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Archivo para viernes, 16 de diciembre de 2011

Parque Nacional del Café

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Comité Departamental de Cafete­ros del Quindío ha tenido la gentileza de enviarme el excelente libro que divulga la obra del Parque Nacional del Café. Es un libro más, entre los varios que viene pu­blicando el Comité de Cafeteros, que pone de presente la admirable labor que ade­lanta la entidad en beneficio de la cultura de la región. Aquí es preciso destacar el liderazgo que en este sentido ejerce el di­rector ejecutivo del Comité, ingeniero agró­nomo Óscar Jaramillo García.

Aunque ya conocía los textos del libro –bellamente escritos por Carlos Arturo Patiño Jiménez, empleado del Comité–, por haber prestado mi concurso en la revi­sión final de los mismos, me he maravi­llado con la esplendorosa edición que aho­ra tengo a la vista. La descripción que se hace del Parque Nacional del Café no sólo es certera y bien documentada, sino ade­más seductora y poética. Por otra parte, las maravillosas fotografías que ilustran la obra, tomadas por Diego Álvarez Mejía, ofrecen todo un espectáculo de colorido y embrujo del paisaje quindiano.

Este libro contiene un mensaje ama­ble del pueblo cafetero. Aquí está, en tex­tos y en fotografías, el alma de la región. El café, siendo un medio de sustento –hoy, por desgracia, venido a menos–, es magia y religión y poesía. El café es un dios. Una religión. Qué importante que los dirigentes quindianos de la industria cafetera se hubieran pre­ocupado por erigir este monumento en el propio corazón de la montaña, nada me­nos que en Montenegro, una de las tierras más pródigas para el cultivo del gra­no.

El Parque Nacional del Café nada tie­ne que envidiarles a obras parecidas –de diferentes actividades– localizadas en otros sitios de Colombia y del mundo. La obra nuestra ha sido planeada con gusto artístico y con el enfoque cabal para captar toda la historia del principal producto de nuestra economía. Por el café se conoce a Colombia en el mundo entero. Los reveses actuales, de­rivados de malas políticas y de hechos desafortunados, no pasarán de ser pasajeros.

Una entusiasta felicitación merece el gremio cafetero, representado en sus organismos rectores tanto de la región como del país, por la feliz idea del Parque. Esto es lo mismo que hacer historia patria. Y este libro difusor, que se quedará en ma­nos de miles de turistas que pasan por la finca-museo de Montenegro, será el men­sajero permanente de las magnificencias de una tierra mítica.

La Crónica del Quindío, Armenia, 22-IX-1997.

 

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Sorpresa literaria

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Muchos serán los sorprendidos con la noticia que da Santiago Romero Sánchez en su co­lumna de El Tiempo sobre la postulación del escritor santandereano Jaime Álvarez Gutiérrez al Premio Nóbel de Literatura. No es una postulación cualquiera: ella procede nada menos que del director de la Real Academia Española, don Lázaro Carreter, y de otras altas dignidades de las letras, como Pedro Laín Entralgo y Luis Rosales Camacho.

Este ignorado escritor de provincia, nacido en San Gil en 1923 y que ejerce su profesión de abogado en Bucaramanga, es autor de valiosa obra que se tradu­ce en varios libros de singular creación y estilo polemista. En octubre de 1993, con motivo de la salida de su libro Carta al rey, que comenté en las páginas de El Espec­tador, me formulaba él los siguientes co­mentarios que bien vale la pena transcri­bir:

«Escribo desde tiempos inmemoria­les, pero mis libros, mis escritos, mis ideas y mis pensamientos duermen en el fondo de un arcón que hace las veces de ataúd, puesto que la mayoría de mis sue­ños han sido condenados, por mi propia decisión, a morir sin ver la luz. De ese ar­cón, cuando llega la hora de la resurrec­ción, saco mis papeles y los achico, los alargo o los destruyo».

