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El leopardo mártir

viernes, 16 de julio de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

En Bucaramanga, de donde era oriundo el personaje, adquirí hace varios años el libro José Camacho Carreño, el leopardo mártir, título que recuerda una época ya desdibujada en nuestros días: la de los Leopardos, aguerrido grupo de políticos e intelectuales que se hicieron famosos en el país en la segunda y tercera décadas del siglo pasado.

 Otto Morales Benítez me facilitó dos viejos textos de José Camacho Carreño, básicos  para comprender el pensamiento del ilustre santandereano: el prólogo de las Memorias de Florentino González (1933) y el libro Bocetos y paisajes (1937), trabajos que encierran un acervo de riqueza intelectual. También leí el  vehemente ensayo de Horacio Gómez Aristizábal, escrito en los inicios de su profesión de penalista y su carrera literaria, donde sostiene que Camacho Carreño fue un espíritu atormentado toda la vida.

En la selecta biblioteca de Vicente Pérez Silva descubrí un tesoro invaluable: el álbum de recortes de prensa que él viene elaborando desde hace largos años y que hoy supera las 240 páginas, en tamaño oficio y color azul purísimo (enseña política de los Leopardos). Allí reposa la historia completa de este grupo legendario, decantada por las plumas de eminentes escritores del pasado. Todo este material, diverso en sus apuntaciones históricas y en sus enfoques críticos, me ha permitido abrir un horizonte amplio sobre el fulgurante leopardo.

No resisto la tentación de transcribir para mis lectores las palabras de Pérez Silva anotadas al comienzo de su preciado archivo (tal vez único en el país), como abreboca del suculento manjar que en sus páginas he degustado durante varios días: “Del acopio de escritos que recoge este álbum de recortes surge omnipresente la imagen de José Camacho Carreño, santo de mi devoción, al igual que la de los otros compañeros de generación que integraron el famoso grupo de los Leopardos. Este álbum hace parte de mi propia vida”.

En este legajo secreto, custodiado con tanto celo por el acucioso investigador, encontré la carta que Manuel Serrano Blanco le dirigió en 1952 a propósito de la noticia anunciada por Pérez Silva sobre el libro que en aquellos días –¡hace medio siglo!– había comenzado a preparar sobre el “santo de su devoción”. Conocida la confidencia, el reto para él no es otro que el de publicar cuanto antes dicha obra, de indudable valor, que el dilecto amigo le debe a la literatura colombiana.

Camacho Carreño nació en Bucaramanga el 18 de marzo de 1903 y murió en Puerto Colombia el 2 de junio de 1940. Itinerario demasiado fugaz, que sin embargo le permitió realizar rutilante labor en diversas actividades. En cualquier campo donde actuó –como político, parlamentario, diplomático, orador, ensayista, crítico o periodista–, dejó rastros de su inteligencia luminosa.

Desde temprana edad se adentró en la lectura de los clásicos y cultivó las disciplinas del lenguaje castizo, la oratoria refulgente y la dialéctica acrisolada. Su verbo subyugante, su ademán airoso, su fogosa elocuencia, su estampa varonil agitaban multitudes. Un coloso de la oratoria. Era el tribuno auténtico, huracanado y demoledor, que hacía vibrar el alma nacional con el poder de la palabra y el ímpetu y donaire de su talento. Sus defensas penales son de antología y sólo vienen a encontrar equivalencia en las de Jorge Eliécer Gaitán, de su misma generación.

A los 26 años llegó a la Cámara de Representantes, de la que fue dos veces presidente. Allí libró memorables duelos oratorios con prohombres de la talla de Antonio José Restrepo. Fue embajador en Argentina y Uruguay. En el campo del periodismo, su primera vinculación la hizo con El Nuevo Tiempo, donde alternaba con figuras consagradas, como Marco Fidel Suárez y Guillermo Valencia. Luego fue columnista asiduo de El Tiempo y allí divulgó sus mejores páginas sobre política, literatura y diferentes temas del acontecer nacional.

