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La monja de Osuna

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 25 años Héctor Osuna, entonces oscuro caricaturista, publicaba su primer mono en las páginas de El Siglo. No sabemos si a Osuna lo descubrió alguien, como es común en el periodismo, las letras y el arte en general, o más bien él, que sentía en el subconsciente el vago aliento conservador, acudió por propia iniciativa al periódico azul en busca de suerte para su imaginación pictórica. Tampoco está claro si sus pri­meros dibujos tuvieron cariz político, y esto en realidad nada explicaría sobre su ascenso, a la vuelta de los años, al primer plano de controversia nacional.

Sería más lógico suponer que su tránsito por la tribuna conservadora, donde alternó en periodismo combativo con el mayorazgo de la casa Gómez, le dejó un tono de protesta social –mitad gracejo y mitad ironía, como es en sí la caricatura–, y con esa arma, activada por su aguda penetración sicológica, habría de atacar la sinrazón de las acciones torpes y denunciar los desvíos del poder.

Tampoco resulta difícil deducir que su formación intelectual, estructurada en los claustros de los jesuitas, le proyectó la mente hacia la beligerancia constructiva y el ánimo reformista que son las insignias del hombre de Loyola.

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Al poco tiempo el caricaturista político en cierne, que ya había esgrimido con éxito la espada del moralista, hacía su entrada triunfal a El Espectador, baluarte de la independencia ideológica y del temple batallador. Esta serie de circunstancias, que no son fortuitas, explican el sello del crítico que hay en Osuna.

Tal vez no haya existido en Colombia, y es posible que no exista, censor más implacable ni crítico más incisivo. Los gobiernos, antes que a los ataques de los adversarios, les temen a las caricaturas de Osuna.

Maestro del humor sarcástico –la nota más sensible y la más amena de sus trazos perturbadores–, ha aprendido el arte de compendiar en una línea, en un rasgo o en un semblante, la velocidad sorprendente de la perfecta fotografía. Fotografía unas veces física y otras sicológica, con la necesaria desfiguración que hace el lápiz del artista. Así, entre pinceladas y bosquejos, entre sutilezas y dardos mortales, este genio de la ironía, que cada domingo produce destrozos con sus rasgos y rasguños inconfundibles, ha retratado el alma el país.

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Se vale, para censurar los errores de gobernantes y figuras públicas, de espíritus traviesos. Son trucos de la inteligencia que pone a danzar en la epidermis de la opinión ciudadana y que, de ser tan simbólicos y caracterizados, no sólo adquieren vida propia sino que terminan aguijoneando la vida ajena. Estos personajes burlescos y auténticos han sido protago­nistas de distintas épocas del acontecer nacional.

Los briosos corceles, d los que sólo les faltó hablar, hablaron sin embargo el lenguaje traducido de la represión y las torturas. Siempre que corcoveaban, quedaba un militar herido, y debe pensarse que cicatrizaba otra herida.

Por ahí, dando vueltas en el aire, aparecía con frecuencia un birrete, colocado como testimonio acusador, y perplejo a veces en momentos de confusión religiosa. Mientras del Pa­lacio Cardenalicio salían manifesta­ciones de adhesión incomprendida, o no se escuchaban, por el contrario, voces de reparo que el país esperaba, esta prenda religiosa parecía no ha­llar sosiego. Desapareció, de repente, cuando hubo cambio de escena.

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Y llegó la monjita mofletuda. Ahí la tenemos en plena acción, muy po­sesionada de su papel angelical. (Lo angelical, a veces, tiene algo de diabólico, acaso porque el bien y el mal no andan separados). De aspecto rollizo, contornos generosos y alma exuberante, como todas las criaturas de Botero, un día resuelve salirse del cuadro artístico para vigilar la vida palaciega, a donde la han llevado por equivocación.

La atmósfera de los palacios, pensará ella, no es para las monjas de la Presentación. Si no la dejan escapar, se convertirá en espía de los actos oficiales. Y además en consejera, como ocurre en momentos de debilidad presidencial, cuando le señala a su amo, en el cuadro vecino, que los pantalones no son para dejar­los colgados.

Monja alegre, rosadita, danzarina, picante, aérea como los arcángeles y los duendes, tiene suficiente simpatía para tumbar ministros y corregir medidas gubernamentales, sin que nada le pase. La suya es una in­genuidad maliciosa con poderes sobrenaturales. La propia Regina los admira. Esta potestad monjil y mu­jeril, que envidia el Procurador, logra puyar a la nación con los alfileres de su hábito, y cuando las cosas no caminan bien las coge a camandulazos.

La reverenda madre, convertida en la mayor censora pública, es el superestado que se le rebeló a Fer­nando Botero y se le creció, como quiso Osuna, al señor Presidente. Un día Flaubert, que había pintado su propia alma en el alma de su heroína, exclamó: “Madame Bovary soy yo». Hoy no queda difícil que Osuna, que tiene alma de monja y florete de gladiador, confiese: «La monja soy yo».

El Espectador, Bogotá, 20-III-1984.

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