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Vírgenes y pecadoras

lunes, 17 de octubre de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Mariasela Álvarez Lebrón, nueva Miss Mundo, hace esta extraña declaración: «Soy virgen y me siento muy orgullosa de serlo. Así permaneceré hasta el día que me case. Quizás no soy la más bella, pero sí la más entera».

Como el concepto de la virginidad está hoy deteriorado por culpa de ellas mismas, Mariasela se ha propuesto revitalizarlo. Y por tratarse de la soberana mundial, su declaración de pureza, insólita en los actuales momentos de desenfrenado sensualismo, suena a un grito de libertad.

Antiguamente la mujer no tenía necesidad de contar que era virgen: todos le creían. Ese era su estado natural. Virgen hasta el matrimonio. El sentido de la casta entrega y de la limpia posesión, con todas las de la ley, hacía ver a la mujer inmaculada.

Hoy le cuesta trabajo que le crean. Los tiempos han cambiado Ella misma se rebeló contra los viejos cánones sociales que, según su airada protesta, la  mantenían esclava. Quiere ser igual al hombre, ocupar sus mismos puestos y tener sus mismos privilegios. Entre ellos, el del amor libre. Busca liberarse rompiendo sus ligaduras ancestrales. Estos experimentos suelen dejarle secuelas, pero ella ya aprendió a borrarlas.

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Tenemos ministras, embajadoras, presidentas. En Francia una mujer llega por primera vez a la Academia. En la Argentina otra se toma el poder. Si el Papa se descuida, lo destronan. El mundo está movido por líderes (mejor, lideresas, para evitar la ambigüedad) que se pelean las plazas públicas y conquistan posiciones antes exclusi­vas del sexo fuerte. Ellas son ahora las fuertes, y los hombres los débiles

Hoy nuestras bellas mujeres gritan en los parlamentos, mueven in­dustrias y vuelan por el espacio. Se inventaron los alimentos sintéticos para hacerles menos pesada la carga doméstica a los maridos. No hay campo que la mujer no haya explo­rado. Está posesionada de la vida pública y de la vida privada.

Ya a los hombres les cuesta trabajo la inti­midad, porque sus consortes no tienen tiempo. La mujer dispara armas lo mismo que el hombre, toma lo mismo que él, y a veces más, encarcela y hace la revolución. En Bogotá, donde todo anda patas arriba, dirige el tránsito y no le tiene miedo a los choferes.

Parece, sin embargo, que en este ímpetu de libertad y dominio perdió lo que más la adornaba. El don más preciado, por el que los hom­bres se retaban a bala. Hoy ya no lo hacen, porque no vale la pena. Otros cánones volvieron más tolerable aquella regla del honor.

Ahora se practican las relaciones prematrimoniales como requisito para la posible, o imposible, armonía conyugal. Hay que probar primero, para después aceptar. Y lo más seguro es que al desaparecer el halago de la conquista, se pierda el gusto de la intimidad. El sexo dejó de ser misterio y se convirtió en cansancio. Para combatir el tedio, se impusieron los intercambios con­yugales.

El secreto tan celosamente guar­dado está hoy al descubierto, y lejos de  escandalizar a las jovencitas antojadizas, las ha vuelto incrédulas. ¿Dónde estaba el misterio? ¿Para eso tanta prohi­bición? Más tarde se hastiarán del sexo, porque no le hallan gracia. Así, nuestras dulces Evas han ido invadiendo  los terrenos masculinos. El machismo está derrotado. Y la mujer, liberada.

*

Pero Mariasela piensa distinto. Ella defiende su integridad. «Quizás no soy la más bella, pero sí la más entera». De paso pone en duda la «entereza» de sus competi­doras. Y tiene razón, porque en los concursos de belleza suelen presen­tarse muchas dudas. La mujer moderna, por alguna ficción o algún engaño, entregó la virginidad. Y no es que a los hombres no les gusten las bellas pecadoras, sino que prefieren tenerlas fuera del hogar.

La bellísima Miss Mundo acaba de hacer una revelación asombrosa. Reclama la virginidad que se ha perdido, y para mayor reto y mayor tentación exhibe la suya propia. Re­cuerda que aparte de su belleza física lleva una gracia oculta, que la hace más reina. Mariasela es hoy la mujer más apetecible del planeta.

Es posible que la mujer libera­da termine, por no cuidar sus tesoros, dándose golpes de pecho (algo que tampoco está hoy intacto) y descubra que la emanci­pación no consiste en marchitar los laureles de la auténtica feminidad. Muchas mujeres querrán volver a empezar. Volver a ser vírgenes. Pero ya no pueden.

En cambio, Mariasela está completa. La mujer ha desprotegido sus fortalezas  por combatir el machismo de su inevitable com­pañero. Los hombres, mientras tanto, buscan una virgen. Siempre la han buscado. Y no es que las vírgenes hayan desaparecido, sino que no se consiguen.

El Espectador, Bogotá, 9-XII-1982.

 

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