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Una reina de afán

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Parece que este año nos quedamos sin reina por imprevisión. Región que se respete debe tener su rei­na. El año pasado casi ganamos la corona nacional. Nos dieron el virreinato, y nos quedó una sen­sación de supremacía.

La bella María Cristina fue una revelación de última hora y hasta puede ser una sorpresa en el concurso de Miss Mundo, para el cual está lista. También hemos tenido princesas. Pero esta vez se comenta que no hay dinero para costear el compromiso.

Estos reinados de la belleza deben entenderse como motivo de distracción popular. Hay que quitarles su apariencia de frivolidad para considerarlos como ale­gres y dignificantes encuentros donde se realza la gracia femenina. El pueblo necesita pensar en cosas dis­tintas a la vida cara y la trifulca de los políticos. ¿Por qué no hacer un paréntesis entre tanta aridez?

Las distintas regiones del país preparan los detalles fi­nales para acreditar a sus candidatas, y ganar, por supuesto. Se adelantaron al tiempo, ya que el atuendo real es cosa seria. Si se trata de un encuentro galante del país, no hay razón para que el Quindío esté ausente.

Caldas, con su Aguardiente Cristal, reparte sonrisas de simpatía por todo el territorio nacional. El aguardiente hace sonreír a la gente. Lo mismo sucede con Boyacá, con su sabroso Onix. Boyacá sabe que halagando el gusto del pueblo engrandece la importancia del terruño. Así, cada región pregona sus atributos.

El reinado de Cartagena, más que una pelea entre soberanas –cada una de las cuales es la más erudita y la más liberada, según su personal convicción–, es una fiesta para desterrar la monotonía. Es mejor que peleen las reinas y no los políticos. El pueblo ríe en estos días entre los tragos dulces, y luego amargos, del Ron Tres Esquinas y de paso se olvida de la tristeza y la aburrida cuesta de diciembre.

Las bellas emisarias acaso riñan entre bambalinas, pero divierten al pueblo. Sus adherentes, que se electrizan ante tanto colorido, establecen diferencias geográficas según sea el donaire de la candidata.

Quizá fuera posible todavía que alguien extrajera la fórmula mágica para que el Quindío demuestre que también tiene porte real. ¿Que no hay plata? Si no sale de las arcas oficiales, los cafeteros van a tener que echarse la mano al bolsillo. ¿No ven que una reina nuestra es, ante todo, una pepa de café? Hay que enviarle a Colombia el aroma de la tierra envuelto en la fragancia de una reina.

Y si los cafeteros no responden, están los comerciantes y los industriales. Si en definitiva nadie contesta, es que el aroma se nos está evaporando. Nuestra reina, por lo pronto, no aparece. No siempre se encuentra en las altas esferas. Busquemos mejor y la hallaremos. Aunque viéndolo bien, el tren ya partió. Sin embargo, todavía podemos alcanzarlo. Iván Botero Gómez dice que presta su avioneta y ofrecerá un coctel. ¿Quién da más?

La Patria, Manizales, 2-X-1980.

 

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La edad de las mujeres

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es fácil calcularle la edad a un hombre. Sólo basta contarle las arrugas. A los caballos se les miden los años en los dientes; a las mulas, en las magulladuras. También se puede calcular, sin mucho esfuerzo, la edad de un carro o de una casa. Pero en cuanto a las mujeres… ¡válgame Dios!

El lado más sensible de la mujer es su edad. Ella revelará más fácilmente el nombre de su amante que la fecha de su nacimiento. Es un secreto que guarda con celo y que se convierte en arma peligrosa cuando alguien lo vulnera. Cuídese, pues, el hombre de tocar los años femeninos, si no quiere exponerse a la guerra. Pero cuando lo haga, no se olvide de que uno de los mayores agasajos, acaso más que decirle que es bonita, es ponderar su juventud.

El marido nunca se aprenderá la edad de su mujer, por más grabada que la lleve en la memoria, ya que no hay fecha de nacimiento más variable. Por otra parte, no tiene sentido sa­bérsela, si el que envejece siempre es él. Es regla que nadie ha podido modificar.

Las mujeres nos llevan una ventaja indudable: mientras los años mascu­linos pregonan los desgastes de la vida, los femeninos se esconden, se remozan y retroceden, o por lo menos se detienen. Por eso alguien dijo que la mujer gasta cuarenta y cinco años en llegar a los treinta. Y es que ella, creada para ser un adorno de la naturaleza, no puede marchitarse.

