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La edad de las mujeres

lunes, 30 de noviembre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar 

Es fácil calcularle la edad a un hombre. Sólo basta contarle las arrugas. A los caballos se les mide la edad en los dientes; a las mulas, en las magulladuras. También se puede calcular, sin mucho esfuerzo, la edad de un carro o de una casa. Pero en cuanto a las mujeres… ¡válgame Dios!

El lado más sensible de la mujer es su edad. Ella revelará más fácilmente el nombre de su amante que la fecha de su nacimiento. Es un secreto que guarda con celo y que se convierte en arma peligrosa cuando alguien lo vulnera. Cuídese, pues, el hombre de tocar los años femeninos, si no quiere exponerse a la guerra. Pero cuando lo haga, no se olvide de que uno de los mayores agasajos, acaso más que decirle que es bonita, es ponderar su juventud.

El marido nunca se aprenderá la edad de su mujer, por más grabada que la lleve en la memoria, ya que no hay fecha de nacimiento más variable. Por otra parte, no tiene sentido sabérsela, si el que envejece siempre es él. Es una regla que nadie ha podido modificar.

Las mujeres nos llevan una ventaja indudable: mientras los años masculinos pregonan los desgastes de la vida, los femeninos se esconden, se remozan y retroceden, o por lo menos se detienen. Por eso, alguien dijo que una mujer gasta cuarenta y cinco años en llegar a los treinta. Y es que ella, creada para ser un adorno de la naturaleza, no puede marchitarse.

Calcularle la edad a una mujer es una ciencia, fuera de un riesgo. Se necesitará una profunda sicología, pero no conducirá a nada, y es perjudicial intentarlo. Debe llevarse muy bien sabido que la mujer es eternamente juvenil. ¿Para qué sacarle esa idea de la cabeza, si a nadie hace daño?

Esas juventudes femeninas que vemos con el almanaque excedido, muy apuestas y hasta retadoras, nunca serán añosas, no se olvide; cuando más, las apariencias engañan. ¡Y vaya uno a decir lo contrario!

Si el caso es al revés, o sea, el del deplorable vejestorio que también siente el alma fresca, no sucederá lo mismo. El pobre ha sufrido mucho, se dirá con piedad. Para la dama, en cambio, aún cabe el piropo: ¡tan bien conservada!, es la frase precisa, y ahí queda todo resuelto. Ella sacará a relucir su garbo, y él, aporreado en la guerra, procurará no lastimarse más las heridas. ¿Ven ustedes una de las diferencias entre el hombre y la mujer, fuera de las descubiertas en el Paraíso Terrenal?

La edad de las mujeres es un tesoro que todos debemos cuidar. Creyéndose ella joven, es posible que también nos retoñe el alma. Óscar Wilde, que definió con pinceladas geniales a la mujer, argumentó: “¿Cómo tener confianza en una mujer que le dice a uno su verdadera edad? Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo”.

No es, entonces, un embeleco cualquiera éste de que las mujeres continúen jugando a la dulce mentira de esconder sus años. No recordárselos es un principio de sabiduría. Pero si desea deshacerse de ella, no lo dude: cántele lo que más la irrita, y de pronto encímele algunos años, como para que nunca vuelva a determinarlo en la vida. La mujer vive, definitivamente, peleando con el calendario. La pelea se volverá contra usted si es exacto en las cuentas, o muy aproximado. Lo ideal, para ser galantes, es restar sin regateos.

Ellas tienen sus razones, y muy poderosas, para que no se les irrespete la incógnita de su eterna primavera. Mejor para nosotros, cuando nos sintamos atrofiados, encontrar un elíxir de vida. Todo depende de la audacia mental para halagar la vanidad femenina. Una de las claves del matrimonio consiste en mantener siempre una esposa joven. Y bien es sabido que la edad es mental y no simplemente cronológica. Con este argumento las mujeres ganan sus batallas, y nosotros perdemos nuestras insolencias.

Después de conocer todas estas cosas no me explico por qué al Estado, al hacer ciudadana a la mujer, le dio por pregonar su edad. Los votos se pierden porque la edad femenina no es para mostrársela a nadie.

A la mujer hay que dejarla así: indefinible, juvenil, misteriosa y optimista… Permitámosle sus mentiras piadosas y no nos metamos con problemas del tiempo si deseamos la paz. Será la mejor manera de engañarnos a nosotros mismos, ¡pero qué grato vivir por fuera del almanaque! Y esto no es de ahora sino de siempre: la mujer es tan astuta que a los años los hace añicos. Y también a quien pretenda decirle vieja.  

El Espectador, Bogotá, 7 de julio de 1986.

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