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Archivo para lunes, 30 de noviembre de 2009

Un presidente que perdió Colombia

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Bajo el título Otto Morales Benítez, de la región a la nación y al continente, el profesor e historiador caldense Albeiro Valencia Llano acaba de publicar, con el patrocinio de Fasecolda, un texto serio y bien documentado sobre la trayectoria humana, cultural y política del ilustre colombiano, cuya presencia en la vida pública y la solidez de sus convicciones le dieron mérito para llegar a la Presidencia de la República. Sin embargo, se desaprovecharon sus dotes de estadista.

El autor de la obra, tras varios años de investigación sobre esta atrayente personalidad, y a medida que analiza en sus páginas el itinerario del personaje, repasa la historia colombiana en gran parte del siglo pasado. Lo hace a la luz de valiosos documentos que ofrecen una visión certera sobre el acontecer nacional en etapas cruciales, como la violencia, la dictadura militar y la crisis de los partidos. De paso, muestra la actuación del político caldense en la mayoría de tales sucesos, unas veces como miembro de su partido, otras como ministro, otras como delegatario de altas misiones, y siempre como luchador de las ideas y la democracia.

La lectura del libro me ha permitido volver la mirada en torno a las campañas presidenciales adelantadas por Morales Benítez, sobre las que poseo claro conocimiento, tanto por mi carácter de observador atento de los hechos en aquellos días, como por mi cercana amistad con el escritor. Desde 1974, como lo precisa el biógrafo, prestantes jefes políticos, parlamentarios, intelectuales y gente de otros sectores comenzaron a agitar su nombre para la candidatura presidencial. Esta idea se robusteció en 1977 con el apoyo de otros líderes políticos y de notables escritores y periodistas.

En 1979, Carlos Lleras Restrepo propuso una lista de posibles candidatos y entre ellos destacó a Morales Benítez, cuyo nombre fue acogido en provincia por varios directorios liberales. Al año siguiente, Alberto Lleras Camargo, en discurso pronunciado en Medellín, volvió a mencionarlo para la alta dignidad. Diarios como El Universal, de Cartagena, y La Patria, de Manizales, por encima de banderías partidistas, se sumaron a la propuesta.

En Pereira se le rindió, por iniciativa de un grupo de políticos (Hernán Jaramillo Ocampo, conservador, y los liberales Juan B. Fernández, Fabio Lozano Simonelli e Iván Marulanda), grandioso homenaje popular al que asistieron representantes de distintas actividades, sin distingo de partido y en nombre de periódicos regionales, del mundo intelectual y del alma nacional. Residente yo por aquellos días en la ciudad de Armenia, asistí al acto y me encontré con una manifestación apoteósica.

En medio de semejante expresión de simpatía arrancó la precandidatura presidencial –que más visos tenía de candidatura formal– de Otto Morales Benítez, quien desde entonces comenzó a recorrer el país y analizar los grandes problemas nacionales. Asimismo, conforme se movía entre la clase política y buscaba caminos de identidad entre sus copartidarios, surgían las interferencias, las ambiciones, los asedios y los enredos de la politiquería. En febrero de 1981, en célebre carta a María Elena de Crovo, el precandidato le decía: “Entendí entonces por qué tienen que seguir progresando en el país tan aceleradamente los peores vicios, aquellos que nos apabullan a todos los colombianos”.

Asfixiado entre este enrarecido ambiente, se retiró de la campaña. Frente a la red de obstáculos y a la pérdida de valores, vio que el terreno era intransitable para ser candidato. En 1982 volvió a agitarse su nombre, pero declinó esa posibilidad ante la desunión de su partido. Un año después, en los finales del gobierno de Belisario Betancur, surgió un movimiento de respaldo a su nombre, con el título de  “Amigos de Otto”. En febrero de 1984, los liberales de Caldas lo proclamaron como candidato de su partido, y el diario conservador La Patria manifestó que sería un excelente sucesor de Belisario Betancur. De nuevo, en todo el país se pronunciaron vigorosas voces de respaldo.

