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La movida chueca

lunes, 17 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Dice Peter en su tratado de la incompetencia que quien lea su libro ya no podrá olvidarlo por el resto de la vida. De esta lectura se desprende que el hombre, un ser imperfecto pero sobre todo descuidado, hace las cosas a medias, sin reflexión y con irresponsabilidad. Soy un convencido de los  principios de Peter. Lo cual no implica que sea fatalista.

El optimismo, por el contrario, es mi brújula permanente. Pero por doquier encuentro negligencias. Lo mismo alrededor de mi sitio de trabajo que en el consultorio del especialista, el taller de mecánica, la droguería, el comercio, el alto despacho gubernamental.

Sostiene Peter, como teoría central, que el hombre tarde o temprano alcanzará el nivel de incompetencia. Más pronto llegará a él si, en lugar de avanzar en forma lógica conforme los años maduran la personalidad, se saltan escalones para coronar la cumbre. Es el triunfo prematuro que tontamente perseguimos. En la cima de la fama los errores se disimulan con gran facilidad, o sea que se cometen con más amplitud.

Pifias, desviaciones, descalabros y, en definitiva, incompetencia. Voy a relatar algunas de las trastadas que le han ocurrido a este pobre mortal –parecidas a las que a usted le ocurren a diario–, para que convengamos, con Peter, por qué el mundo anda al revés. La movida chueca, diría uno de los sicólogos de la época.

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El tornillo milimétrico. – Un día, a poco tiempo de estrenar el brillante Renault, explotó una bomba en la parte delantera del vehículo. No era un atentado terrorista. Sólo que un tornillo invisible que movía piezas vitales del motor, mal ajustado por manos imprecisas –¿guayabo, tembladera, elevamiento?–, se salió  de madre y ocasionó el estampido que terminó desvertebrando mi ilusión automotriz. (Aquí habrá que echar de menos el robot y lanzar al hombre a las tinieblas exteriores por sus tor­pezas).

Los estragos, que fueron grandes, se atribuyeron al desengranaje de las misteriosas milimetrías que lo dejan a uno a pie limpio. Pero con vida, loado sea Dios. Nadie, sin embargo, res­pondió por el daño. («La garantía venció el mes pasado, señor»).

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Las gafas desenfocadas. –  En la óptica me aconsejaron la montura per­fecta para disminuirme años y agregarme distinción. Por primera vez iba a usar lentes bifocales, los que hacen el prodigio de aproximar o distanciar el mundo. El dependiente me recomendó ma­nejar con cuidado los lentes de abajo para no irme de bruces, y yo asimilé la lección luego del primer per­cance. Un mes más tarde, cuando ya debía dominar la nueva técnica, mis ojos seguían desenfocados. El mundo me entraba borroso, partido por la mitad. La dulce niña de mis ojos estaba resentida y yo, inútilmente, procuraba consentirla.

Regresé a la óptica, y ¡claro! el mejor técnico se había equivocado en la altura de los bifocales. Pero sólo dos milímetros –que en optometría equivalen a muchos mundos. («No se preocupe, señor, que el jefe regresará en ocho días de vacaciones y le arreglará el problema»). Protesté, pero de nada sirvió. ¿Y mis lecturas, y mis tropezones, y mis escozores?

En fin, el jefe volvió y me dio la razón. En otros diez días –que se volvieron quince, o sea, siglos– tenía la nueva montura. La visión había mejorado, pero no lo suficiente. El mundo –mi mundo íntimo de lecturas, de percepciones y complacencias– seguía restringido, mezquino, absurdo. Recorrí media ciudad en busca del técnico y no lo encontré. («Regrese en dos horas, señor, y él le revisará las medidas»). No volví. En otra parte com­probé que Peter no se equivocaba: el técnico había fallado en un milímetro, la diferencia exacta que yo necesitaba para sentirme contento

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Tarifa postal reducida. – Con mis dos o tres libros debajo del brazo llegué a la Administración Postal. Eran obras nacionales para despachar en sobres abiertos, cuyos portes gozan de tarifa especial. El empleado me cobró $250 por cada envío. Precio superior al del propio libro o el de la carrera en taxi hasta la dirección del destinatario. Con humildad me con­fesé autor de aquella criatura y el empleado se condolió de mi suerte. Y me aconsejó que obtuviera una resolución en la oficina de El Dorado para ayudarme a llevar la cruz. («Pero es mejor, señor, que haga el despacho por recomendado para que no se pierda»).

Pasé a donde el jefe, un señor regordete y evasivo, que tampoco se solidarizó con la cultura nacional. A éste le expliqué que los portes de mis libros siempre habían sido reducidos desde otros sitios del país, menos desde Bogotá, la capital de las trabas y los papeleos. “No hay remedio”, remató el señor obeso y me despidió.

Un subalterno me susurró al oído que el jefe interpretaba mal la norma y esto me alentó para enviar una carta al director de la Administración Postal, no tanto en busca de protección como de clari­dad, ¡y nada! Llevo dos meses espe­rando respuesta. Por Avianca, mientras tanto, donde vale más el correo, he seguido enviando el libro a $60, sin necesidad de resolución ni de dis­cusión. (¿Qué hacemos, amigo Peter, con esta incompetencia hasta para que nos contesten a los pobrecitos escritores?).

*

La cama en el suelo. – Lo más gracioso que me ha ocurrido fue con la cama-biblioteca que le tenía prometida a mi hijo. Aparte de que Maderal demoró dos meses la entrega después de recibir la mitad del contrato, le encimó sonajera. Como tengo cierta habili­dad de carpintero, aunque no se crea, en quince días le suprimí el chirrido.

Pero no fui lo suficientemente experto para impedir que uno de los tornillos, que a duras penas encajaba, se de­senroscara en mitad de la noche y le propinara a mi hijo tremendo porrazo, con derrumbe de libros y de sueños dorados. Desde entonces mi hijo ha preferido, como medida de seguridad, dormir en el suelo.

El Espectador, Bogotá, 5-IV-1984.

 

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