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Archivo para viernes, 27 de noviembre de 2009

Las letras boyacenses

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos lugares del país, como el departamento de Boyacá, tienen el privilegio de contar con un escritor de la calidad y el amor terrígeno que posee Vicente Landínez Castro, dedicado desde su juventud a difundir y preservar las tradiciones y los valores de la comarca. En 1979, y en asocio de Javier Ocampo López -otro desvelado impulsor de la cultura regional-, Landínez Castro hizo un recorrido detallado por la literatura regional en la obra El lector boyacense. Edición gigante que tuvo el auspicio de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia y se distribuyó a todos los establecimientos docentes y culturales como guía certera para estudiar el talento de los boyacenses en el campo de las letras.

Hoy, 24 años después, Vicente Landínez Castro, uno de los mayores estilistas boyacenses de todos los tiempos, acomete otra tarea colosal, y de superior aliento, cual es la de actualizar y ampliar aquel inventario del arte, labor que realiza en el libro Síntesis panorámica de la literatura boyacense, patrocinado por la Academia Boyacense de Historia. En cerca de 500 páginas y en formato amplio, el lector hallará todo lo que el departamento ha producido en las lides de la escritura. Los enfoques precisos que hace el ensayista sobre cada persona y cada obra permiten abarcar la dimensión de esta comarca prodigiosa que no ha cesado de hacer cultura desde los tiempos aborígenes.

La tradición viene desde los chibchas, dueños de novedosos sistemas de comunicación, por medio de los que difundieron sus mitos y leyendas valiéndose de expresiones orales (la literatura primitiva). Donde más eco tuvo la literatura chibcha fue en Tunja. Durante los tiempos de la Colonia, esta ciudad, rodeada de barrancos y misterios y coronada de blasones, figuró durante muchos años como la más atractiva de la época, por encima de la capital del país. Era tan intenso el movimiento literario que se vivía entonces, que en 1663 se verificó en Tunja el primer concurso literario de que se tenga noticia en Colombia.

El libro de Landínez Castro escudriña esos secretos y se lanza a los tiempos sucesivos, deteniéndose con reflexión en las épocas de mayor fecundidad literaria y en los nombres más representativos, sin subestimar otras figuras menores, acaso no valoradas antes en su justa medida, todos los cuales forman el inmenso patrimonio que representa para Colombia esta tierra grande de labradores y de gente pensante. Podría deducirse que el frío y los ambientes taciturnos, tan característicos de la tierra boyacense, mueven la mente y el alma al raciocinio y la creación.

Tal vez esto explique los 113.609 versos que constituyen el asombroso poema de don Juan de Castellanos titulado Elegías de varones ilustres de Indias, la obra más voluminosa -inconcebible en nuestros días- de la literatura occidental. Además, en Boyacá brotaron manifestaciones singulares, como la del ex jesuita Hernando Domínguez Camargo, poeta barroco y la máxima figura en América de la escuela gongorina durante el siglo XVII; o la de la madre Francisca Josefa del Castillo, pionera de la literatura ascética colonial y que dejó una obra estremecida por el amor divino; o la de Laura Victoria, que rompió con su poesía erótica, en la primera mitad del siglo XX, las cadenas de la hipocresía y los atavismos sociales y religiosos, liberando a la mujer de la esclavitud ancestral imperante en aquellos días.

Poetas, narradores, ensayistas e historiadores de los viejos y los nuevos tiempos quedan registrados en esta galería de gente ilustre, bajo la óptica diáfana y el criterio justo de quien, como Vicente Landínez Castro, ha sabido tomarle el pulso a su comarca y dignificar ante la historia el oficio de escribir.

El Espectador, Bogotá, 30 de octubre de 2003.

¿Dónde está Virginia?

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Porfirio Barba Jacob nació en Santa Rosa de Osos en 1883, Colombia, hace 122 años, y se fue del mundo sin contarnos qué pasó con Virginia. Por lo menos yo lo ignoro, y quisiera que alguien más enterado me contara el secreto. Pocos saben que el gran cantor de la melancolía y la angustia, antes de ser poeta fue novelista. Virginia, la única novela que escribió en su juventud, desapareció en manos de un alcalde confiscador y nadie volvió a saber de ella.