Pero el liberalismo pasaba por difíciles momentos, tanto por la disidencia de Galán desde el Nuevo Liberalismo, como por el surgimiento de otros factores de discordia y preocupación. Por aquellos días aparecían las mafias de las drogas y brotaba la corrupción política, de manera voraz, con olvido de la disciplina y los valores éticos y morales. “Entonces –declararía Morales Benítez al periódico El Liberal, de Popayán– ya no era necesaria una ideología y una doctrina, mucho menos un programa, porque comenzaron a ingresar a la política los que tienen más audacia, agallas y plata para comprar el poder”.

En tales condiciones, dejó el campo abierto para que fuera otro el candidato de su partido. En agosto de 1985, la convención liberal escogió el nombre de Virgilio Barco, y con esa bandera obtuvo la victoria para el período 1986-1990. Y a los “Amigos de Otto” nos quedó una frustración patriótica, a la que vez que se nos ahogó un sano deseo: que si el candidato de la moral y la decencia –el  candidato que veíamos arrollador y que encarnaba una esperanza– hubiera luchado más por sanear los vicios de su propio partido y se hubiera enfrentado con mayor decisión a los caciques de siempre, habría obtenido el triunfo. Y Colombia no habría perdido a un gran presidente.

El Espectador, Bogotá, 19 mayo de 2005.

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Los infiernos de la miseria

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un país donde casi ocho millones de habitantes –alrededor del 20 por ciento de la población– viven con menos de $ 85.000 mensuales, a causa de lo cual no comen sino una vez al día, no puede ser un país feliz. Un país donde veintitrés millones de personas, que equivalen al 53 por ciento de la población, viven con menos de $ 210.000 mensuales (un poco más de medio salario mínimo), revela un estado de extrema pobreza. Un país donde el ingreso por cabeza es veinte por ciento más bajo que el del habitante promedio del mundo, aspecto que poco ha variado desde buen tiempo atrás, es un país mal dirigido. Esta es Colombia.

Esta es la patria manejada por políticos y gobernantes, para quienes valen más el provecho personal, el afán burocrático y la pasión sectaria, que la suerte del pueblo. Nada bueno puede salir de un Congreso sin vocación social, desacreditado e inoperante en medio de estériles reyertas personalistas, que ha hecho de la politiquería su herramienta de combate, mientras la gente languidece entre el hambre y la desesperanza.

Grandes reformas se ahogan en las dos cámaras por falta de compromiso con el país y por ausencia de verdaderos líderes que asuman el deber elemental de establecer medidas que favorezcan el interés común, en vez de buscar, con artimañas como la del ausentismo, pensiones desbordadas en su propio beneficio y desatar acaloradas discusiones en torno a temas baladíes. Mientras tanto, la gente pobre, que debe subsistir con menos de un dólar diario, supera el 64 por ciento de la población y ha venido en aumento durante los últimos años.

La caída del ingreso personal de los colombianos, frente al resto de países de Latinoamérica, es dramática. Tenemos el caso de Argentina, que no obstante la aguda crisis económica que padeció y que apenas va en vía de recuperación, tuvo el año pasado un ingreso por persona de 3.954 dólares, mientras el de Colombia fue de 2.213, cifra inferior a la del Perú (2.482). Si nos comparamos con Argentina (6.072 dólares), nuestro resultado equivale a casi la tercera parte. Un estudio reciente sobre la pobreza del país indica que ésta descendió 20 puntos entre 1978 y 1995, pero en 1999 regresó a los niveles de 1988.

Falta por saber para este análisis, que no pretende ser exacto sino mostrar una tendencia de esta situación calamitosa, qué ha sucedido en los años siguientes. Esto no es difícil de calcular, sabiendo que el empobrecimiento de los colombianos no encuentra tabla de salvación y, por el contrario, es cada vez más crítico.

Una de las causas que han agravado la suerte económica de la población se debe al problema de los desplazados por la violencia, que no sólo dejaron de producir en sus comarcas, sino que han creado cinturones de miseria en las ciudades por ausencia de fuentes de trabajo. Con ellos ha crecido el número de indigentes, que en gran parte viven de la caridad pública y muchos se deslizan hacia la delincuencia obligada.