Calcularle la edad a la mujer es una ciencia, fuera de un gran riesgo. Se necesitará una profunda sicología, pero no conducirá a nada, y es perju­dicial intentarlo. Debe llevarse muy bien sabido que la mujer es eterna­mente juvenil. ¿Para qué sacarle esa idea de la cabeza, si a nadie hace daño? Esas senectudes que vemos con el almanaque excedido, muy apuestas y hasta retadoras, nunca serán añosas, no se olvide: cuando más, las apariencias engañan, porque el alma se mantiene joven. ¡Y vaya alguien a decirlo contrario!

Si el caso es al revés, o sea, el del deplorable vejestorio que también siente el alma fresca, no sucederá lo mismo. El pobre ha sufrido mucho, se dirá con piedad. Para la dama, en cambio, aún cabe el piropo. ¡Tan bien conservada!,  es la frase precisa, y ahí queda todo resuelto. Ella sacará a relucir su garbo, y él, aporreado en la guerra, procurará no lastimarse más las heridas. ¿Ven una de las diferencias entre el hombre y la mu­jer, fuera de las descubiertas en el Paraíso Terrenal?

La edad de las mujeres es un tesoro que todos debemos cuidar. Creyéndose ella joven, es posible que también nos retoñe el alma. Óscar Wilde, que definió con pinceladas geniales a la mujer, argumentó: «¿Cómo tener confianza en una mujer que le dice a uno su verdadera edad? Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo».

No es, entonces, embeleco cual­quiera este de que las mujeres continúen jugando a la dulce mentira de esconder sus años. No recordárselos es un principio de sabiduría. Pero si desea deshacerse de ella, no lo dude: cántele lo que más la irrita, y de pronto encímele algunos años, como para que nunca vuelva a determinarlo en la vida. La mujer vive, definitiva­mente, peleando con el calendario.

La pelea la volverá contra usted si es exacto en las cuentas, o incluso muy aproximado. Lo ideal, para ser galan­tes, es restar sin regateos.

Ellas tienen sus razones, y muy poderosas, para que no se les irrespete la incógnita de su eterna primavera. Mejor para nosotros, cuando nos sin­tamos atrofiados, encontrar un elíxir de vida. Todo depende de la audacia mental para halagar la vanidad fe­menina. Una de las claves del matri­monio consiste en mantener siempre una esposa joven. Bien es sabido que la edad es mental y no cronológica. Con este argumento las mujeres ganan sus batallas, y nosotros perdemos nuestras insolencias.

Después de conocer todas estas co­sas no me explico por qué al Estado, al hacer ciudadana a la mujer, le dio por pregonar su edad. Los votos se pierden porque la edad femenina no es para mostrársela a nadie.

A la mujer hay que dejarla así: indefinible, juvenil, misteriosa y op­timista… Permitámosle sus mentiras piadosas y no nos metamos con pro­blemas del tiempo si deseamos la paz. Será la mejor manera de engañarnos a nosotros mismos, ¡pero qué grato vivir por fuera del almanaque! Esto no es de ahora sino de siempre: la mujer es tan astuta, que a los años los hace añicos. Y también a quien pretenda decirle vieja.

El Espectador, Bogotá, 30-VIII-1980 y 7 de julio de 1986.
Mirador del Suroeste, N° 54, Medellín, marzo de 2015.

* * *

Comentarios:

Con relación a tu simpático artículo, recuerdo la vieja historieta de Pancho y Ramona, cuando estaba haciendo preparativos para su cumpleaños y al preguntarle Pancho cuántos cumplía, le respondió: 54. Al recordarle  Pancho que hacía 10 años  le había dado esa edad, le respondió Ramona candorosamente: “es que yo no soy de esas mujeres que hoy dicen una cosa y mañana otra”. William Piedrahíta González, Miami.

He leído con mucho placer esta nota sobre «La edad de las mujeres». Me he reído a montones. Es muy cierto todo este análisis que haces. Ejemplos muy cercanos a nosotros: jamás sabremos la edad de las primas Páez-Torres: entre los veranos y los inviernos tan cercanos al Ártico se conservan con una fresca sonrisa y unos cuerpos menuditos que cualquier chica envidiaría. Son intemporales, siempre presentes, siempre llenas de fina cachaquería y lo que más impresiona: ¡una energía envidiable! Colombia Páez, Miami.