En la misma carta me decía que por aquellos días estaba entregado a la elaboración de su novela El chispeante epitafista don Ludovico di Betto. Nada volví a sa­ber de la novela hasta cuatro años des­pués, cuando me entero por la nota de Romero Sánchez de que este libro ha me­recido los mejores elogios de las persona­lidades atrás mencionadas. Libro estelar que unido a toda su obra –la que ha pasado inadvertida para los colom­bianos– le ha hecho ganar universal reconocimiento.

Camilo José Cela, nóbel de 1989, había ponderado en la prensa española otra de las obras geniales de nues­tro escritor: Diccionario del desahogo. Mientras esto ocurría por fuera de nues­tras fronteras, Jaime Álvarez Gutiérrez era –y es– un solemne desconocido en su propia patria. O si no que diga quién ha leído sus libros. Aparte de los antes cita­dos, estos son los otros títulos: Las putas también van al cielo, La cruz trenca, Matrioshka trierótica, Par mestizos.

Álvarez Gutiérrez es escritor irreverente, parecido a Vargas Vila, que maneja una prosa mor­daz y erudita. Su palabra es enjuiciadora, implacable. Crítico agudo del estableci­miento, de los abusos del poder, de la sinrazón, del desamparo del escritor co­lombiano (ese escritor que él encarna muy bien como hijo de provincia margi­nado por la gran maquinaria de la capi­tal). Todos estos atributos de su pluma le han hecho ganar –allende los mares– la alta valoración de su obra, la que debe ser motivo de análisis y reflexión por parte de nuestros intelectuales criollos.

El Espectador, Bogotá, 20-IX-1997

 

 

La banca que se va

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Acabo de saber por La Crónica el retiro de Óscar Jaramillo Jaramillo de la gerencia del Banco Santander. Así, aquella banca de Armenia que dejé hace 14 años, está hoy casi completa­mente renovada. El único que queda es Diego Álvarez de la Pava, de Bancafé (y ya hasta de nombre le cambiaron a su antigua entidad, el Banco Cafetero).

Es ley de la vida. A todos nos llega el final, no sólo en la vida del trabajo sino en la propia existencia. Todo cam­bia, nada se detiene. Las institucio­nes, que a nada se aferran y que son tan duras como sus propias bóvedas de caudales, hoy más que nunca vi­ven en plan de renovar sus equipos directivos para mantenerse remozadas en medio de la competencia. Prefieren lo nuevo a lo antiguo. Con lo cual, a Óscar Jaramillo no le estoy diciendo que es viejo –ni más faltaba–, sino maduro. Y le llegó la hora.

La hora del reposo. Óscar, que cumplió una larga y des­tacada labor en la banca local, demos­tró siempre gran laboriosidad. Nunca se le vio quieto ni amodorra­do –en la banca ni en su vida priva­da–, y ese mismo ritmo lo llevará en adelante, para qué dudarlo. En esa forma tiene garantizados muchos años de plenitud –para él y para Solita– en la dorada etapa que aho­ra emprende.

Me invade hondo senti­miento de nostalgia cuando veo que mi banca, la que ya no exis­te, termina desintegrándose con la salida del actual decano de la banca de Armenia, que decidió irse a descansar. Cuando miro al Quindío desde mi tranquilo re­manso en Bogotá observo que día a día algo nuevo se desmorona. Pero no es la vida la que cambia, sino los hombres. Armenia, cuyas raíces son indestructibles en el afecto, cada vez aparece más borrosa en la distancia, y tan en­trañable como siempre. Cierto que hoy existen allí menos ami­gos, pero los que quedan son más leales que muchos de los que te­níamos cuando éramos banque­ros.

Hablando de los antiguos co­legas, resulta doloroso rememo­rar la partida definitiva de gran­des amigos: Silvio Ramírez, Ra­miro Giraldo, Augusto López, Ál­varo Aguado, Pablo Echeverry, Jorge Arango, Uriel Patiño. To­dos prestaron eficientes servi­cios a la ciudad. Y todos mere­cen ser recordados. En fin, se fue Óscar. Mañana le tocará el turno a Diego.

Y es que a los bancos, como a los ca­maleones, les gusta cambiar de piel. Hoy la banca de Armenia tiene fresca la piel. También, en general, la tienen los actuales banqueros (aunque al­gunos comienzan a mostrar cier­tas arrugas inevitables: las de la madurez).

