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En Semana Santa, arrepentíos

lunes, 17 de octubre de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Llega, por fin, la Semana Mayor, muy oportuna para el arreglo de cuentas. Cesarán los parlantes polí­ticos y el gran electorado entrará en oración. Los que depositaron mal la papeleta y votaron para que Colombia siguiera en las mismas, tendrán la ocasión de arrepentirse y prometer que rectificarán el error. Habrá un lavado colectivo de las conciencias y todos podremos encontrarnos con no­sotros mismos y preguntarnos, sin que nadie nos oiga, por qué tanta esclavi­tud, por qué tanta sumisión. La ven­taja es que el cacique no escuchará esta protesta. Algunas conciencias se rebelarán y prometerán ser libres en adelante, sin ataduras de lotes y de puestos públicos.

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Los caciques, los pregoneros mayo­res, repicarán duro en esta semana de las lamentaciones. Tendrán también la oportunidad de verse solos, y es posible que se asusten. El silencio de las masas les señalará sus pecados y les aumentará sus frustraciones. No habrá discrimi­nación en la televisión, y lo mismo será Pedro, que Juan, que Judas.

Muchos implorarán al cielo que vuelva a equivocarse la Registraduría, una vez más, y que los oxidados aparatos terminen trasladándoles las papeletas del enemigo. Doctores Cucaitas y Samperes esperan amanecer resucitados al final de la jornada. La Semana Santa es para todos. Para el Procurador, para el Contralor, para el Cardenal. Todos pueden examinar sus cuentas y darse golpes de pecho o de satis­facción.

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Es posible que la Registraduría sea la única entidad que no interrumpa sus operaciones normales, las de suma y resta, la de borre aquí y ponga allá, y nos dé la sorpresa de revelarnos cuántos votos sacó el can­didato comunista y cuántos la pito­nisa. La pitonisa, que algún enlace tiene con los espíritus, les preguntará por qué sus electores no volvieron a creer en sus fórmulas mágicas, las que llenaban plazas, o por lo menos medias páginas de periódico, con lo caras que están, y ahora no dan siquiera para un salmo solitario. Vol­verá ella a su consulta privada, al dejar de ser atracción de masas. Lo mismo ocurrirá con muchos padres de la patria que no consiguieron los sufragios necesarios para entonar cánticos en esa Semana Santa.

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 «Mea culpa, mea culpa”, será el clamor general de estos días, y sobre todo de los descabezados, que en la pausa de sus hogares podrán mirarse bien en el espejo, desfigurados como han quedado, y hacer el propósito de la enmienda. Esos des­cabezados de la política, los grandes huérfanos, los desheredados de las urnas y la buena suerte, para quienes se inicia un calvario de cuatro años, moverán ahora en secreto sus ba­terías tratando de dirigirlas al blanco que fallaron.

María Elena se pregun­tará qué falta cometió para no apa­recer en la lista bandera. Pero luego, al acordarse de que la lista bandera quedó destrozada, se conformará con su rebeldía, pero en secreto pedirá una embajada. Se resigna con la de El Salvador o la de Guatemala.

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Alegría, que tiene buen sentido del humor y que es realista como buena boyacense, seguirá practicando la ecología. Piensa que de allí saldrá un partido político, y no invitará a los que la dejaron sola en la hora de tinieblas. Hilda, más que descabezada, quedó ahogada. Reniega del establecimiento pero se conforma viendo la aparición de un retoño, vigoroso y valiente, que se soltó de las ligaduras que lo oprimían para desafiar los vientos traviesos del Tolima. La Semana Santa también tonifica el ánimo para admitir la derrota y buscar otros horizontes.

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Todos, en este paréntesis de la vida agitada, nos recogeremos para meditar y arrepentirnos. Todos te­nemos que arrepentirnos de algo. Unos, de no obedecer a la conciencia; otros, de haberse retirado tontamen­te, desaprovechando oportunidades que no se repetirán; otros, de vender el voto; y los más, de ser cómplices de un país descompuesto.

El doctor Cucaita ha entrado en retiros espirituales. Se acordó  de hablar con Dios y con Él arreglará la toma del poder. Todos los candida­tos se sienten el doctor Cucaita. Pero sólo hay un doctor Cucaita. Sin él, no hay salvación. En sus oraciones asegurará el electorado in­visible, esa franja abstencionista de dos o tres millones que todos buscan afanosamente.

Para eso es el tiempo de la medita­ción y de la rectificación de errores. De este lavado colectivo de las conciencias se espera, nada menos, que Colombia no sea la gran descabezada. El doctor Cucaita está seguro de que no lo será.

El Espectador, Bogotá-IV-1982.

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