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Archivo para jueves, 26 de noviembre de 2009

Los periodistas y la guerra

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Daniel Esteban Hernández Vanegas, estudiante de Comunicación Social de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, me hace por internet la siguiente pregunta, dentro de un trabajo de periodismo que adelanta sobre la guerra de Irak: “¿Cuál es el papel que juegan los medios de comunicación en la formación de opinión pública en todo el mundo acerca de la guerra y cómo cree usted que fue el tratamiento periodístico?”. Y yo le respondo:

Lo primero que debe anotarse es que si no existieran sistemas informativos, el hombre se quedaría a oscuras sobre los sucesos de la humanidad. La libertad de expresión, por más defectuosa que sea -como a veces lo es, y no podremos evitarlo-, le permite al individuo identificar el curso de la historia y la contundencia de los hechos, para adaptar su mente y su conducta a las grandes perturbaciones sociales, económicas o políticas de los conflictos vesánicos -como son las guerras- que repercuten en todo el planeta y causan enormes destrozos materiales y morales.

En el caso de Irak, los medios modernos de comunicación fueron los canales  indicados para que el mundo conociera lo que acontecía en el campo de batalla, a veces con precisión asombrosa, minuto a minuto. No siempre, sin embargo, las noticias eran claras, lo que, por lógica, creaba desorientación, pero esa circunstancia obedecía a la misma oscuridad y velocidad con que se presentaban algunos acontecimientos, en esta guerra movida por métodos tan sofisticados como los que se emplearon en Irak, tan diferentes a los de las otras guerras (sobre todo la primera y la segunda guerras mundiales, que tuvieron una duración de varios años y dejaron millones de muertos y daños incontables).

Las noticias confusas de Irak se clarificaban en corto tiempo, gracias al profesionalismo con que las grandes cadenas periodísticas se encargaron de contarle al mundo la verdad de los sucesos. Cuando ocurren estos embrollos de las noticias, tan comunes en cualquier actividad humana y sobre todo en casos vertiginosos, es a la propia persona a quien corresponde desenredar el ovillo, aguzando los sentidos y buscando precisión con cuanto recurso tenga a la mano. Muchos no se enteran bien, o se enteran con desfiguraciones peligrosas, porque no leen bien las noticias o no saben escoger el canal idóneo de información.

Además, hay que distinguir la precipitación y la ligereza con que algunos periodistas, con ánimo de protagonismo o carentes de responsabilidad, narraban los sucesos. Pero la mayoría de los enfoques fueron veraces y supieron transmitir los dramas que se vivían detrás de las balas y los misiles. Puede asegurarse que, en su conjunto, los medios de comunicación formaron opinión pública, y la siguen formando después de derrumbado el régimen de aquel país. ¿Qué habría pasado si los sistemas informativos no hubieran tenido libertad para transmitir sus despachos a todos los vientos de la opinión mundial?

Cuando no existe libertad de prensa, habrá opresión. Las dictaduras prosperan a la sombra del silencio y la mansedumbre de la opinión pública. De ahí que los  tiranos le tengan tanto miedo al periodismo calificado y busquen, por los métodos represivos con que se sostienen en el poder, acallar a los periodistas libres, e incluso arrasarlos.

Por causas diversas, señor Hernández, catorce seguidores de la noble profesión que usted ha elegido pagaron con su vida una  absurda cuota en esta guerra estúpida que marca otra demencia del hombre en su eterna carrera de destrucción, legada por Caín. El gobierno de Irak le ocultó al pueblo la realidad de lo que ocurría en los enfrentamientos con las fuerzas invasoras, al no permitir la transmisión de las noticias desfavorables, alentando falsas esperanzas.

Es preferible un periodismo defectuoso o imperfecto, a otro silenciado o arrodillado. El periodismo y la democracia caminan de la mano. Usted, señor Hernández, ha sabido escoger su destino. Recordemos, a propósito, estas palabras de Ángel Ganivet: “Un pueblo culto, es un pueblo libre; un pueblo salvaje, es un pueblo esclavo; y un pueblo instruido a la ligera, a paso de carga, es un pueblo ingobernable”.

El Espectador, Bogotá, 8 de mayo de 2003.

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El ‘Ñito’ Restrepo

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace setenta años, a fines de marzo de 1933, fallecía en Barcelona (España)  Antonio José Restrepo, el célebre ‘Ñito’ (como lo llamaban sus familiares y amigos, y así se quedó). En otro marzo -el de 1855- había visto la luz en Concordia (Antioquia). “Nací en Concordia, pero he vivido en guerra”, diría años después. En efecto, su época estuvo marcada por los turbulentos conflictos bélicos de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que tantos rencores, venganzas y muertes causaron en el territorio colombiano.