Óscar: en la capital del país un grupo de exbanqueros –en­tre ellos, Josué López Jaramillo, antiguo gerente del Banco de la República– formamos una insti­tución privada, sin acciones ni sobresaltos, que llamamos «la banca en la sombra» y que nos sirve para reír, murmurar y re­cordar. Y la pasamos muy bien. Estás invitado.

La Crónica del Quindío, Armenia, 6-IX-1997.

 

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Periodismo analítico

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hernando Roa Suárez, director de la Escuela Superior de Ad­ministración Pública, conme­mora sus 25 años de periodismo en el libro que acaba de editar: La muerte de la imaginación impide el cambio. Con ese mismo título publicó en 1971, en Lectu­ras Dominicales de El Tiempo, un reportaje a propósito del proceso político que se vivía en Chile con motivo del gobierno socialista de Salvador Allende.

A partir de entonces ha escrito en los diarios El Tiempo y El Espectador una serie de artículos sobre diversos temas de actualidad, que recoge ahora en este libro bajo los siguientes capítulos: Política, Ciencia y cultura, Economía, Medio ambiente. El abogado Roa Suárez, espe­cialista en Ciencia Política y Alta Dirección del Estado, presta sus servicios a la Esap desde hace largos años y desde allí viene comprometido con la formación académica y la marcha del país.

No sólo es estudioso de los proble­mas colombianos, sino que es autor de varios libros y numerosos ensayos aparecidos en perió­dicos y revistas, así como de diversas conferencias ante respetables audiencias. Se ha preocupado por refle­xionar en los problemas políticos, lo mis­mo que en los socioeconómicos, en esta nación a la deriva y huérfana de liderazgo que tambalea en su des­tino histórico.

Hay personajes de la historia que lo apasionan: Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán. Sobre ellos ha publicado tres libros en la presente década, y prepara otras figuras, con el rigor académico que lo distingue, sobre líderes de la nacionalidad que han influi­do en la suerte del país, y cuyo ejemplo hemos dejado en el olvido.

Siendo secretario privado de la Go­bernación de Boyacá en la administra­ción de Carlos Eduardo Vargas Rubiano, observó de cerca las carencias de aquel pueblo grande, venido a menos en la hora ac­tual gracias a la indiferencia (para no lla­marla ineptitud) de sus dirigentes políti­cos. Uno de los escritos de este libro se ti­tula: ¿Qué hacer en Boyacá?

Estos ensayos, que poseen la virtud de la brevedad, ponen de presente lo que significa el periodismo como orientador de la opinión pública, cuando se ejerce con in­dependencia, sindéresis y espíritu críti­co. El autor, que vive rodeado de juventu­des en marcha hacia los puestos del Esta­do, insiste ante los alumnos de pre y de posgrado en una norma que debería ser de forzoso cumplimiento: comprome­terse con Colombia. Y además escribir, como él lo ha hecho –y lo demuestra con su libro de recapitulación–   sobre los agu­dos problemas que perturban la vida na­cional.

El Espectador, Bogotá, 4-X-1997

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Por las sendas del Quijote

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Si bien Miguel de Cervantes Saavedra llegó al mundo en el año de 1547, en Alcalá de Henares, no se conoce el día exac­to de su nacimiento. Puede pensarse que éste tuvo lugar en septiembre –tal vez el 29, día de San Miguel, su patrono–. Lo que sí consta es que fue bautizado el 9 de octubre de 1547, y la cercanía con la fecha patronal es la que hace pre­sumir dicha hipótesis, aunque no era común en aquella época que un bautizo se retrasara tantos días.

Hacia 1597 inició Cervantes la primera parte del Quijote, que vio la luz en 1605, cuando el novelista tenía 58 años de edad. Fue tal el interés que despertó la obra, que al año siguiente salieron seis ediciones: dos autoriza­das por el autor, las de Madrid, y las otras, clandestinas, las de Lisboa. Desde entonces existían las ediciones piratas, hurto que ha querido situarse sólo en los tiempos ac­tuales. Ya por esa época era conocido Cervantes como novelista y dramaturgo de renombre. Su incursión en la poesía fue menos afortunada. En 1584 habían aparecido las co­medias El trato de Argel y El cerco de Numancia, y al año siguiente, La Galatea, su primera novela.