No es que la economía no registre índices de crecimiento, ni que se hayan dejado de adelantar programas de apoyo para las clases menos favorecidas, sino que las cifras progresan para los ricos, a pasos acelerados, mientras los pobres siguen en el mismo nivel de penuria. Esto determina la enorme desigualdad económica que existe en el país, una de las más protuberantes del mundo. Las estrategias que en la última década se han adoptado para derrotar la pobreza han sido insuficientes, a veces ilusorias, y no han logrado una efectiva redención de la angustia popular.

Situados en Bogotá, a donde convergen las tropas de los desplazados, los desocupados y los menesterosos, quienes de paso incrementan los grados de miseria, inseguridad y degradación que sufre la capital desde tiempo atrás, el ambiente se ha vuelto desastroso. Los indigentes se apoderaron de la urbe, en los barrios, semáforos y calles centrales. El Cartucho era apenas el reducto de una gigantesca realidad social.

Ahora resolvieron desplazar de allí a los últimos habitantes de la calle, con sus vicios y peligrosidad incontenibles, lo que significa trasladar el problema a otro sitio. Aquí sucede lo del sofá en el caso de la casada infiel: que se vende para castigar o borrar la falta, y la mujer continúa siendo desleal… en otro sofá. En la misma forma, el desharrapado sigue siendo miserable en el nuevo lugar que se le asigne. Lo que a éste le falta es protección social.

Y falta, por supuesto, el Estado, que está constituido no sólo por el Presidente y sus ministros, sino por todo un engranaje gubernamental y político que representa, o debe representar, la conciencia social de la nación. Frente a este panorama patético y desolador, que ningún colombiano ignora y que todos padecemos en mayor o menor grado, cabe señalar que Colombia es un país de frustraciones, tanto en la elección de sus dignatarios como en el encuentro de la esperanza.

El Espectador, Bogotá, 9 de junio de 2005.

 * * *

Comentarios:

Conocí a un escritor dominicano que viajó  a Colombia y tiene comentarios analíticos muy exactos del estado en que se encuentra nuestra patria. Dice que la violencia que observó en Medellín raya en lo satánico. ¡Qué imagen! Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Tu artículo sobre la miseria merece ser difundido entre todos los colombianos de buena voluntad. Así lo voy a hacer con mis corresponsales. El problema radica en la falta de una conciencia social y ciudadana. Pero no podemos perder la esperanza de que algún día todo este estado de cosas cambiará. Dios puede suscitar líderes honestos y realmente interesados en la cuestión social. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

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La edad de las mujeres

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Es fácil calcularle la edad a un hombre. Sólo basta contarle las arrugas. A los caballos se les mide la edad en los dientes; a las mulas, en las magulladuras. También se puede calcular, sin mucho esfuerzo, la edad de un carro o de una casa. Pero en cuanto a las mujeres… ¡válgame Dios!

El lado más sensible de la mujer es su edad. Ella revelará más fácilmente el nombre de su amante que la fecha de su nacimiento. Es un secreto que guarda con celo y que se convierte en arma peligrosa cuando alguien lo vulnera. Cuídese, pues, el hombre de tocar los años femeninos, si no quiere exponerse a la guerra. Pero cuando lo haga, no se olvide de que uno de los mayores agasajos, acaso más que decirle que es bonita, es ponderar su juventud.

El marido nunca se aprenderá la edad de su mujer, por más grabada que la lleve en la memoria, ya que no hay fecha de nacimiento más variable. Por otra parte, no tiene sentido sabérsela, si el que envejece siempre es él. Es una regla que nadie ha podido modificar.

Las mujeres nos llevan una ventaja indudable: mientras los años masculinos pregonan los desgastes de la vida, los femeninos se esconden, se remozan y retroceden, o por lo menos se detienen. Por eso, alguien dijo que una mujer gasta cuarenta y cinco años en llegar a los treinta. Y es que ella, creada para ser un adorno de la naturaleza, no puede marchitarse.

Calcularle la edad a una mujer es una ciencia, fuera de un riesgo. Se necesitará una profunda sicología, pero no conducirá a nada, y es perjudicial intentarlo. Debe llevarse muy bien sabido que la mujer es eternamente juvenil. ¿Para qué sacarle esa idea de la cabeza, si a nadie hace daño?

Esas juventudes femeninas que vemos con el almanaque excedido, muy apuestas y hasta retadoras, nunca serán añosas, no se olvide; cuando más, las apariencias engañan. ¡Y vaya uno a decir lo contrario!