Este hijo de la guerra fue uno de los personajes más reconocidos de su tiempo,  como político, parlamentario, diplomático, escritor y periodista. Sus mayores luchas fueron por la justicia, el derecho y la libertad. Patriota íntegro, sus actuaciones en el Parlamento y el periodismo, por lo vehementes y categóricas, despertaban sonados aplausos entre sus amigos y hondos resquemores entre sus rivales.

No era hombre de medias tintas, sino vertical y combativo. Sin embargo, nunca fue un político rencoroso. Al revés, era tolerante y magnánimo. Escuchaba con serenidad la opinión ajena y aceptaba sin dificultad sus propios errores, cuando los había, sin abandonar sus firmes convicciones. Era un combatiente acerado que cruzaba sus espadas en franca lid.

Se desempeñó en la vida pública con entereza y donaire, a favor o en contra de los  aguerridos protagonistas de una de las épocas más tormentosas de la vida colombiana. Comenzó siendo seguidor entusiasta de Núñez, parece que más por seducción de sus versos -cuando el futuro escritor comenzaba a hacer sus primeras incursiones en la poesía- que por real convencimiento político. Cuando se desilusionó de los sistemas de la Regeneración, lo combatió sin tregua.

Lo mismo sucedió con Guillermo Valencia, con quien por largos años mantuvo estrecha amistad. Relación que se derrumbó cuando el bardo de Popayán le lanzó en el Senado un desobligante ataque personal, por los días en que ambos estaban enfrentados en la candente discusión de la pena de muerte. En cambio, fue siempre fervoroso admirador de José Asunción Silva, del que se hizo amigo entrañable cuando este sacudía el alma nacional con sus mensajes líricos.

Respaldó, como muchos liberales, el mandato de Rafael Reyes, uno de los más progresistas que ha tenido el país, y con decisión aceptó participar en ese gobierno tan bien intencionado y tan poco comprendido. Restrepo, como hombre de trabajo y acción, ajeno al morbo del sectarismo y preocupado en todo momento por el bien de la patria, se sentía identificado por completo con la bandera de Reyes: “Menos política y más administración”.

‘Ñito’ poseía una personalidad polifacética. Su afinidad con el campo lo llevó a emplearse, tras cursar los estudios primarios en la escuela de su pueblo, como jornalero de una mina en Titiribí, durante dieciocho meses. Allí aprendió, más que el laboreo en los socavones, a formar su carácter. Tal vez su sentido de observación y su profunda sensibilidad humana le vendrían de ese oficio rudo. En sus comienzos estudiantiles dejó rastros de su temperamento inquieto y de su espíritu rebelde. En los predios universitarios descolló como fulgurante agitador y agudo expositor de ideas.

Como escritor múltiple, impuso un estilo castizo, desenvuelto y ameno, y a veces mordaz. Fue fundador de varios periódicos y columnista de prestigio. Su obra está representada en cerca de treinta libros de variada índole. El más famoso, El cancionero antioqueño. Y el más punzante, Sombras chinescas. Manejaba el fino sarcasmo y el repentismo deslumbrante, en prosa o en poesía, como un estilete mortal contra sus contendores.

Volteriano y anticlerical, sus intervenciones en la vida pública eran demoledoras. Admiraba a Cristo como uno de los grandes reformadores de la humanidad y arremetía contra los falsos sacerdotes que tergiversaban sus enseñanzas. Todos estos campos los manejaba con inteligencia portentosa, de la que brotaban chispas de ingenio.

Alirio Gómez Picón es autor de la mejor biografía que se ha escrito sobre  Restrepo, publicada por el Banco de Occidente en 1974. También he leído sobre él densos ensayos salidos de la pluma docta de Luis Eduardo Nieto Caballero. Tan selecto material me ha servido para revivir esta figura seductora, que el paso del tiempo ha preservado en toda su dimensión histórica.

El último servicio que el personaje, entonces diplomático, le prestó al país, fue en Suiza. De allí viajó a Barcelona (España), en marzo de 1933, afectado por severa dolencia, y se encontró con su viejo amigo Carlos Villafañe. Tres días después moría en una clínica, asistido por una monja ocasional. El doctor Eduardo Santos dispuso que el cadáver fuera embalsamado y traído a Colombia. El barco Magallanes surcó los mares con los restos ilustres. Hoy, un callado monumento recuerda en el Cementerio Central de Bogotá el nombre de este gran colombiano.

