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Archivo para miércoles, 25 de noviembre de 2009

Biografía

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Un bandido legendario

miércoles, 25 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Alguien podría pensar que la evocación que hace Eduardo Santa de un famoso bandido de su tierra tolimense en la década de 1930 a 1940, recogida en  reciente libro de su autoría publicado por la Alcaldía de Líbano, representa una apología del delito. Pero no es así. Y no lo es por tratarse de un bandido humanitario que se robaba la plata de los ricos para repartirla entre los pobres. Caso similar al de Robin Hood, el también legendario bandido inglés que se convirtió en el pavor de los bosques y logró el carácter de héroe. Lejos de enaltecer la transgresión de la ley, lo que presenta Eduardo Santa, con la linterna del historiador, es la crónica fidedigna de hechos singulares que permanecen grabados en la memoria de los pueblos del Norte de Tolima.

Reinaldo Aguirre Palomo, el personaje, era un campesino nacido en la vereda de San Jerónimo, cerca de Mariquita, en 1912. Dotado de gran fortaleza para las faenas agrícolas, sobresalió como vaquero y domador de potros. Su apuesta estampa varonil, simpatía y buenos modales le hicieron ganar rápidas ventajas en el mundo de las mujeres, por quienes sentía fuerte atracción. Al paso de los días, sus conquistas femeninas en los bares y en los caminos de su tierra serían incontables.

Un día se incorporó como soldado en la guerra contra el Perú. Allí dominó el arte de las armas y ejecutó actos valerosos. Campesino avezado en las trochas de su comarca, se familiarizó pronto con las selvas inhóspitas del Putumayo. Y desertó de la vida militar cuando recibió un castigo inmerecido. Luego comenzó a vagar de escondite en escondite. Varias veces estuvo a punto de ser capturado, pero siempre se escapaba. Cuando se sintió acorralado, se dedicó al abigeato y al atraco en los caminos. Más tarde formó una cuadrilla y comenzó a asaltar fincas. El producto de las rapiñas lo repartía entre los pobres de la región.

Se convirtió en el terror de los caminos y en el azote de los finqueros. Poseía el don de la ubicuidad: estaba en todas partes y nadie lo veía. Era un fantasma que ninguna autoridad lograba aprehender. Aparecía y desaparecía como por arte de magia. Todos lo ocultaban, porque era el paño de lágrimas de todas las necesidades. De paso, seducía y enamoraba. Una noche se disfrazó de Carlos Gardel para seducir a una maestra rural. Las mujeres, por supuesto, soñaban con el Robin Hood criollo. Conforme aumentaba el bandidaje, crecía la leyenda. Por aquellos días comenzó a conocerse como el ‘Palomo Aguirre’, y así se quedó. Este apelativo sonaba a personaje misterioso, aéreo, conquistador.

Lo de aéreo tuvo aplicación cuando en acto de increíble audacia asaltó el cable aéreo de Mariquita a Manizales, que sostenido por cerca de 380 torres ejecutaba un recorrido de 72 kilómetros (el más largo del mundo), en medio de abismos espeluznantes. Allí se transportaba, entre otros objetos valiosos, el dinero para los bancos de Manizales, del que el ‘Palomo Aguirre’ se apropió varias veces para calmar penurias populares. En un asalto a Armero se llevó toda la plata del banco. Resulta fácil entender, entonces, por qué las gentes favorecidas con su apoyo construyeron, como lo anota Santa, “una interesante y hermosa leyenda de hombre valiente, temerario y generoso”. Lo consideraban, claro está, un bandido “bueno”. El amigo del pueblo.

Otra vez asaltó el ferrocarril de La Dorada. Fue el primer asalto cometido en Colombia a un tren de pasajeros. Hacia 1935 irrumpió con su cuadrilla en la poderosa fábrica de tabaco Casa Inglesa, situada en Ambalema, y luego de dominar al personal directivo, sin hacer un solo disparo, se apoderó de la abundante caja de caudales y huyó ufano en medio de la admiración de las obreras, que habían concurrido a sus labores en traje de fiesta y con máquinas de retratar, sabedoras de la visita anunciada del ídolo justiciero.