Si el caso es al revés, o sea, el del deplorable vejestorio que también siente el alma fresca, no sucederá lo mismo. El pobre ha sufrido mucho, se dirá con piedad. Para la dama, en cambio, aún cabe el piropo: ¡tan bien conservada!, es la frase precisa, y ahí queda todo resuelto. Ella sacará a relucir su garbo, y él, aporreado en la guerra, procurará no lastimarse más las heridas. ¿Ven ustedes una de las diferencias entre el hombre y la mujer, fuera de las descubiertas en el Paraíso Terrenal?

La edad de las mujeres es un tesoro que todos debemos cuidar. Creyéndose ella joven, es posible que también nos retoñe el alma. Óscar Wilde, que definió con pinceladas geniales a la mujer, argumentó: “¿Cómo tener confianza en una mujer que le dice a uno su verdadera edad? Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo”.

No es, entonces, un embeleco cualquiera éste de que las mujeres continúen jugando a la dulce mentira de esconder sus años. No recordárselos es un principio de sabiduría. Pero si desea deshacerse de ella, no lo dude: cántele lo que más la irrita, y de pronto encímele algunos años, como para que nunca vuelva a determinarlo en la vida. La mujer vive, definitivamente, peleando con el calendario. La pelea se volverá contra usted si es exacto en las cuentas, o muy aproximado. Lo ideal, para ser galantes, es restar sin regateos.

Ellas tienen sus razones, y muy poderosas, para que no se les irrespete la incógnita de su eterna primavera. Mejor para nosotros, cuando nos sintamos atrofiados, encontrar un elíxir de vida. Todo depende de la audacia mental para halagar la vanidad femenina. Una de las claves del matrimonio consiste en mantener siempre una esposa joven. Y bien es sabido que la edad es mental y no simplemente cronológica. Con este argumento las mujeres ganan sus batallas, y nosotros perdemos nuestras insolencias.

Después de conocer todas estas cosas no me explico por qué al Estado, al hacer ciudadana a la mujer, le dio por pregonar su edad. Los votos se pierden porque la edad femenina no es para mostrársela a nadie.

A la mujer hay que dejarla así: indefinible, juvenil, misteriosa y optimista… Permitámosle sus mentiras piadosas y no nos metamos con problemas del tiempo si deseamos la paz. Será la mejor manera de engañarnos a nosotros mismos, ¡pero qué grato vivir por fuera del almanaque! Y esto no es de ahora sino de siempre: la mujer es tan astuta que a los años los hace añicos. Y también a quien pretenda decirle vieja.  

El Espectador, Bogotá, 7 de julio de 1986.

Museos

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Curiosa historia de un museo

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En 1973, siendo yo gerente del Banco Popular en Armenia, fue inaugurado el confortable edificio construido para sede de la sucursal, y los dos pisos superiores se dedicaron, a título gratuito, para el funcionamiento del Museo Arqueológico del Quindío. Esta entidad, creada por una ley de 1959 y adscrita al Instituto Colombiano de Antropología, pasó años después a ser dependencia de la Universidad del Quindío.

En los años transcurridos desde la creación del museo hasta el día que el Banco Popular entró a administrarlo en virtud de un fideicomiso, la muestra arqueológica se había incrementado con valiosas adquisiciones de la cultura quimbaya, hasta conformar una colección del orden de 2.000 piezas, que el Banco se comprometió a mantener y exponer al público, corriendo con los gastos correspondientes.

En esta forma, el organismo financiero le hacía un homenaje a la región y de paso contribuía al rescate del patrimonio aborigen del país, hecho que encajaba dentro del programa iniciado en Bogotá con la compra y remodelación de una histórica casona del barrio de la Candelaria –la Casa del Marqués de San Jorge–, donde se inició el Museo Arqueológico del Banco Popular, con más de 10.000 piezas. Esta feliz iniciativa se debió al espíritu cultural del presidente del Banco, doctor Eduardo Nieto Calderón. Conseguida por mi parte la aceptación de la propuesta formulada a la Universidad del Quindío para el manejo del museo regional, el doctor Nieto Calderón dirigía en Bogotá las medidas necesarias para la adecuada adaptación de los dos pisos ofrecidos.