¡Genial tu página!  Totalmente cierto. El cierre es inmejorable. El riesgo es volver «añicos» a quien pregunte la edad.  Nos ayudan mucho Elizabeth Arden,  Elena Rubinstein, la pestañina, etc. Esperanza Jaramillo García, Armenia.

Tema bastante álgido, aunque llega un momento de la vida  en que eso cambia y ya se revela el secreto con absoluta tranquilidad, sin mayores prejuicios y hasta con cierto orgullo por las metas alcanzadas, tanto en lo personal, como en lo profesional. Sin embargo,… que a mí no me pregunten: ¿cuántos años tiene? Ja, ja, ja… «Caprichos de mujer», dice un poema de Silvia Lorenzo. Inés Blanco, Bogotá.

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Belleza quindiana

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El cielo la creó hermosa. En sus ojos le puso estrellas, y una llama en el corazón. Los cafetos en flor se estremecieron cuando María Cristina les dio el primero beso. Despuntó como una mañana briosa y para siempre se quedó contagiada de paisaje quindiano. Por sus venas corren exuberancias incógnitas y en sus carnes se alborotan misteriosas aleaciones que esculpen la mujer perfecta.

Cien mil personas salieron a las calles Armenia a aclamar a su reina. Las brisas marinas la habían transportado por los horizontes ilímites donde se engarzan sueños de colores y se conocen emociones inéditas. El Quindío todo, en una sola entonación, le cantó a la mujer de su raza, bella entre las bellas, que parece amasada con el barro insurgente de cafetales que aprendieron a ser altivos para conservar su lozanía.

María Cristina, coronada virreina nacional, no podrá ser sino la reina indiscutible para este pueblo que no admite rivalidades. Pueblo que la lleva en el corazón, y esto es suficiente. Una pluma ilustre ha dicho que es virreina por jurado y reina por consenso. Fue Colombia toda, con sus escrutadores del alma nacional, la que dio el fallo. Más allá de juicios indescifrables estará siempre la belleza.

El señorío, el porte real, la distinción de la raza fulgurante y fecunda, dones espontáneos como los ríos de leche que bañan las praderas del Quindío esplendoroso, concurren en la elegida de los dioses para plasmar la fórmula mágica.

Las calles de Armenia fueron insuficientes para recibir el entusiasmo del pueblo que deseaba testimoniar su admiración a la preciosa soberana. Ya se quisieran los políticos estas manifestaciones. Ojalá aprendan a llegar al sentimiento del pueblo. Nunca la ciudad había conocido un fervor tan entrañable ni una alegría tan auténtica. Son motivos de sano esparcimiento que regocijan el espíritu y rompen la aridez del pesado vivir. Y no se piense que los reinados de belleza son únicamente frivolidad.

María Cristina es un fruto de la tierra. Brotó de ella con la savia de las fértiles cosechas. Vaporosa como un atardecer quindiano y leve como los vientos campe­sinos, cautiva y deslumbra al instante. La naturaleza la dotó de alma sencilla y romántica y le exigió que fuera reina. Ella se deja mecer por los aires de sus montañas y se siente flor y éter. Le corresponde a su pueblo con los atractivos y las virtudes de la mujer quindiana, como símbolo que es de la raza señorial. Es la mujer extraída de páginas fantásticas y convertida en estímulo  para engrandecer la vida.

El Espectador, Bogotá, 23-XI-1979.
El Quindiano, Armenia, 24-XI-1979.
El Bolivariano, Los Ángeles (Estados Unidos), diciembre/1979.

 

Belleza por centímetros

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Van y vienen las reinas por los caminos del glamour. Niñas esbeltas, apenas en su em­brión mujeril, se miden por belle­za en Cartagena, la quemante si­rena del Caribe que incita la sen­sualidad. Hermosas representan­tes de todos los sitios del país exhiben encantos y señuelos que hubieran trastornado a los dioses de Atenas, y que a nosotros, más humanos, nos cortan la res­piración. Son moldes femeninos elaborados para la dulce contien­da de las formas y los centímetros, los perfiles y el sex-appeal.

Las encantadoras candidatas que imbuidas de sueños princi­pescos brindarían un imperio por una corona, danzan en las calles cartageneras y en cuanto recinto descubren vacío, a merced de un público que no acepta la modera­ción y que, por el contrario, ha de premiar a las que más calorías inyectan en el delirio popular. En un encuentro de fragancias y envolturas juveniles de tales con­tornos, no aconsejable para viejos verdes ni beatas asustadizas, el trópico se exalta y se estremece.