Era una novela de tipo romántico, basada en sus amores con Silveria Prisco, la hermosa novia campesina que tuvo en Angostura, el pueblecito panelero de Antioquia, durante viaje realizado a la finca de su abuelo. El alcalde, por oscuras razones de moralidad pública, la prohibió con el siguiente decreto que merece enmarcarse en la galería de las vilezas y los atentados contra la libertad de expresión:

“El suscrito alcalde municipal de Angostura, en uso de sus facultades legales y en bien de la moralidad pública, resuelve: Prohíbese al señor don Miguel A. Osorio que preste los originales de una novela llamada “Virginia”, en la que este señor, según informan los que la han leído, cuenta unos amores de una tal Virginia con un tal Maín, ocurridos en los parajes de La Romera y el río San Pablo, y hay allí conversaciones que perjudican la moral pública. El señor Osorio debe entregar esos originales en esta Alcaldía, en el término de 24 horas, y de no hacerlo, pagará una multa de cincuenta pesos ($ 50.oo) convertibles en arresto”.   

Lo poco que se conoce sobre aquel borroso episodio indica que el novelista frustrado (tal vez un genio de la narrativa si no se atraviesa el alcalde estrafalario) la escribió en máquina y la puso a circular entre amigos. Después de la alcaldada, la novela desapareció y nadie volvió a saber de ella.

Por los contornos que ofrece el suceso, protagonizado por una autoridad miope y caricaturesca, podríamos conjeturar que las hojas literarias, calificadas como escandalosas por el funcionario mojigato que ni siquiera las había leído, fueron víctimas de las llamas de nuestra criolla Inquisición, que aún ardían en países retrógrados como el nuestro, por aquellos días víctimas de horrendo fanatismo religioso. Los adjetivos me brotan a borbotones para reprobar aquella acción inicua que privó a la literatura de conocer la naciente sensualidad de quien años después escribiría en Cuba el desgarrado poema Canción de la vida profunda, que lo llevó a la cumbre de la fama.

Alejado del estrecho marco pueblerino donde habían transcurrido su niñez y juventud, y en el que careció de la cercanía y el afecto de sus padres (todo lo cual se reflejaría en sus versos desolados), Barba Jacob se puso a recorrer mundo: Costa Rica, Cuba, Méjico, Guatemala, Nicaragua, Estados Unidos… Apasionado por la lectura, descubrió a Voltaire y Nietzsche como sus autores favoritos y con ellos creció su rebeldía social.

Y se hizo poeta. Nunca más volvió a incursionar en el género de la novela, y nunca olvidaría a la novia lejana, la bella Silveria Prisco, que le alborotó el cuerpo, el alma y el cerebro y luego se esfumó. También él se esfumó de los amores castos.

El poeta quiso retener ese recuerdo en un amor novelado (la Virginia destruida por el alcalde pirómano) que se deslizó por un escenario elemental y puro, como vivo testimonio de sus andanzas románticas por las montañas de su tierra. De paso, en esa ficción real creó a Maín, el novio de Virginia, seudónimo que utilizaría en su vida de escritor (Maín Jiménez), junto con otros que hizo célebres al paso de los días.

La hoguera inquisitorial de Angostura, que devoró las cuartillas iniciales de quien tiempo después sería declarado hijo adoptivo de la población, no logró, sin embargo, destruir las huellas del amor bucólico de Virginia y Maín. Estampa sentimental que se me antoja calcada del amorío pastoril  inmortalizado por Dafnis y Cloe.

Desaparecida la novela, nació la leyenda. Quizá no sepamos nunca si aquellas hojas frágiles fueron en realidad quemadas por el puritanismo parroquial, o si se las comió el comején del tiempo, que viene a ser lo mismo, ni quede fácil averiguar hoy por la suerte de Silveria Prisco.

Sabemos, en cambio, a ciencia cierta, que Virginia y Maín, los novios de ficción y al mismo tiempo de carne y hueso, que por poco llegan a ser novela, se salvaron (así lo atestiguan estas letras escritas un siglo después) de entre el rescoldo crepitante de la historia sepultada por el alcalde de Angostura.

El Espectador, Bogotá, 9 de octubre de 2003.
Revista Manizales, Manizales, No. 728, enero-febrero de 2004.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 8, noviembre de 2005.  Mirador del Suroeste, No. 52, Medellín, septiembre de 2014.

 

Historia

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Los dos Uribes

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace veinticinco años me obsequió Rafael Gómez Picón el libro de su autoría titulado “Rafael Uribe Uribe en la intimidad”, obra que he vuelto a leer en estos días junto con otros documentos valiosos -entre ellos varios ensayos de Otto Morales Benítez- que me propuse unir para rastrear con mayor enfoque la extraordinaria personalidad del inmolado líder antioqueño. De esas lecturas he sacado certeras señales tanto sobre la época tormentosa que le tocó vivir al héroe, y que produjo a la vez una implacable tormenta interior en su alma, como sobre las estrechas similitudes que existen entre él y otro Uribe de nuestros días: el doctor Álvaro Uribe Vélez, presidente de la República.