Los Leopardos aparecieron en el año 1924 como protesta contra el sistema político imperante y los dignatarios de su propio partido, que no permitían el surgimiento de nuevos dirigentes. El grupo lo formaban cinco jóvenes rebeldes y locuaces, nacidos entre 1900 y 1903, con similares ideas, temperamento y garra combativa: Augusto Ramírez Moreno, José Camacho Carreño, Silvio Villegas, Eliseo Arango y Joaquín Fidalgo Hermida (que se separó al poco tiempo y no dejó mayores huellas sobre sus actos posteriores).

Ramírez Moreno, al bautizar el grupo en honor de los leopardos pertenecientes a un circo que pasaba por Bogotá, recomendó “adoptar un nombre de guerra, algo que dé la sensación de agilidad, de fiereza, algo carnicero como los leopardos”. Con dicha impronta, los bizarros gladiadores de la inteligencia marcaron toda una época de la historia política y literaria del país. Desde la tribuna pública, la academia y los periódicos se lanzaron como una tromba contra las castas privilegiadas.

Derrocaron ministros, fustigaron a Laureano Gómez (que no era poca cosa) y atacaron el abuso y la sinrazón. Nunca se había conocido fuerza colectiva tan arrolladora. Dotados de delirante elocuencia, dejaron páginas magistrales que hoy enaltecen las letras colombianas. Sus estilos fueron clasificados de la siguiente manera: Eliseo Arango, el sustantivo; Silvio Villegas, el adjetivo; Camacho Carreño, el verbo, y Ramírez Moreno, la interjección.

En el libro El leopardo mártir se estremece la sensibilidad al enterarnos de la defensa que Camacho Carreño hizo de sí mismo dentro del proceso judicial en que se vio envuelto tras la agresión recibida de un hermano de su señora, en la despedida del año 1938. Por tal hecho, que significó grave ofensa a su dignidad y su hombría, se vio compelido a asesinarlo. El drama, ocurrido en la cumbre de su gloria, conmocionó al país entero y asimismo destruyó su vida

El 2 de junio de 1940, José Camacho Carreño, que sufría severo estado depresivo a raíz de la terrible desgracia (desde la cuna llevaba inoculado el brote de la ciclotimia), murió ahogado en Puerto Colombia, donde aquel sábado departía con unos amigos frente al mar. Luego del almuerzo y tras intensas libaciones, abrumado por la tórrida temperatura que le quemaba el cuerpo y el alma, se tiró al mar en busca de refresco. Y no regresó con vida. El mar ahogó su pena, y las olas –poéticas y trágicas– rugieron con resonancias de inmortalidad.

Han pasado 65 años. Días después de la tragedia, Augusto Ramírez Moreno, su acongojado compañero de la elocuencia, a quien le temblaba el alma y se le enmudeció la voz, decía lo siguiente en carta enviada a la madre del mártir:

“José era un genio, señora. Su cabeza fue un mundo sideral y las hebras de su pelo eran estrellas. Intuía y analizaba con igual empuje y con idéntica eficacia. Como tribuno jamás oí nada semejante: su palabra era líquida llama unas veces y en ocasiones un bastión. La inteligencia en Colombia se estremece porque la muerte de José la sacude como un terremoto”.

El Espectador, Bogotá, 23 de agosto de 2005.

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Comentarios:

Felicitaciones sobre tu artículo sobre Camacho Carreño. Impecable. Me encantó. Hernando García Mejía, Medellín.

Con profunda emoción y regocijo he leído su excelente artículo sobre Camacho Carreño. Vine a Caracas a realizar mi especialización en neurocirugía, la cual termino en diciembre de 2005. Siempre había querido leer el libro del leopardo mártir, el cual conseguí en uno de mis viajes a la bella Bucaramanga y devoré en mis noches de turnos del hospital. Usted nos resume un acontecer que no puede olvidarse. Jairo Enrique Contreras, Caracas.

Esta página tan conmovedora resume y deja una huella de dolor en el corazón de quienes no sabíamos de Camacho Carreño. Qué bien por la historia que reposa en manos de nuestro común amigo Vicente Pérez Silva. Inés Blanco, Bogotá.

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