Detrás de las contorsiones y el grito del carnaval, es la mujer –elemento de adoración y una dei­dad cuando así se le trata– la que excita y le da sabor a la fiesta.

La pantalla del televisor vibra con las redondeces –en su buen entendimiento– de estas so­beranas que mantienen cautivo al país, y no sin justificación, cuando la aridez es tanta. Buscan las candidatas una corona esquiva en re­ñida competencia de espontáneos atributos y sofisticados aderezos, mostrando unas su señorío al na­tural, y otras, ademanes y postu­ras menos convincentes. No todas recapacitan en que los solos atrac­tivos corporales, aunque imprescindibles, no son suficientes para ganarse la admiración total.

Las preciosas niñas, antes de ser candidatas en sus territo­rios, se sabían de memoria los có­digos que juzgan la hermosura por centímetros, y a fuerza de gimnasias y dietas torturantes ajustaron sus peligrosas anato­mías al rigor del metro para no ex­ponerse a la descalificación.

Si se repasan las medidas gene­rales se verá que son parecidas. Cada una, por consiguiente, llegó siendo reina nacional de la belleza. Todas se consideran reinas. Y son reinas, para qué dudarlo. Centímetro más o centímetro menos, poco importa. Acaso la carne faltante en el pecho saque la cara en la zona de reta­guardia. O la invisible protube­rancia en la cadera se compense con el ligero hundimiento en la pantorrilla. Prescrita así la belle­za, todo sería fácil. Cualquiera sería reina, y no solo cada una de estas delicadas muñecas de cristal y alabastro, de carne y emoción, de roca y cuarzo, de éter y viento.

La mujer, a lo largo de los si­glos, ha sido motivo de curiosi­dad. Cuando es exaltada como diosa, el hombre, capaz de subli­marla, no le permite que dure  mucho tiempo en el nicho. Y cuando es explotada como hem­bra física, dispensadora de place­res y erotismos, cae en las profun­didades del ser irracional. Estos dos extremos existen desde todos los tiempos y es imposible acer­carlos, si tal es la contextura hu­mana.

Observando el reinado de Car­tagena, un paréntesis que nece­sitamos los colombianos en el du­ro oficio de vivir, pienso que sin formas anatómicas bien reparti­das, ni talles esbeltos, ni protube­rancias divinamente combinadas, no existiría la belleza.

La exhibición de cuerpos escul­turales metidos entre diminutos bikinis no es pecaminosa, por Dios, si sirve para realzar la estética y halagar la mente entre gratas evasiones, una cura para dismi­nuir la acidez ambiental de los impuestos y las penurias, las pe­queñeces y las politiquerías.

Ya ven los lectores que en una cuartilla bien medida cabe un rei­nado de belleza. La nueva sobe­rana, un pimpollo susurrante co­mo el trópico sensual de Cartagena, derramó las lágrimas ri­tuales antes de ceñirse la corona. Los colombianos tenemos motivo para sentimos vanidosos de tanta hermosura y desde ahora hacemos cálculos para cuando llegue el mo­mento de competir en los merca­dos, perdón, en los concursos in­ternacionales de belleza.

El metro deja de ser miope cuando no solo mide la hermosura por centíme­tros, sino descubre otros atributos indispensables de la realeza. Sin gracia, sin cultura, sin señorío, sin majestad, no podríamos ga­nar, como lo ganaremos, el cetro del mundo.

Ante tanta finura y tanta línea estilizada, solo siento que el pro­digioso Rubens, creador de formas rollizas y exuberantes, pictóri­cas de vigor y desbordantes de redondeces armónicas, no esté presente para sostenernos que la belleza es caprichosa y no se deja aprisionar entre centímetros cicateros. Es un mensaje que envío a las mujeres que envidian las líneas ajenas, sin consentir las propias, briosas y bien marcadas.

¡Loor a la bella soberana, Ana Milena, a la virreina y princesas primorosas, sobre todo a María Elena, nuestra reina quindiana, la del café bravío y legendario, por quienes yo sacrificaría un imperio si lo tuviera!

La Patria, Manizales, 27-XI-1978.

 

 

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La edad de las mujeres

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Es fácil calcularle la edad a un hombre. Sólo basta contarle las arrugas. A los caballos se les mide la edad en los dientes; a las mulas, en las magulladuras. También se puede calcular, sin mucho esfuerzo, la edad de un carro o de una casa. Pero en cuanto a las mujeres… ¡válgame Dios!