Debo confesar que la correspondencia dirigida por el general Uribe a su esposa entre los años 1885 y 1895 me causó honda conmoción. Difícil hallar un epistolario tan entrañable y enternecedor, tan lleno de afecto, ideas y sabiduría. Esas cartas constantes, muchas de ellas escritas en la prisión o en el fragor de las batallas, no solo revelan las angustias y esperanzas del aguerrido político, sino que pintan la temperatura de aquellos tiempos dominados por los odios y la pasión sectaria.

El país de entonces vivía bajo la permanente contienda bélica, y al general Uribe le correspondió participar en las guerras de los años 1876, 1886, 1895 y 1899. Su liderazgo como abanderado de la paz y fustigador de la injusticia social lo mantenía más en la cárcel que al lado de su familia. Hoy, el azote de la guerrilla tiene ensangrentado el mapa de la patria, desde mucho tiempo atrás, y sometido al presidente Uribe a los mismos atentados de que aquél fue objeto.

El general Uribe fue un luchador solitario que en infinidad de ocasiones expuso su vida por la defensa de sus ideas. En 1896 era el único miembro de su partido que asistía al Congreso, y su voz se escuchaba en todo el país. Por su parte, a Uribe Vélez le ha correspondido afrontar grandes cruzadas sin el respaldo de su colectividad, y también su liderazgo se siente en todo el territorio nacional. Las luchas de ambos eran y son lo mismo de audaces, y dirigidas a iguales objetivos: el progreso social, el imperio de las libertades, la condena de la opresión, el fomento del campo y de la economía, la erradicación de la pobreza.

El general Uribe nunca se arredró ante las dificultades, y sus ideas eran claras e incisivas. Desafiaba el peligro con altas cargas de coraje y jamás retrocedió ante el adversario. Sus lides las ganaba más con el filo de la inteligencia que con el filo de la espada. Con vehemencia defendía los principios morales y los valores de la familia. ¿Hay acaso alguna diferencia con el presidente Uribe, uno de los elementos humanos de mayor carácter que haya tenido Colombia? Otra semejanza, muy pronunciada en ellos, es su vocación por el campo.  Finqueros de nacimiento, aprendieron en el ámbito campesino a valorar al hombre y sacar pautas para ennoblecer el ejercicio de la vida pública. La tierra significó para ellos, fuera de un medio de laboreo y sustento, una identidad con las raíces de la patria.

Edificante ejercicio el de leer una por una, como lo he hecho con morosa delectación, las cartas que ubican a Rafael Uribe Uribe en la intimidad de su hogar. Allí se encuentra el esclarecido pensador y el arrojado militar y político que recorre el país dentro de sus propósitos justicieros, y que muchas veces va a dar la cárcel, y al mismo tiempo envía cartas seguidas a su esposa para mantener vivo el afecto familiar y no dejar desfallecer a los suyos en las garras del infortunio. El más optimista y afirmativo de todos es el propio prisionero. “Todavía no ha nacido -le escribe en una de sus épocas aciagas- el que me vea sin bríos o amilanado (…) Tomo las cosas por el lado bueno, y si no lo tienen, presto paciencia y espero”.

En repetidas ocasiones le dice a su esposa que no se deje vencer por el desaliento y que conserve, por el contrario, el ánimo templado para superar los reveses y sacar a los hijos adelante. A ellos les recomienda, con el mismo tesón, que todos los días se levanten temprano, destierren la pereza, hagan ejercicio continuo y aprendan las fórmulas de la vida sana y productiva, como métodos para llegar lejos.

Esas misivas son mensajeras de los mejores consejos sobre la dignidad humana, sobre la guarda de los valores y la derrota de los vicios. No quiere lágrimas en la familia: “Si el lloro y la melancolía son muestras de amor -le advierte a doña Tulia-, creo que, como interesado principal, puedo decirte que no me gusta ese modo de quererme y que ojalá me lo cambies por otro”. Además, desea una esposa bien arreglada y sugestiva, que no se deje engordar ni perder la figura. Todo un tratado de estética y glamour, dictado por un prisionero invencible que nunca se dejó apabullar por el fracaso y que en los calabozos se dedicó a leer, estudiar, escribir y aconsejar.

En diferente escenario, el presidente Uribe Vélez irradia esa misma maravillosa personalidad. Ahí lo vemos todos los días levantándose con las primeras luces del día a practicar la lectura, el deporte y la meditación, para pasar luego a dirigir, con mente clara, mano firme y corazón abierto, los ingentes problemas de un país sumido en la atrocidad de la guerra. Los mismos consejos que el general Uribe daba a sus hijos, son los que inculca en los suyos el otro Uribe,  nacido un siglo después, quien con el mismo talante, altura de miras y concepción filosófica de la existencia y sus complejidades, sigue los mismos derroteros trazados en la historia colombiana por su coterráneo, auténtico paladín de la patria.