Estos pillajes espectaculares merecían grandes registros en la prensa nacional, y en la imaginación pública sonaban como verdaderas hazañas. El nombre del héroe popular se pronunciaba por doquier con respeto y fascinación, y su nombradía llegaba incluso a los altos salones sociales y a los círculos de escritores. Hasta tal grado aumentó la idolatría, que el poeta tolimense y estudiante de derecho Ernesto Polanco Urueña compuso un romance en honor del bandido inaudito, pieza curiosa que recoge Eduardo Santa en su libro.

Tras otras increíbles peripecias, la historia termina en 1940, cuando las autoridades supieron que el malhechor estaba encerrado en una pequeña quinta en las afueras de Mariquita. Hasta allí llegó un pelotón de la Fuerza Pública y le intimó rendición. La orden fue contestada con una descarga de fusil que dejó a tres soldados heridos de gravedad. (El mismo caso que años después ocurriría en un barrio del sur de Bogotá con Efraín González, otro bandido legendario). Cuando el comandante del operativo penetró en la casa de campo, se encontró con un cuadro pavoroso: el ‘Palomo Aguirre’ se había disparado un tiro en la cabeza, y en el piso yacía su cadáver, bañado en su propia sangre.

El Espectador, Bogotá, 12 de agosto de 2004.
Mirador del Suroeste, n.° 66, Medellín, diciembre de 2018.

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Luis Vidales y su magia poética

miércoles, 25 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en 1926 apareció Suenan timbres, Luis Vidales era un joven de 22 años que se ganaba la vida como empleado del Banco de Londres y América del Sud. El contacto con el mundo de las cifras lo llevaría años después a ser director nacional de Estadística, campo en que se volvió una autoridad. Frutos de esa experiencia son el libro Historia de la estadística en Colombia y dos textos sobre censos de población. ¿Qué relación hay entre las cifras y la poesía? Ninguna, en apariencia. Aunque puede pensarse que la magia de los números es la misma magia que mueve el arte de los versos.

Nació el 26 de julio de 1904. Criado en el ambiente agrícola de la finca Río Azul (o Rioazul, como también se le nombra), que estaba situada en las altas estribaciones andinas que caen sobre el municipio de Calarcá, de allí salió un día Luis Vidales y se encontró con el sosiego de la Bogotá de aquellos días, ciudad que se convirtió en el centro donde desarrolló su vocación intelectual. Nunca la magia, tan ligada al milagro poético, abandonó al escritor en su tránsito existencial.

Desde muy temprano se manifestó su temperamento literario, bajo la tutela de su padre, que ejercía el oficio de educador. En Bogotá, como alumno del Colegio del Rosario, aprendió la retórica al lado de futuros personajes de las letras: José Camacho Carreño, Guillermo Amaya Ramírez y José Gnecco Mozo. El inquieto calarqueño, hijo de la cordillera, los relámpagos y la niebla, leía cuanto libro  caía en sus manos.

Más tarde apareció el primer milagro: el cronista Luis Tejada, de gran peso en la vida cultural del país, conoció la obra del incipiente literato y lo lanzó a la fama. Cuando un día Vidales llegó al café Windsor, teatro de célebres tertulias literarias, Tejada lo recibió con estas palabras consagratorias: “Carajo, todo el mundo a descubrirse: acaba de nacer un gran poeta en Colombia”.

Y Alberto Lleras afirmaba en artículo de prensa: “Vidales se creó su propio universo y ya no podrá salirse de él”. Voces premonitorias, la de Tejada y la de Lleras, que señalaron su destino irreversible: el del poeta de la rebeldía, el humor, la protesta social, la ruptura literaria. Con él nacía el surrealismo en nuestro país, y con él moriría. Cuando el nuevo poeta publicó Suenan timbres, fue atacado, despreciado, vejado. Y le llovieron toda clase de epítetos: dadaísta, ultraísta, maxjacobista, prosaico, desarticulado, irreverente, surrealista

Fueron pocos los que se detuvieron a considerar que había surgido el renovador de la literatura colombiana, movimiento que avanzaba desde ultramar como ola creciente impulsada por Rimbaud, Apollinaire y Kafka, y que en 1924 tomó fuerza después del manifiesto de André Breton. Temerosos del nuevo estilo, los solemnes escritores de la vieja guardia prefirieron ignorar la aparición de este fenómeno que atentaba, con ímpetu demoledor, contra los moldes tradicionales. Para ellos, ese brote representaba la antipoesía. Algo sacrílego.