El Espectador, Bogotá, 20 de marzo de 2003.

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Laura Victoria, en el centenario de su nacimiento

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Laura Victoria nace el 17 de noviembre de 1904, en Soatá, departamento de Boyacá. Al año de nacida, la familia se traslada a Bucaramanga, donde su padre, Simón Peñuela, se posesiona como magistrado del Tribunal Superior. Tres años después, la familia regresa a Soatá. A los cinco años de edad, la niña inicia en su pueblo el estudio de las primeras letras. Los estudios secundarios los concluye en el Colegio de la Presentación de Tunja.

A los 14 años escribe allí su primer poema amoroso, y esto escandaliza a sus compañeras. El siguiente poema, para sacarlas de la duda, es un acróstico dedicado a la más escéptica. Laura Victoria nace a la vida del verso cuando las mujeres en Colombia no hacían versos. Desde entonces esta alondra de los vientos no deja de volar por los cielos de la poesía.

En Soatá se habla de la selecta biblioteca que su padre ha formado a través del tiempo. Es hombre de leyes y de vasta cultura. Ha militado con pasión en las lides guerreras de la época y se mantiene enterado del desarrollo social del mundo. Lee cuanto texto cae en sus manos, sobre todo los que tienen que ver con el pensamiento político que encarna la Revolución Francesa.

El siglo en Colombia arranca con un pesado ambiente político entre ambos partidos. La guerra ha sido el común denominador del país. Simón Peñuela la induce a leer los tesoros que guarda en su biblioteca. Así, poco a poco, despierta la mente de la poetisa hacia el hallazgo de los grandes maestros de la literatura francesa. Su padre descubre en ella una mente accesible a las ideas progresistas. Le abre las puertas de la inteligencia francesa, y Laura Victoria aprende a pensar. “Esa fue la causa de mi carácter independiente”, confesará años después.

Ya casada, se establece en la capital del país. El primer literato en llegar a la escritora es Nicolás Bayona Posada, que goza de amplio prestigio como poeta, ensayista y crítico, y escribe sugestivo artículo sobre esta poesía encantada. De inmediato el nombre de la autora salta al primer plano de la popularidad. La revista Cromos publica su poema más audaz: En secreto, rebosante de fino erotismo, que sacude el alma de los enamorados y a ella le significa el ingreso a la fama.

Numerosos amigos y simpatizantes surgen en sus días gloriosos. Es un público extasiado que camina en pos de sus huellas, la aclama en calles y teatros, se enardece con el símbolo que representa y sueña con sus poesías incitantes. Todos quieren conocerla, tenerla cerca, obtener algún miramiento suyo. Están maravillados con sus versos de pasión, con su belleza de sílfide, con su audacia y su juventud. Grandes personajes de las letras, la sociedad y la política integran la nómina selecta. Se le denomina la “amada ideal” de la poesía colombiana.

Aún no ha cumplido los treinta años cuando aparece Llamas azules, que Rafael Maya considera “el mejor libro poético publicado por mujer alguna en Colombia”. La poetisa viaja como un meteoro por los escenarios de América, donde recibe calurosos aplausos de los públicos delirantes. Su alta calidad la hace sobresalir entre las grandes líricas latinoamericanas: Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini, Rosario Sansores.

Se trata, sin duda, de una fina entonación lírica con acento sensual, que ennoblece el sentimiento humano como nunca antes lo había hecho otra mujer, y de paso provoca una revolución en la literatura colombiana.

Laura Victoria ha descubierto el territorio libre de las emociones. Sabe que por encima de su ilustre apellido y de la censura social o eclesiástica está su derecho a ser escritora. Ese es su destino. Vino al mundo para pulsar en su lira la pasión amorosa, connatural al hombre como lo es el agua a la sed. Su corazón de fuego es receptivo a lo más sagrado que tiene el ser humano: el amor.

Despega en un escenario grande, pero debe luchar contra las críticas de la gente retrógrada, si bien son muchas las personas que aplauden su arte y su independencia. Escandaliza a la pacata sociedad con sus poemas, por expresar el lenguaje ardiente del amor. Ninguna otra mujer se ha atrevido a tanto. Colombia no estaba preparada para una escritora de tal calidad.