El Espectador, Bogotá, 2 de octubre de 2003.

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Guerra a los pensionados

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La sana intención de combatir los abusos pensionales, anunciada en la campaña del presidente Uribe, se ha desviado de ruta. Este programa buscaba, en primer término, acabar con los regímenes especiales que permitían pensiones exageradas, como las del Congreso, Colpuertos, Ecopetrol y las altas cortes, y que eximían a sectores privilegiados del cumplimiento de las normas fijadas para la mayoría de trabajadores, como la del tiempo de servicio y la edad; y en segundo término, limitar la prestación a un máximo de veinte salarios mínimos. Ninguno de los dos objetivos se ha cumplido a cabalidad, aunque se han dado pasos importantes para conseguir mayor equilibrio en el futuro.

Queriendo atajar tales desvíos, los funcionarios fiscalistas, con el ministro de Hacienda a la cabeza, descubrieron un campo fácil para explorar nuevos impuestos. Primero pusieron sobre la mesa la llamada olla pensional, donde se muestra el inmenso hueco causado en el Seguro Social por la  disminución de las reservas, que están a punto de agotarse (nunca se ha dicho en qué tiempo exacto: se ha hablado de seis años, luego de cinco, después de cuatro, y ahora se dice que la olla está casi vacía).

Y expusieron los funcionarios alcabaleros, como deducción lógica de la situación alarmante por ellos mismos planteada, la urgencia inaplazable (una urgencia más) de impedir el naufragio mediante la adopción de medidas drásticas que por supuesto deben asumir los propios pensionados, para que no cesen los pagos. Abusos y tolerancias de todo orden han ocasionado esta crisis progresiva que se viene agrandando desde hace mucho tiempo, sin que ningún gobierno haya tomado medidas radicales.

En este desastre, es el  mismo Gobierno -el actual y los sucedidos a partir de 1967- el responsable del caos producido en las cuentas pensionales. Óigase bien: desde que el Seguro Social se fundó, el Estado no ha cubierto una sola de las cuotas que le corresponden dentro del sistema tripartito establecido:  patrono, trabajador y Estado. Y han pasado 37 años. ¿Cuánto valen esas contribuciones? Una suma astronómica, claro está. Ojalá se revele con precisión ese guarismo. Y lo más importante: ojalá se pague. Carlos Lemos Simmonds hablaba del Estado ladrón: aquí lo tenemos de cuerpo entero.

Sin embargo, al pobre pensionado se le quieren cobrar los platos rotos. Aparte de que sus ingresos entran en mengua desde el momento en que queda cobijado por el sistema, hoy se busca disminuir aún más dicha prestación. Cuando la persona trabajaba en una empresa, sólo atendía la tercera parte del 12 por ciento para salud, y al entrar al régimen pensional le toca asumir la totalidad. Con esta ironía: como la atención médica que ofrece el Seguro es ineficiente, y en muchos casos inexistente, hay pensionados que contratan, con la ayuda de su familia, pólizas particulares para procurarse la asistencia médica que no obtienen con sus propios aportes. De esta manera, el 12 por ciento se vuelve plata perdida para el contribuyente, e ingreso cierto para el Seguro.

Hace poco se fijó una cuota del uno por ciento para las pensiones superiores a diez salarios mínimos, y además trató de implantarse una tasa impositiva para la mayoría de niveles, a partir del próximo año. Y se ha pretendido eliminar la mesada 14 y recortar a la mitad la pensión del cónyuge sobreviviente. Así de fácil se atenta contra una población indefensa.

Como a los pensionados no hay quien los escuche, en el momento menos pensado se idean fórmulas alegres para cercenar sus derechos. Con pequeñas cuotas salidas de una masa grande de contribuyentes -se piensa con ligereza-, el Estado podría remediar muchas necesidades. Es lo que se intenta hacer por medio del referendo, al proponerse la congelación por dos años de las pensiones del sector público.

Esta arremetida del despojo no cabe, no puede caber, en los esquemas del Gobierno preocupado por la justicia social. Hoy, como no se había visto con tanta desmesura en anteriores administraciones, se ha agudizado la guerra despiadada contra los pensionados, quienes se convirtieron en el trompo de poner para tapar los huecos financieros. Es hora de que el presidente Uribe le ponga freno a esta carrera de excesos.

El Espectador, Bogotá, 25 de septiembre de 2003.
Avancemos, Asociación de Pensionados del Banco Popular, febrero/2004.  

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