Los jóvenes, en cambio, aclamaron al nuevo poeta por hallar en él un aire fresco dentro del ámbito acartonado y rancio de las letras nacionales. Y se alineó la generación de “Los nuevos”: Luis Tejada, Luis Vidales, León de Greiff, Jorge Zalamea, José Mar, Rafael Maya, entre otros que entraron a modificar la vida intelectual y política de Colombia. En Suenan timbres resonaba el eco nacional que en la década del veinte pedía cambios en el país, bajo la pluma de sus escritores más rebeldes y más audaces.

Se aglutinaba la conciencia marxista, con Tejada y Vidales a la cabeza, que rechazaban el espíritu burgués y buscaban la igualdad social. Tejada murió en 1924, a la temprana edad de 26 años. Vidales fue uno de los fundadores del Partido Comunista de Colombia y dirigió, en 1930, el primer periódico comunista del país: Vox Populi, de Bucaramanga

Luis Vidales protagonizó en 1926, con su osado poemario, una insurrección intelectual contra las formas poéticas que venían del siglo anterior, y que debían evolucionar. Y al mismo tiempo exasperó los ánimos de una generación que se había apoderado de la literatura nacional. Ese es el mayor significado del vate quindiano, cuyo centenario natalicio celebramos, y cuya muerte ocurrió en Bogotá, el 14 de junio de 1990.

En su obra campean el humor, la ironía, la irreverencia. Y está manejada por la gracia, el ingenio, la brevedad, el lirismo, las ideas singulares. Poeta contradictorio, ilógico, burlón, a la par que tierno y romántico, se pintó de cuerpo entero en sus páginas memorables. Hoy lo recordamos como el auténtico revolucionario de la poesía colombiana.

El Espectador, Bogotá, 29 de julio de 2004.

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La noche del girasol

miércoles, 25 de noviembre de 2009 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

“La felicidad es tan elemental que a veces no la vemos. ¿Vemos y valoramos el aire? Sin él no existiría la vida”. Esta consideración, expresada por uno de los personajes de Fernando Soto Aparicio en su reciente novela La noche del girasol, editada por Plaza y Janés, es el eje central de la obra. La búsqueda de la felicidad recorre toda la historia que el escritor boyacense presenta en su nueva creación, con la cual llega a 51 libros publicados. Es la suya, sin duda, una de las carreras literarias más fecundas y sólidas del país, que arranca desde la propia niñez y ha cumplido un itinerario de entrega absoluta a las causas del alma y del espíritu.

Su mayor ponderación la ha obtenido en el terreno de la narrativa, con 27 novelas y 8 libros de cuentos y relatos. El éxito en la novela, con varios títulos que se volvieron indispensables en las aulas escolares, y sobre todo con La rebelión de las ratas (ganador de un acreditado premio en España, en 1962), ha relegado a segundo plano otra de sus fibras más auténticas, la de poeta, campo en que ha editado 12 libros y está próxima a salir una antología que ha tenido oportunidad de conocer el autor de estas líneas.

Soto Aparicio ha tomado al hombre como el personaje de todas sus tramas. No hay novela en que no explaye los eternos conflictos de la condición humana, situados en suelo colombiano pero de común suceso en cualquier país de América o el mundo. Por eso es escritor universal. Los dramas de la injusticia social, la pobreza, la violencia, la explotación de los humildes, el atropello de gobernantes y políticos afloran en sus obras como ma palpitante de la desgracia del hombre en cualquier latitud del planeta.