Una de las grandes atracciones literarias y orientador insuperable de su carrera es el maestro Guillermo Valencia, que expresa franco reconocimiento hacia el sorprendente suceso que Laura Victoria representa en el mundo poético. “En su manera de escribir -dice- no hay artificio, ni rebuscamiento, ni alarde ni falsía, ni engañoso brillo, ni tortura de formas: es el libre fluir de la vena poética”.

La cadena de triunfos termina en 1938, año que le produce serios reveses. Representa el final de sus giras. Con Cráter sellado, publicado este año, concluye su poesía sensorial. Varios golpes la derrumban por aquellos días: la separación conyugal, la muerte de su madre, la huida a Méjico con el propósito de proteger a sus hijos, que su marido pretende arrebatarle. En este país ocupa por varios años el cargo de agregada cultural de la embajada colombiana, el que también ejercerá en Roma años después.

En Méjico se vincula al periodismo, labor que desempeña por más de veinte años. Allí escribirá el resto de su obra, y su vida dará un viraje al misticismo y a los temas bíblicos, en los que se vuelve erudita. Siete títulos conforman el total de su producción literaria, fuera de numerosos artículos en periódicos y revistas.

Nunca conoce el amor ideal. En las escaramuzas del amor, la dama del erotismo se entretiene con sus admiradores. Los toma y los deja. Los disfruta y los distancia. A veces se enamora del que no es. Los hombres se sienten seducidos por la diosa de la poesía y la asedian con ardor. Muchos se imaginan que lo que dicen sus versos es lo que ella practica en la intimidad de su propia vida. Sobre estos vaivenes de su alma escribe uno de los poemas más bellos de su obra: Otro rumbo. Pasado el tiempo, un periodista le pregunta si ha hallado el amor verdadero, y ella responde: «Desgraciadamente no. Me consagré entonces al estudio bíblico para lograr el conocimiento de Dios. Y ese amor verdadero lo encontré al fin en Cristo”. 

En España, Montaner y Simón le edita en 1960 el libro Cuando florece el llanto. Ahora sus poemas son melancólicos y expresan acentos de soledad y olvido. Con Crepúsculo (1989) finaliza su obra poética. Muere en Ciudad de Méjico el 15 de mayo de 2004, faltándole seis meses para cumplir cien años de vida. La Academia de la Lengua, de la que era miembro desde varios años atrás, dispone rendirle un homenaje con motivo del centenario de su nacimiento, este mes de noviembre, ocasión en  que se presenta la biografía titulada Laura Victoria, sensual y mística, de mi autoría. Obra auspiciada por la Academia Boyacense de Historia.

Olvidada en Colombia en los últimos tiempos debido a su estadía de 65 años en Méjico, la noticia de su muerte ha hecho revaluar su nombre como una de las figuras ilustres de las letras nacionales.

Bogotá, 2-XI-2004

Humor

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Monólogo de la próstata

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El hombre no me ha dado la importancia que tengo. Me ha visto como un órgano segundón, una especie de pariente pobre o tarado, de esos que existen en todas las familias, pero se esconden cuando llegan las visitas para evitar sonrojos. No le gusta pronunciar mi nombre en público, con timbre de orgullo, como lo hace, por ejemplo, con el corazón y los músculos, símbolos del amor y de la fuerza bruta. Sin embargo, a pesar de mi pequeñez y aparente insignificancia, soy el mayor resorte de su virilidad.

Sin mí, olvídese el hombre de sus torrentes lujuriosos, gracias a los cuales trae hijos al mundo. ¿Hijos del amor? Ojalá. Muchas veces son apenas hijos de la prisa o de la pasión animal. De todas maneras, Eros me ha confiado la secreta misión de impulsar los millones de espermatozoides que brotan en cada juego sensual, destinados a la creación de nuevos seres. Sin mí, hombre arrogante, no podrías prolongar tu sangre vanidosa.

La naturaleza me hizo pequeñita como una nuez de nogal y me asignó un sitio privilegiado para el cumplimiento de mi labor: debajo de la vejiga, en el piso de la pelvis y pegada a la uretra. Vivo en estrecha vecindad con tus partes pudendas. De ellas sí te vanaglorias, ¿verdad? Te entiendo, porque eres un macho consumado. ¿Por qué pudendas? ¿Acaso puede considerarse indigna o indecente la zona de la generación? Yo, en cambio, que desde mi escondite he presenciado tus atrevidos y a veces inconfesables lances de amor, miro tus ‘vergüenzas’ como las partes más nobles de tu condición humana.

