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En la muerte de una monja

domingo, 25 de julio de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Habíamos salido muy temprano de Bogotá para asistir en Villa de Leiva al entierro de la hermana Ana Josefa, carmelita descalza. Cuando llegamos, antes de las nueve de la mañana, todavía la población se encontraba dormida. Algunas personas se movían en la plaza como sombras de la noche anterior. Y es que en Villa de Leiva el tiempo no corre. Ese es su secreto.

No hay allí afán para nacer, y tampoco para morir. Parece, al igual que Comala –el pueblo quieto de Juan Rulfo–, territorio de almas vaporosas. Pueblo de sombras, de resplandores etéreos. Algún parroquiano se apostará en la pared centenaria y se dedicará a ver correr el tiempo. Y como éste no corre, también el vecino sospecha que está fosilizado. Ambos, la persona y el tiempo, se encuentran en un ángulo de la plaza y dialogan sobre la inmovilidad de sus existencias.

En el convento de las Carmelitas Descalzas, enmarcado entre pesadas y blancas paredes de eternidad, la quietud era absoluta. Podía masticarse la paz. Por ninguna parte había vestigios de muerte. Nos deslizamos hasta el torno, como si fuéramos parte de las sombras, y tocamos. Hablamos con duda y reverencia. Pensamos que iba a contestar el silencio, pero no. Cuando oímos el ¡Ave María Purísima! , supimos que adentro había vida. En la salutación recibimos un aire, un respiro del encierro conventual.

Íbamos, sin embargo, a buscar a la hermana Ana Josefa, la muerta de la madrugada. Y por allí debía estar, entre aromas de naranjales y lirios. Al otro lado –o sea, la separación del mundo y el edén espiritual–, la voz de nuestra interlocutora, tenue voz de santidad, nos informó que en la capilla, atravesando el parque, estaba la hermana Ana Josefa. Nos lo dijo con suavidad, sin tono mortuorio y casi con alegría.

Como en el sacro recinto no existía alteración alguna, ni signos fúnebres ni lloros mundanos, hubiera podido pensarse que nada había ocurrido. Y aquí, otra vez, la sensación de que en Villa de Leiva el tiempo está detenido. Con mayor razón en la densidad del convento.

No localizábamos a ninguno de nuestros familiares que habían viajado el día anterior. Tal vez ellos, también, se habían vuelto invisibles, como tantas cosas inertes de la población. Al fondo de la capilla divisamos dos siluetas que velaban ante el féretro. Eran dos hermanos de la monja, compenetrados con su recuerdo. Hablaban en secreto con quien, fuerte ante la última arremetida de la dura enfermedad, se había ido adelante.

La hermana Ana Josefa –Lucilita, como la llamábamos cariñosamente–, que un día fue superiora del convento, nos esperaba allí, en la iglesia del Carmen, serena y angelical. No estaba muerta. Por el contrario, la vimos bella y radiante. Algo debe pasarles a las religiosas en su último trance terrenal, cuando toman carne fresca y actitud de vuelo. Se van convencidas de que se han reencarnado en Cristo, y por eso sonríen, y derrotan las enfermedades, y expiden perfumes celestiales. Penetran en su última morada con belleza seráfica.

En la misa concelebrada por siete sacerdotes y con la presencia de una legión de diáconos y monjas, todos hermanos en la religión, que no lloran sino que cantan, la hermana Ana Josefa ascendió entre salmos y alborozos a su reino espiritual. El recinto no olía a muerta: olía a santa.

La escena parecía sacada de Comala, el pueblo de las almas errantes, que quedan flotando para siempre por los contornos del sueño. En Villa de Leiva parece que la vida fuera inmaterial. Allí la misma muerte es silenciosa. Tiene algo de fascinante. Cuando una monja muere, sólo ocurre un aleteo. Apenas se siente un suspiro.

El Espectador, Bogotá, 22 de agosto de 1988.

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