Lope de Vega, tan en boga por aquellos días, al pedírsele una opinión sobre los escritores españoles, manifestó: «Muchos están en cierne para el año que viene, pero nin­guno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote». No es la primera vez que en el mundo de las letras se produce un juicio tan equivocado y aplastante.

Recuérdese de paso el episodio de García Márquez, cuatro siglos después, cuando también es descalificado como literato. La obra que había enviado a un notable crí­tico y editor de Buenos Aires, de ésos que llaman vacas sagradas, le es devuelta con la anotación de que, siendo tan pobre la novela, le aconsejaba que cambiara de oficio. A la vuelta de los años, dicha obra sería famosa. ¿Qué tal que a estos escritores, apabullados por los jerarcas de las letras, se les hubiera ocurrido rasgar sus cuartillas y re­nunciar a su vocación?

La segunda parte del Quijote fue editada en 1615. Si se analizan con rigor los dos volúmenes, podrá advertirse que el segundo es más esmerado en su escritura. Hay críticos puntillosos (siempre habrá críticos empeñados en señalar minucias) para quienes Cervantes es un prosista descuida­do y desigual, y esta falla la hacen más notoria en la prime­ra parte que en la segunda. De todas maneras habían corrido diez años de distancia entre ambos tomos, y este tiempo introduce cambios en el estilo del escritor.

Caminos trashumantes

Eduardo Caballero Calderón, uno de los mayores intérpre­tes de Cervantes, y que vivió una provechosa temporada en España dedicado al estudio y la creación, declara que «el Quijote es como la vida: un viaje». El hidalgo de Tipacoque –también caballero andante– dice que en el li­bro de caballerías de Cervantes aprendió a leer y a soñar. Con motivo del cuarto centenario del novelista, Caballero publicó una excelente guía para entender mejor la obra genial: Breviario del Quijote.

En 1972, el Instituto Colombiano de Cultura, dirigido por Jorge Rojas, incluyó la novela de Cervantes en la serie de bolsilibros, abreviada y adaptada para todos los públicos, con la siguiente nota: «Quien no ha leído siquiera ‘algo’ del Quijote, está muy lejos de cono­cer el mundo, sus hombres, su historia. Y no ha vivido la más fantástica y humana de las aventuras».

La vida de Cervantes es un continuo deambular por los pueblos de España. Su padre, cirujano modesto sin mayor éxito profesional, cambia con frecuencia de domici­lio para escapar de los acreedores. El pequeño Miguel mar­cha siempre de la mano de su padre hacia los nuevos destinos: Madrid, Valladolid, Córdoba, Sevilla… En ningu­na parte encuentran residencia fija. La vida de Cervantes está enmarcada por la adversidad, signo que lo acom­pañará hasta la muerte. Hambres, privaciones, temores, inseguridad, en medio de una ansiedad corrosiva y cons­tante, invaden sus desplazamientos.

Por tal motivo, los estudios escolares del futuro genio de las letras son inestables y precarios. La vida vagabunda y bohemia de su padre, agobiada cada vez más por las deu­das, crean desazón y desencanto en el adolescente. Las cla­ses de gramática, materia por la cual se siente apasionado, son tan fugaces como sus errancias. Adopta enton­ces una actitud ejemplar: aprender por su propia cuenta. Con esa formación autodidacta enmienda las deficiencias con que lo castiga el azar de los caminos. En Sevilla asiste como alumno pobre al colegio de los jesuitas y allí se le descubre su afición por los libros.

En 1571, cuando contaba 24 años, marcha como solda­do a la batalla de Lepanto, donde es herido de tres arcabuzazos en la mano izquierda, que le queda inutilizada para siempre. En 1575, en guerra contra los corsarios turcos, cae prisionero frente a la isla Terceira (Azores) y es conducido a Argel, donde sufre un penoso cautiverio de cinco años. En estas acciones heroicas fortalece el espíritu y adquiere una visión superior sobre la existencia huma­na. En su mente comienza a nacer su obra maestra.