El lado más sensible de la mujer es su edad. Ella revelará más fácilmente el nombre de su amante que la fecha de su nacimiento. Es un secreto que guarda con celo y que se convierte en arma peligrosa cuando alguien lo vulnera. Cuídese, pues, el hombre de tocar los años femeninos, si no quiere exponerse a la guerra. Pero cuando lo haga, no se olvide de que uno de los mayores agasajos, acaso más que decirle que es bonita, es ponderar su juventud.

El marido nunca se aprenderá la edad de su mujer, por más grabada que la lleve en la memoria, ya que no hay fecha de nacimiento más variable. Por otra parte, no tiene sentido sabérsela, si el que envejece siempre es él. Es una regla que nadie ha podido modificar.

Las mujeres nos llevan una ventaja indudable: mientras los años masculinos pregonan los desgastes de la vida, los femeninos se esconden, se remozan y retroceden, o por lo menos se detienen. Por eso, alguien dijo que una mujer gasta cuarenta y cinco años en llegar a los treinta. Y es que ella, creada para ser un adorno de la naturaleza, no puede marchitarse.

Calcularle la edad a una mujer es una ciencia, fuera de un riesgo. Se necesitará una profunda sicología, pero no conducirá a nada, y es perjudicial intentarlo. Debe llevarse muy bien sabido que la mujer es eternamente juvenil. ¿Para qué sacarle esa idea de la cabeza, si a nadie hace daño?

Esas juventudes femeninas que vemos con el almanaque excedido, muy apuestas y hasta retadoras, nunca serán añosas, no se olvide; cuando más, las apariencias engañan. ¡Y vaya uno a decir lo contrario!

Si el caso es al revés, o sea, el del deplorable vejestorio que también siente el alma fresca, no sucederá lo mismo. El pobre ha sufrido mucho, se dirá con piedad. Para la dama, en cambio, aún cabe el piropo: ¡tan bien conservada!, es la frase precisa, y ahí queda todo resuelto. Ella sacará a relucir su garbo, y él, aporreado en la guerra, procurará no lastimarse más las heridas. ¿Ven ustedes una de las diferencias entre el hombre y la mujer, fuera de las descubiertas en el Paraíso Terrenal?

La edad de las mujeres es un tesoro que todos debemos cuidar. Creyéndose ella joven, es posible que también nos retoñe el alma. Óscar Wilde, que definió con pinceladas geniales a la mujer, argumentó: “¿Cómo tener confianza en una mujer que le dice a uno su verdadera edad? Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo”.

No es, entonces, un embeleco cualquiera éste de que las mujeres continúen jugando a la dulce mentira de esconder sus años. No recordárselos es un principio de sabiduría. Pero si desea deshacerse de ella, no lo dude: cántele lo que más la irrita, y de pronto encímele algunos años, como para que nunca vuelva a determinarlo en la vida. La mujer vive, definitivamente, peleando con el calendario. La pelea se volverá contra usted si es exacto en las cuentas, o muy aproximado. Lo ideal, para ser galantes, es restar sin regateos.

Ellas tienen sus razones, y muy poderosas, para que no se les irrespete la incógnita de su eterna primavera. Mejor para nosotros, cuando nos sintamos atrofiados, encontrar un elíxir de vida. Todo depende de la audacia mental para halagar la vanidad femenina. Una de las claves del matrimonio consiste en mantener siempre una esposa joven. Y bien es sabido que la edad es mental y no simplemente cronológica. Con este argumento las mujeres ganan sus batallas, y nosotros perdemos nuestras insolencias.

Después de conocer todas estas cosas no me explico por qué al Estado, al hacer ciudadana a la mujer, le dio por pregonar su edad. Los votos se pierden porque la edad femenina no es para mostrársela a nadie.

A la mujer hay que dejarla así: indefinible, juvenil, misteriosa y optimista… Permitámosle sus mentiras piadosas y no nos metamos con problemas del tiempo si deseamos la paz. Será la mejor manera de engañarnos a nosotros mismos, ¡pero qué grato vivir por fuera del almanaque! Y esto no es de ahora sino de siempre: la mujer es tan astuta que a los años los hace añicos. Y también a quien pretenda decirle vieja.  

El Espectador, Bogotá, 7 de julio de 1986.