Es reiterativo y a veces obsesivo en algunos planteamientos, pero sus historias las elabora con novedad y buena sazón, como si cada episodio fuera inédito. La obsesión en literatura significa certeza sobre los asuntos que apasionan al escritor. Lo que hace el buen novelista no es otra cosa que pintar bajo múltiples ropajes las cotidianas y comunes vivencias del género humano, que poco cambian de un escenario a otro, pero que solo el verdadero escritor consigue hacer originales con su estilo y su mente artística. ¿Cuántas novelas se han escrito sobre la violencia colombiana? ¿Cuántas sobre la guerrilla, el narcotráfico y el secuestro? Son incontables. La diferencia reside en que unas son legibles y otras despreciables.

La noche del girasol gira sobre uno de los mayores suplicios que vive el país: el secuestro. Tema de actualidad que el novelista maneja con altas dosis de emoción y suspenso, de pasión y erotismo, de felicidad y desdicha, y que desde las primeras páginas conquista al lector con una ilación ágil y patética. Obra de admirable brevedad, donde se mueven dos mujeres encantadoras como personajes centrales de una historia a la vez tierna y dramática.

Con su poder para novelar, el autor describe a cabalidad el horizonte sombrío de la vida nacional sometida al flagelo permanente de los plagios y las torturas, de la barbarie y la muerte, y hace emerger el amor y la poesía como flores exóticas y fragantes en medio de la tragedia. Los versos de Alfonsina Storni y Laura Victoria derraman sus aromas sobre un territorio cruel y salpicado de sangre. Como el girasol solo se levanta de día, esta flor marchita en la noche se convierte en  símbolo de la violencia colombiana. Por eso, La noche del girasol existe como testimonio de la fatalidad.

El Espectador, Bogotá, 24 de junio de 2004.  

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Adiós, Laura Victoria

miércoles, 25 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El viaje de Laura Victoria a Méjico hace 65 años (febrero de 1939), cuando por motivos familiares se vio precisada a radicarse en dicho país, concluye con su marcha definitiva del mundo, ocurrida el 15 de este mes, a seis meses de cumplir los cien años de existencia. De Colombia se retiró en el mejor momento de su gloria, cuando su nombre, como pionera de la poesía erótica, había adquirido alta celebridad en los países latinoamericanos, al lado de las grandes líricas del continente: Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sansores.

Por aquellos días había aparecido su libro inaugural, Llamas azules, opúsculo que estremeció el sentimiento del país y provocó una revolución en la literatura, calificado por Rafael Maya como “el mejor libro poético publicado por mujer alguna en Colombia”. El segundo, Cráter sellado, salió en Méjico en 1938, y el tercero, Cuando florece el llanto, en España en 1960. Su obra completa la conforman siete títulos y es poco conocida en Colombia, por la circunstancia ya anotada de su larga estadía en la tierra azteca.

De la Bogotá parroquial de trescientas mil almas que aclamó la fibra romántica de la bella provinciana, a la metrópoli actual con más de siete millones de habitantes, mucha agua ha corrido bajo los puentes. El ambiente recoleto de la urbe se alteró, claro está, con un poema tan vibrante y lleno de fino sensualismo como En secreto, la página que causó mayor revuelo y la llevó a la fama. Grandes literatos de la época, entre ellos el maestro Valencia, reconocieron la aparición de una estrella en las letras nacionales, y el público delirante la rodeó de simpatía y admiración, como nunca antes lo había hecho con otra dama.

Laura Victoria, proveniente de un destacado hogar boyacense imbuido de rígidas costumbres, y situada en un ambiente puritano y farisaico, tuvo que romper con los lazos de su estirpe y de su tiempo para explayar su exquisita entonación erótica, que las mentes mojigatas calificaron como atrevida y pecaminosa. Colombia no estaba preparada para una poetisa de tal dimensión. Sin duda alguna, ella emancipó a la mujer colombiana y puso una nota muy alta en el panorama romántico del país.

Años después dio un viraje al misticismo y se volvió erudita en los temas bíblicos. Fue agregada cultural de nuestras embajadas en Méjico y Roma, y por largos años ejerció el periodismo. Además, era miembro de la Academia Colombiana de la Lengua. Una vida en verdad meritoria y apasionante, que tuve oportunidad de escrutar en mi reciente libro Laura Victoria, sensual y mística. Con su muerte, Colombia pierde una egregia personalidad literaria y humana.

El Espectador, Bogotá, 20 de mayo de 2004.