En 1582, durante su estancia en Portugal, tiene amores con una dama pasajera que le deja de regalo a su hija Isa­bel, quien lo acompañará hasta el fin de sus días. Dos años más tarde, también en Portugal, contrae matrimonio con Catalina Palacios Salazar, con quien no logra ser feliz.

Aquí no se detiene su destino errátil y azaroso. Ya distante su padre, el hijo transita los mismos caminos de deudas y penurias que aquél le había hecho conocer. Y como él, cambia de vivienda a cada rato para esconderse de los acreedores. Esto parece una herencia fatídica. Varias veces termina en la cárcel debido a las acreencias insalvables. Apenas gana para vivir con miseria. Este itinerario de son­rojos y penalidades se vuelve, sin embargo, enriquecedor para su labor de novelista. Nunca lo acompaña la fortuna, y su existencia es una cadena de fracasos y amarguras.

Alianza con Sancho

Situado Cervantes en la ruta del novelista, tenía que hallar un espíritu travieso y humano que lo salvara de sus infortunios. Y aparece Don Quijote, su álter ego. Lo mismo que un día exclama Flaubert: «Madame Bovary soy yo», a Cervantes le corresponde decir: «El Quijote soy yo».

Creador de genial humorismo, Cervantes moldea al ingenioso hidalgo como ser visionario y romántico, to­cado de locura mística y de verbo chispeante. Lo arma de lanza y adarga para que se vaya por los caminos a «desfacer entuertos», y lo pone a cabalgar sobre el noble Rocinante, flaco de carnes y ágil de imaginación, que –en sus entendederas de jamelgo sufrido y caviloso– siente incrus­tada la propia personalidad de su amo.

Don Quijote es alto, desgarbado, de débil contextura y aspecto tranquilo, de mirada penetrante y perfil aguileño. A su lado va Sancho Panza, montado en su borrico plebe­yo. La figura del escudero es singular: gordo, barrigón, mugriento, de baja estatura y facciones bruscas, en cuyo rostro mofletudo y vivaz brillan los ojos maliciosos y se agazapa la sonrisa socarrona. De él dirá la historia que es astuto y prudente, pero también egoísta (como lo son quienes nada tienen y por eso ambicionan algún bienestar). Es un aldeano bueno y respetuoso, y su lealtad a toda prueba es su mayor virtud.

Don Quijote y Sancho, los personajes centrales de la obra, que apenas se separan dos veces en sus aventuras camineras, representan los dos tipos esenciales de la con­dición humana: el idealista y el realista. Ambos caminan en la misma dirección: defender sus ideales y limpiar los caminos de emboscadas y de malandrines. No importa que don Quijote sea versado en letras y de noble estirpe, mien­tras que el escudero es analfabeto y de humilde cuna, si los dos –en sus luchas por la justicia y la libertad– se necesitan y se complementan.

En sus encuentros con los curas, los barberos, los tru­hanes, los arrieros, los venteros, los bachilleres, los nobles, los plebeyos, los caballeros, las señoras, las labradoras… el humilde acompañante, al lado de su soberano señor, aprende a conocer y tratar la humanidad. Y de tanto oír los con­sejos y los regaños paternales de su amo, se vuelve sabio. En tal forma se le graban los refranes y las frases cultas, que cuando llega a ser gobernador de la ínsula Barataria aplica las lecciones recibidas. Allí promulga y hace cum­plir, como ejemplo para los gobernantes de todos los países y de todos los tiempos, Las Constituciones del gran gobernador Sancho Panza.

La pasión aventurera

Para interpretar mejor el Quijote es preciso saber que el español era aventurero impenitente que no podía per­manecer quieto en ninguna parte, y por eso buscaba la emoción de los caminos, donde hallaría la fortuna y la felicidad. Este sueño casi nunca se realizaba, pero había que seguir adelante, sin flaquezas ni cobardías, porque la ven­tura aguardaba a la vuelta del camino. Así, de fonda en fonda, de pueblo en pueblo y de sueño en sueño, el espa­ñol alimentaba su vida errante.