El pueblo quimbaya, maestro en artes orfebres y cerámicas, dejó sepultado en tierras del Quindío un gran tesoro formado por diversidad de figuras, como ánforas, caciques, alcarrazas, copas sagradas, tinajones, narigueras, aretes, collares… Tesoro sometido a saqueo arrasador en la época de la Conquista por parte de los voraces buscadores de riquezas auríferas, y a la silenciosa extracción mercantilista de los guaqueros en los tiempos actuales, muchas veces con fugas hacia el exterior. En tales condiciones, el Banco Popular entraba a defender y difundir, al igual que lo hacía el Banco de la República con su Museo de Oro, la inmensa fortuna precolombina diseminada a lo largo y ancho del país.

El doctor Nieto Calderón puso en ese empeño su mayor entusiasmo, cariño y diligencia y una enorme capacidad de lucha y creatividad. En mi caso, halló en Armenia el aliado preciso, y sobre todo insólito (no es frecuente que los gerentes de banco se ocupen de cosas de la cultura, ni del espíritu). Así, la obra se llevó a cabal término. Sólo faltaba la inauguración, y ahora viene la anécdota. Pensábamos en una ceremonia apropiada para abrir el museo al público, para lo cual se invitaría a un coctel a las autoridades y a personas representativas de la ciudad, con presencia, por supuesto, del presidente del Banco. Ya confeccionada la lista de invitados y previstos otros detalles, el alto ejecutivo me llamó para manifestarme que, muy a pesar suyo, desistía del coctel y no viajaría al Quindío. Dejaba en mis manos la realización de algún acto discreto para difundir la noticia.

Por aquellos días, en los albores del gobierno de López Michelsen –hace 30 años–, el doctor Nieto Calderón había invitado al primer mandatario a inaugurar la oficina del Banco Popular en Cali. Éste respondió que lo haría con mucho gusto, pero con la condición de que se prescindiera del coctel, ya que en su campaña había ofrecido gran austeridad en los gastos públicos. Según deseo suyo, en la reunión de Cali no habría champaña ni whisky, y en cambio se brindaría con jugo de fruta o con tazas de café.

De paso, se enteró del excelente edificio levantado en Cali, lo que dio lugar, varios meses después, al traslado de la sede principal del Banco Popular a dicha ciudad: otra de las ofertas de su campaña había sido la descentralización del poder central y el fortalecimiento de la provincia mediante la ubicación en varias ciudades de algunos organismos estatales de fuerte impacto nacional. Así se hizo con el Banco Popular. Dicha medida dejó la sensación de que se iba a seguir con otros institutos, entre los que se mencionaban el Banco Cafetero y el IFI. Con todo, el Banco Popular fue la única entidad sometida a ese proceso, y se convirtió en “conejo de laboratorio” de un programa que tuvo muchos anuncios pero poca efectividad.

Tal circunstancia determinó la renuncia del doctor Nieto Calderón de la presidencia del Banco, por no compartir la idea del traslado a Cali, ni la de suprimir los cocteles en este tipo de eventos. Para qué dudar de que los dos personajes de esta historia consideraban, como refinadas figuras de la alta sociedad (y que además tenían lazos de parentesco), que los cocteles son una institución imprescindible en el mundo entero y no pueden separarse ni de la actividad pública ni de la vida empresarial. Pero en aquella ocasión las apariencias impusieron otra cosa.

El ilustre banquero nos dejó esperándolo en Armenia para darle brillo a la fiesta de apertura del museo regional: acariciada obra suya que, como una ironía del destino –o mejor, un desatino del “Mandato Claro”–, no llegó a conocer, a pesar de su paternidad, ya que el proyecto lo dirigió a distancia y nunca tuvo oportunidad de verlo en funcionamiento.

En ausencia suya, yo hice la celebración en privado, sin bullicio, discursos ni licores, y al mismo tiempo dentro de una ceremonia solemne y entrañable: invité al gobernador, al rector de la Universidad, a la secretaria de Educación, a la directora de Extensión Cultural y a varios amigos selectos, y les hice un recorrido por los dos pisos bellamente engalanados con la cultura quimbaya. El fotógrafo nos tomó unas fotos, y yo pedí a los asistentes que me acompañaran a un brindis… con el aromático café de la tierra quindiana. Las fotos salieron publicadas en varios periódicos, y la noticia cultural alzó vuelo.

