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El hombre en la obra de Soto Aparicio

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

No tiene antecedentes en su desconcertante capacidad para elaborar cuartillas, corregir, lanzar libros. Es el novelista más prolífico de Colombia. Le recomienda  al escritor la disciplina de escribir todos los días, y todos los días pulir, sin descanso, como la única fórmula para avanzar de trecho en trecho hasta la elaboración de su obra.

Es el único autor que, despreciando conceptos, se ha convertido en técnico de libretos para la televisión colombiana, arte que domina con erudita facilidad y que le permite abarcar el poder completo de la palabra. Además es cuentista, ensayista y delicado cultivador de la poesía, y sobre todo del soneto, el que maneja dentro de los moldes clásicos del género, el mas difícil de todos, que ha aprendido a pulsar con musicalidad seductora y elocuente emisión de ideas y metáforas.

Una máquina de libros

Al entrar en circulación un libro suyo, ya la imprenta está adelantando el siguiente. Desde la edad de diez años, cuando sus compañeros se entretenían en las sanas diver­siones de la época, Fernando Soto Aparicio escribía dos novelas a la vez, un caso de excepcional precocidad literaria que mostraba la vocación indiscutible de quien no iba a darse tregua en el afán de explorar las profundidades del hombre. Puede decirse que no conoció la niñez y surgió en la juventud, casi sin darse cuenta, con la lente moldeada por los escritores franceses, sobre todo, de quienes aprendió el don de criticar a la sociedad entreteniéndola.

El hombre, brújula social

Es el único escritor que desde su primera obra puso al hombre como meta de su creación. De ahí no se ha desviado, hasta las quince novelas que hoy se le conocen. Soto Aparicio es buceador permanente de la inteligencia, que no se ha conformado con señalar al ser humano como el principio ético más importante del planeta, sino que ha convertido su literatura en arma clamorosa contra los desequilibrios y los atropellos sociales.

Agudo observador del medio ambiente que le ha corres­pondido vivir, copia de la realidad cotidiana las angustias, las frustraciones, los anhelos del mundo en constante conflicto, que clama por la justicia y pide pan, techo, salud, educación, libertad… su Mundo roto –título de una de sus obras–  que es preciso recomponer si se quiere evitar la catástrofe social.

N0o ha tenido que inventar nada. Todo lo ha captado con su fina penetración en el mundo circundante. Ha sentido las desgracias ajenas y las ha recibido como propias, metiéndose en el pellejo de sus personajes, criaturas de barro y con alma noble que transitan por las páginas de sus obras como un testimonio y una denuncia.

En la temprana edad de 15 años, apenas un mozalbete inexperto, aunque razonador, conoce accidentalmente en Santa Rosa de Viterbo a la bella mujer de la cual se enamoraron todos los muchachos del pueblo. De aquel fugaz encuentro sólo le quedó la imagen de la niña boyacense de trenzas ligeras y facciones candorosas, que bien pronto desapareció como una ilusión, dejándole la mente herida.

Al correr de los años encontró un rostro si­milar, ajado y desdibujado, en una cárcel de Bogotá, y de allí nació la asimilación de dos semblantes de mujer, dos almas que, girando en sentido contrario, daban aliento a una novela de critica social. Antes de plasmar su propósito visitó no pocas cárceles en investigación de sistemas que, pretendiendo ser reformadores, mutilan al individuo y lo desadaptan como ser social.

La lente de retratista de los tiempos que hay en Fernando Soto Aparicio ha escudriñado los recovecos del alma para mostrar en su desnudez la tragedia del hombre, con sus vicios y virtudes, sus clamores y sus deseos de redención. Su intención, que va más lejos de los linderos de la pa­tria, descubre al hombre latinoamericano, un segmento de idénticas dimensiones, también pisoteado y también desconocido. Dondequiera que esté el hombre, y bajo cualesquier circunstancias, allí se siente la voz de este escritor que entiende la literatura como combate, más que como simple juego retórico.

La novela como filosofía

Beatriz Espinosa Ramírez, estudiosa de la problemática latinoamericana, dedicó cuatro años de investigación de los escritores más importantes del continente y encontró a Soto Aparicio como el más consagrado y el más identificado con la causa del hombre latinoamericano. Estudió a fondo la obra de nuestro escritor, hasta convencerse de la esencia humanística de un patrimonio cultural que no todos advierten.

Como consecuencia de ese análisis, deja Beatriz Espinosa un libro excelente –Soto Aparicio o la filosofía en la novela–, que será preciso  consultar siempre que se quiera entender la perso­nalidad literaria de este escritor infatigable en la búsque­da de su verdad.

Se mete él en la conciencia del pueblo latinoamericano y ennoblece el sentido de vivir. Propugna una existen­cia más digna, que es negada por los gobiernos despó­ticos y las leyes anacrónicas que anquilosan y empequeñe­cen, cuando no embrutecen y destruyen.

El hombre contempo­ráneo, engendro de una incivilización que primero supo deformarlo y lo mantiene entre fusilerías y ríos de hambre y miserias sin fin, se rebela al encontrar escrito­res no conformistas, como  Fernando Soto Aparicio, que atacan la falsificación de la moral  y se van contra todo lo que signifique opresión.

El imperio de la palabra

Escribe con originalidad, sencillez e independencia, y adorna sus pasajes con ágiles recursos estilísticos, unas veces en tono reposado, y lírico, otras, según lo impongan las circunstancias. Ha hecho de la palabra su razón de ser, su más apropiado canal para llegar a las masas. Así define su universo:

La palabra pinta, suena, abofetea, enamora, se dispara hacia el infinito o hacia el corazón, que viene a ser lo mismo; la palabra no tiene límites, no los tiene el hombre, cuando aprende a entenderla… Por la palabra he entendido personas, injusticias, llamadas de auxilio, convulsiones sociales y plegarias. Yo creo  que vivo en función de la palabra; es mi aliada, mi instrumento, mi compañía…

Este sencillo hombre de provincia que saltó desde su terruño boyacense a la gran capital, lo hizo desde las novelitas aquellas de sus diez años, que luego destruyó, a la envidiable y copiosa producción de todo los días, que hoy conforma un hecho notable en la literatura. Sus libros son textos obligados de colegios y universidades.

Hombre taciturno, recogido en su propio mundo, sabe que el aislamiento del creador, a pesar del bullicio de la gran ciudad que lleva a rastras, significa liberación. Liberándose a sí mismo, le enseña al hombre los caminos de la emancipación, de la dignidad que no todos los escritores saben explorar para luego pregonar en sus libros.

La Patria, Fabularia, Manizales, 6-VI-1982.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, septiembre de 1987.
Repertorio Boyacense, Tunja, diciembre de 1988.
Revista Cultura, Tunja, diciembre de 1991.  

 

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