Mientras recorría las veredas, hablaba. Hablaba con el vecino, o con la moza labradora, o con los molinos de viento, o con quien fuera –incluso consigo mismo–, porque el español nunca puede quedarse en silencio. La locuacidad es su mayor distintivo. Por eso, los personajes del Quijote caminan y caminan… y nunca se callan. Es el pueblo más hablador del planeta, y Cervantes no hace más que interpretar esa característica. Eso explica que el Quijote sea libro tan locuaz.

Por esta obra pasan muchedumbres bulliciosas como si fueran para una feria, pero en realidad es la España de todos los días –y de siempre– que no se cansa de andar y de conversar. No hay libro que capte mejor el alma españo­la como el Quijote. Cervantes no pinta paisajes, ni sienta cátedra, ni explica nada, sino que platica con sus persona­jes –y a uno le dan ganas de hacer parte de las tertulias–, mientras rueda la vida. La caballería andante era una reli­gión. Y como tal, transportaba al hombre a los espacios del idealismo y la dignidad humana.

La cueva de Montesinos

Don Quijote, agotado por las severas jornadas, penetra en la cueva de Montesinos y busca reposo. No sólo está exte­nuado, sino demacrado. En ese momento resalta más la calificación que le endilgó Sancho: el caballero de la triste figura. Al preguntarle Don Quijote por qué lo llamaba así, Sancho respondió: «Porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel malandante, y ver­daderamente tiene vuesa merced la más mala figura, de poco acá que jamás he visto».

En la cueva se queda dormido y sueña con el mundo de la caballería. Su imaginación arrebatada, que no lo aban­dona ni en el sueño, le hace ver la mística caballeresca como un postulado supraterreno. En el cielo de su delirio, muy cerca de Dios, flota sobre el mundo vil que tantos sinsabo­res le causa, y se contempla a sí mismo como el supremo sacerdote de la caballería.

Este atribulado señor de todas las desdichas –que lleva en su encarnadura la propia vida atormentada de Cervantes­– se desquita en la cueva de Montesinos. En su ascensión a los cielos se olvida de las desgracias terrenas y se encuentra, en esta nueva escala de Jacob, con una legión de ángeles que suben y bajan y lo hacen sentir en la morada celestial. En su éxtasis santo, muy propio de santa Teresa, la realidad de la vida se transmuta en visiones fantásticas. Es uno de los pa­sajes más hermosos de la obra, lleno de hechizos, ensueños y poesía, donde la caballería rompe el cerco de lo prosaico y se eleva por el cosmos como un estado del alma.

Las armas y las letras

Dice Don Quijote: «Dos caminos hay por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; el otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras». Si estas palabras hubieran sido pronunciadas en los días actuales, estarían desenfocadas. Por lo menos las letras no hacen rico al escritor, aunque sí honrado. Pero hace 450 años eran diferentes los valores en la España ca­balleresca y letrada que contaba con personajes tan fabu­losos, y casi irreales, como los que rescata Cervantes en su obra.

Las armas no eran las mismas armas asesinas de esta época, con las cuales el hombre ha llegado a los peores extremos de barbarie y destrucción. Eran armas nobles que adornaban a los caballeros y les transmitían talante e hidalguía. El mismo Don Quijote, que dejó un discurso magistral sobre estos atributos de su tiempo, manifiesta que «las armas requieren espíritu como las le­tras»; y refiriéndose a la finalidad de las letras, dice que éstas «deben poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo».

El que habla aquí no es un loco, como algunos califi­can a Don Quijote, sin más distinción, sino todo un esta­dista que ojalá gobernara, para no ir muy lejos, este país en honda y continua crisis que se llama Colombia, que ha olvidado el sentido verdadero que tienen las armas y las letras. Las armas son hoy uno de los elementos más atroces y detestables que gravitan sobre la humanidad, y las letras andan pisoteadas por los gobernantes; aunque no por todos, pues hay algunos tan quijotescos que han sido capaces de acogerse al humanismo para que no perez­ca la sociedad.