Nadie tenía por qué saber los secretos que se escondían detrás de aquella sobria ceremonia. O quizá alguien alcanzó a sospecharlo: el doctor López Michelsen nos había quitado a los gerentes las acciones de los clubes, dentro de su pregonada política de austeridad, lo que nos obligó a atender las relaciones públicas con nuestro propio bolsillo. El museo funcionó por espacio de diez años con mucho esplendor y con indudable beneficio para la gente, y fue desmontado a mi salida de la gerencia, para buscarles rentabilidad a los dos pisos improductivos. (Nunca la cultura ha dado dividendos, y la banca se hizo para producir negocios, pensaría mi sucesor, persona con mentalidad diferente a la mía).

En 1999 murió el doctor Eduardo Nieto Calderón, el gran líder del Banco Popular y promotor de una inmensa obra cultural para el país. Hoy el museo de Armenia ya no existe. Dicen que las piezas duermen en algún sótano, y así han vuelto a su estado primitivo de sepultura indígena. Densas capas de misterio han caído sobre la colección. Por supuesto, aquel tesoro de los quimbayas legendarios merece un réquiem.

Todo ha cambiado, y la historia ha concluido. Pero quedé yo para contar el cuento.

El Espectador, Bogotá, 12 de mayo de 2005.
Eje 21, Manizales, 26 de enero de 2017.
La Crónica del Quindío, Armenia, 29 de enero de 2017.

Comentarios

Existía entonces una extensa y hermosa colección de la cerámica quimbaya, de propiedad de la Universidad del Quindío, a la cual dio acogida y tutela el Banco Popular, gerenciado por don Gustavo Páez Escobar, cuya sensibilidad cultural garantizaba su custodia y su vivencia, en un amplio salón del edificio del banco. Nadie en Armenia presumió que a la partida del señor Páez Escobar, en septiembre de 1983, la colección pasaría a ser un tesoro casi escondido y cuyo destino se volvería por demás incierto. Josué López Jaramillo (exgerente del Banco de la República en Armenia), en “Reseña histórica – Museo Quimbaya”, marzo de 2005.

Qué tristeza que obras como la suya hayan desaparecido. Sin que nadie proteste, ni se dé por enterado. Gracias por el recuerdo de mi hermano Eduardo, tan justo y generoso. No recordaba lo ocurrido en el gobierno de López, con el cual trabajé como Secretaria de Información y Prensa. Y volviendo al museo de Armenia, ¿no habrá manera de revivirlo? Lucy Nieto de Samper, Bogotá, mayo de 2005.  

El señor Eduardo Nieto Calderón dejó un legado muy importante a la cultura. Las colecciones y publicaciones de la Biblioteca Banco Popular fueron y son muy importantes en la vida colombiana. Muchas obras que fueron reproducidas –y que en aquel entonces eran de difícil acceso a la llamada clase media y baja– aportaron a la sociedad una forma de hacer cultura. Pedro J. León R., Armenia, enero de 2017.

Tus evocaciones históricas, claras y lúcidas, siguen siendo fuente de incalculable valor para recuperar detalles de nuestro pasado. Los quindianos te lo agradecemos y bien se podría recopilarlas en un volumen que editaría la Biblioteca de Autores Quindianos. Umberto Senegal, Calarcá, enero de 2017.

Recordar el Museo Arqueológico del  Banco Popular me causa  una honda emoción. Recuerdo el esmero con que se cuidaba como uno de los sitios culturales más bellos de Armenia. Raquel Martínez Aguirre, Armenia, enero de 2017.

Pues le quedó muy bien contado el cuento, y son muy simpáticas las anécdotas con las que le dio forma. Para mí, y creo que para la gran mayoría de habitantes de este terruño, completamente desconocidas. Gustavo Valencia García, Armenia, enero de 2017.

…y muy bien contado. Es lamentable saber cómo una buena idea y un proyecto cultural cristalizado se vinieron abajo. Te queda la satisfacción grande de haber mantenido vigente durante tu administración el Museo Arqueológico del Quindío. Eduardo Lozano Torres, Bogotá, enero de 2017.

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