando la vida de Biófilo Panclasta fue llevada a una obra de teatro, el público creyó que era un personaje ficticio. Su verdadero nombre era Vicente Lizcano, que tampoco dice nada hoy en día, ni se mencionaba en su tiempo.

Julia Ruiz era una humilde mujer de origen boyacense que a corta edad se hizo monja de la Caridad, y diez años después abandonó el convento y emprendió una cruzada a favor de los pobres y los marginados. Como monja fue enfermera en los ejércitos de Rafael Uribe Uribe, caso insólito en los inicios del siglo XX, ya que la mujer se mantenía alejada de la actividad pública y sobre todo de las contiendas bélicas. Lo que vio en la guerra y lo que captó en el discurrir cotidiano incentivaron su vocación por la causa social.

Poseía honda sensibilidad por las dolencias de la gente desprotegida, clase a la que pertenecía y a la que se le hacía objeto de menosprecios y penalidades. La actividad religiosa no le aportaba las soluciones que perseguía, y por el contrario, en el monasterio era víctima de afrentas y discriminaciones. Su estadía en el convento le hizo ver la realidad que no se imaginaba. No comulgaba con ciertas normas de la Iglesia católica, como los diezmos y primicias, y le dolía la actitud arrogante de sus compañeras y directoras, que no mostraban el verdadero espíritu cristiano.

Un día se rebeló contra ese estado de cosas y desertó de la vida religiosa. Pero conservó los principios de la religión. “Yo tuve –dijo más tarde– el coraje y el carácter de abandonar el convento y el hábito talar, porque ni ese hábito ni esa vida convenían a mi altivez espiritual, sentimientos cristianos y energía personales”. Y se volvió anticlerical.

En medio de absoluta pobreza y sin saber qué rumbo tomar en los caminos del mundo, se estableció en el centro de Bogotá, en algún cuchitril que surgió a su paso. Montó un rústico  negocio de mercaderías menudas que vendía a los transeúntes, y esa tarea le permitió la congrua subsistencia. A medida que pasaba el tiempo y palpaba mejor la pobreza, y por eso mismo conocía mejor a la gente, sentía acrecentarse su solidaridad con los desamparados.

Los vecinos admiraban su talante humano, sus actos generosos, su figura amable y sencilla. Julia Ruiz se hizo notar en el sector y se volvió líder de la comunidad. Nadie ignoraba que la exmonja rebelde –y ahora libertaria– era abanderada de las angustias del pueblo. Dirigió cartas vehementes a los periódicos, furiosas cartas de protesta en las que denunciaba la injusticia y clamaba por la libertad y el equilibrio social. Además, abogaba por la causa de las mujeres. Cual otra María Cano, luchaba por los derechos fundamentales de la población y por la dignidad del trabajo. Las dos mujeres estaban motivadas por sus ideas socialistas.

Un día Julia Ruiz sintió poderes de adivinadora y fundó un consultorio en la carrera 9ª número 4-56. Bien pronto corrió la noticia de que la exmonja se comunicaba con los espíritus y descubría o predecía los hechos ocultos. Los habitantes preguntaban a la pitonisa por los caminos que debían seguir, y de consulta en consulta, su fama se extendió por el pequeño poblado de entonces.

Terminó asociada en el negocio de la quiromancia y la creencia espiritista con Biófilo Panclasta, a quien acababa de conocer en estado lastimero. Ella se condolió de su suerte. Maltrecho y menesteroso, el anarquista volvía a Bogotá derrotado por su cadena de infortunios. Había visitado numerosos países, había sufrido hambres y cárceles, se había entrevistado con grandes figuras del mundo, había tenido un hijo con una princesa rusa, y ahora se hallaba en el fracaso total. Estaba entregado a la vagancia y el licor. Y se le apareció Julia Ruiz, que lo sacó del abismo. Ambos tenían las mismas ideas, ambos eran anarquistas, ambos conocían la miseria humana. La pareja perfecta.

Unidos en el amor y la bienandanza que nunca habían disfrutado, pasaron los mejores años de sus vidas. El mundo vino a sonreírles en la edad otoñal, y supieron que la equidad que buscaban para los demás se cumplía en ellos mismos. Corría el año 1934. Cinco años después (enero de 1939), moría Julia Ruiz dejando a su compañero hundido en la desolación. Lo abrumaron la pena y el desespero, y su existencia volvió a derrumbarse. Se refugió en Barranquilla, y allí intentó dos veces suicidarse. Más tarde fue a dar al Asilo de Ancianos de Pamplona, donde falleció de fulminante paro cardiaco en marzo de 1942, tres años después de la muerte de Julia.

El Espectador, Bogotá, 29-IX-2018.
Eje 21, Manizales, 28-IX-2018.
La Crónica del Quindío, Armenia, 30-IX-2018.

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Qué buen trabajo revivir la historia, la que el sistema no quiere que las nuevas generaciones conozcan. Igual pasa con la revolución comunera. En México se sienten orgullosos del grito de Hidalgo, igual al de José Antonio Galán. La historia de Hidalgo en México es un orgullo, la de Galán en Colombia no la conoce nadie. Gupinzón (comentario en El Espectador).

Atrayente historia de amor la de la monja Julia, que le he mandado, para promoverla, a Daniel Ferreira, el excelente novelista que acaba de publicar la abrumadora novela sobre la Guerra de los Mil Días y la batalla de Palonegro. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Muy interesante, y por qué no decir, conmovedor, el artículo sobre Julia Ruiz y su compañero, quienes al final de la vida encontraron el amor «perfecto» en medio de sus avatares como seres rebeldes. Tal para cual, diría mi abuela. Es una aproximación de carácter novelesco. Inés Blanco, Bogotá.