Los políticos no han leído el discurso de Don Quijote, el guerrero inte­lectual que en sus travesías por los caminos de su patria legisló para todas las naciones y todos los tiempos. Si él viviera en la época actual –¿y por qué no resucitarlo?–, nos diría que las armas pasan y las letras quedan.

La mujer ideal

Los amores pastoriles que surgen a lo largo del recorrido convierten a Don Quijote, el mayor enamorado de los per­sonajes, en el precursor de los románticos. Por todas par­tes se encuentra él con frescas doncellas, con dulces pastoras, con apetecibles venteras, con mujeres castas y pecadoras.

Penetra en los secretos de las almas y recoge para la historia, entre ficciones y artificios, pero sin faltar a la ver­dad de los enamorados, deliciosos idilios enmarcados en el embrujo de los campos. No necesitó ser artista del pin­cel para pintar, con la sensibilidad de la emoción y la poe­sía, toda una galería de cuadros bucólicos que seducen a los enamorados. Por ese solo motivo, ya que el amor nunca muere, habría que leer a Don Quijote.

En la exaltación que hace de los atributos femeninos se afirma la vigencia del amor. Este caballe­ro galante se embelesa ante ciertos valores inmutables: la belleza, la gracia femenina, la pureza, la majestad del alma. Las mujeres que cruzan por las páginas de la novela –in­cluso Maritornes, la moza de la posada que se refocilaba con los clientes en las noches lujuriosas– son heroínas del amor.

Así las ve el caballero romántico, pero él le guarda leal­tad a su casta Dulcinea. En la aldea lejana quedó, provoca­tiva como ramo de uvas, la virtuosa y bella zagala por la que él suspira en sus noches de delirios. Dulcinea es agra­ciada y sensual, fuerte y rebosante de vida como una de esas labradoras que pasan a su lado y lo atraen. Virginal y etérea. A veces le parece que es irreal y se pierde en la at­mósfera como una avecilla de los montes. En tanto tiempo que lleva queriéndola, sólo la ha visto cuatro veces. No importa: ese es el amor de su vida. Ella ignora el torrente de esa pasión, porque su enamorado platónico, que no se ha atrevido a descubrirle su alma, prefiere idealizarla.

Don Quijote pondera ante Sancho los atractivos de su diosa espiritual, por quien está dispuesto a morir si fuera necesario: «Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la Tierra». El hidalgo, aunque cueste trabajo creerlo, es un tími­do caballero que en secreto idolatra a su amada y se la imagina inmaculada, e inconquistable para el resto de los mortales. Y a Sancho, el depositario de todas sus cuitas y todos sus secretos, le confiesa que no es un enamorado vicioso, sino un platónico continente.

Difícil concebir mayor grado de idealismo romántico. Hay amores sublimes –inmortalizados en grandes páginas de la literatura universal, e ignorados en la vida corriente, donde también existen–, que dejan de ser de carne y hueso para volverse heroicos.

«No se muera vuesa merced»

Cuando Sancho presiente el final de su patrono, le ruega que no se muera:

No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la ma­yor locura que puede hacer un hombre en esta vida es de­jarse morir (…) Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mala hallaremos a la señora doña Dulcinea (…) Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por ha­ber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron.

Pero Don Quijote no le hizo caso y se murió.

Queda su obra, esa sí inmortal. En su testamento le dejó a la humanidad el quijotismo, cabal expresión del ideal humano. El altruismo, la dignidad, el desprendimien­to de los bienes terrenos, la gallardía, la generosidad, el romanticismo, son principios fundamentales de la doctri­na quijotesca. En estas normas de vida, escritas para todas las generaciones y todos los tiempos, el hombre aprende a ser justo, libre, hu­manitario.

Don Quijote vivirá siempre en el corazón de los que aman, de los que sueñan, de los que luchan. Y será el me­jor aliado, como lo fue de Sancho, contra los choques del mundo y la desesperanza.

Academia Colombiana de Historia, Boletín de Historia y Antigüedades, N° 799, Bogotá, octubre-diciembre de 1997

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