Y pasa la vida… De pronto, adviertes cierta dificultad en la micción. No es que te duela nada, sino que la salida de la orina no es tan copiosa, tensa y triunfal como en otros días. El chorro no te funciona bien. Sientes que se queda algún residuo en la vejiga. Haces esfuerzos por eliminarlo, y nada. Cada vez aumentan más tus idas al baño, lo mismo en el día que en la noche e incluso en los momentos más inoportunos. Ahí te comienza la preocupación. La rasquiña, diría yo. Pero como eres terco, o cobarde, o superhombre, no vas al médico.

Pero algún día te decides, al fin, cuando oyes por enésima vez que las visitas al urólogo deben comenzar desde los cuarenta años (y tú ya pasaste hace buen tiempo por esa cifra). El médico te practica un tacto rectal y descubre, claro, que la próstata (es decir, yo, tu cómplice ignorada) se ha agrandado y endurecido más de lo normal. ¿Por el uso?, ¿por el abuso?, preguntas. No, te contesta el urólogo, con tono de compasión: por vieja. Y te da una serie de explicaciones que te causan terror. Por primera vez se te presenta, borroso y fatídico, el rostro del cáncer.

¡Cáncer de la próstata! Eso nunca lo habías considerado, e ignorabas que este cáncer crece con mucha lentitud, incluso durante decenios, y puede llegar un momento en que se vuelve agresivo y causa la muerte. En solo Estados Unidos fallecen cada año más de 50.000 hombres. Es la segunda causa de mortalidad en el mundo. Antes de que tú seas la próxima víctima, te sometes a la ciencia. Esto significa que con alguna periodicidad te realizan las pruebas de antígeno y los tactos rectales. Ahora eres un resignado prostático.

Pasado el tiempo, te hacen una biopsia, y al año siguiente otra, sin que se descubra la maldita alimaña. Pero tienes cáncer, según los indicios que revela tu próstata vieja y enferma (es decir, yo, tu amante secreta). ¡Estás sentado en un cáncer! Abres entonces los ojos a la realidad que nunca habías contemplado: “si mi próstata está vieja y enferma, yo también lo estoy”. Por primera vez te familiarizas conmigo y hasta me dices palabras dulces.

Descubierto el tumor maligno, surge la duda sobre el método más indicado para extirpar el mal: la radiación o la cirugía radical. El médico te explica que este último sistema ofrece riesgos severos, pero es el más aconsejable. Te menciona la incontinencia y la impotencia como posibilidades lejanas, y tú te erizas y hasta te sublevas: “No, no puede ser… ¡No me dejaré operar!”. Entonces el médico te pregunta si prefieres morir. Ante sentencia tan implacable, te decides por la prostatectomía radical. Así, me decretas la muerte, para que tú puedas vivir.

Para calmarte los nervios e inflarte el ego, el cirujano te habla de métodos confiables para curar la incontinencia urinaria, como los ejercicios de Kegel; y para recuperar la erección (tu órgano más preciado, héroe de mil batallas), te menciona una serie de procedimientos eficaces, entre ellos el viagra, el último grito de la ciencia. También te advierte que en algunos casos, que desde luego espera que no sea el tuyo, debe sacrificarse la virilidad a cambio de la supervivencia. Próximo a la operación, te dejo a solas con tus miedos, vanidades y esperanzas.

Más tarde llega el cirujano con su bisturí reluciente, listo al salvaje exterminio con que tú y la ciencia pagarán mi lealtad de toda una vida. Ojalá tu salvador tenga la pericia y el pulso necesarios para no causarte ningún destrozo irreparable. No quiero pensar qué sucederá contigo, muñequito erótico, si acaso no llegas a recuperar en toda su integridad lo que vas a exponer. En tal caso, ¿dejarás de ser tan macho como siempre lo has pregonado? Eso, supongo, se quedará en la intimidad de ti mismo. Tu ego es indestructible.

No quiero ni pensar qué será de ti si al cabo de los días no vuelven a inflarse tus penachos viriles. Mejor cierro los ojos desde ahora, antes de producirse el primer lancetazo. Ahora, queridos prostáticos de todos los tiempos, permítanme retirarme de esta escena tensionante, con dignidad y en sigilo. Voy a prepararme a morir para que tú vivas.

El Espectador, Bogotá, 28 de octubre de 2004.
La Píldora, Cali, No. 127, abril-mayo de 2005.