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Entre coqueros y caletos

domingo, 16 de octubre de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Todos saben lo que es un coquero. Es la persona aficio­nada a la coca. ¿Saben ustedes lo que es un caleto? El término es menos claro, por pertenecer a la jerga de la marihuana, pero como Colombia es país de marihuaneros y coqueros, la palabra adquiere cada vez más categoría social. Los «caletos» o «faros» son los que transportan la yerbita por cafetines, extramuros, calles sórdidas, mercados abiertos. Pues bien. Hace varios días tuve una sesión con representantes de estas agencias de drogas. Uno quería que probara la «chicharra” (y para qué explicar de qué se trata, si nadie lo ignora), mientras  el otro me pasaba la jeringa. Trataré aquí de reproducir el diálogo de dicha entrevista.

*

–Necesito la coca para trabajar. Ella me anima. Con un poco todos los días, basta. Usted debe usarla para llenar con lucidez sus cuartillas. ¿Cómo diablos puede sacar ideas brillantes en una noche de fatiga si no es ayudándose con una dosis adecuada?

Me hizo una demostración y luego sonrió. Me pidió permiso para hacer lo mismo conmigo, pero no me dejé. Tampoco él insistió.

–…con la coca las ideas se vuelven más definidas, más luminosas, más rentables. En el periódico lo cotizarán mejor y los lectores devorarán sus libros.

–¿De veras? –pregunté con avidez.

–Además, los negocios le funcionarán. La llaman “la cham­paña de las drogas”,  porque hace ver la vida con burbujas.

*

Aquí saltó el caleto:

–La cocaína estimula, pero no da más inteligencia. Enva­lentona a los tontos. La «mota», en cambio, levanta la moral. Se piensa mejor, señor periodista. Cuando usted tiene pro­blemas, no es sino aspirarla. El mundo se transforma y las dificultades desaparecen.

Me pasó eufórico el cigarrillo. Noté su mano temblorosa, y pensé que era por la emoción de conquistar un nuevo cliente. En el salón había un denso ambiente de humo. Los «jíbaros» re­corrían las mesas, listos a cualquier necesidad. ¿Verdad que desean ustedes verme fumando…? Pues los dejo con la intriga.

–…cuando sienta temor, o inseguridad, o encuentre borro­so el pensamiento, el remedio está a la mano. La «mota» es la compañera del pueblo.

Volvió a lanzar una bocanada y esta vez le vi raros los ojos. Había en ellos un tinte sanguinolento, y él me expli­có que era el de la inspiración.

*

–La marihuana produce efectos desastrosos en la salud y en la mente –refutó el coquero–. El pueblo se degenera. En cambio, mi producto lo usan los ejecutivos, los políticos, los escritores, los artistas… Todos se inspiran, todos renuevan sus energías. Con la marihuana se pierde la voluntad, desaparece el discernimiento.

–¡Miente! –se alteró el otro.

–¡Serénese, amigo! Inhale mejor mi producto. Además, la coca es­timula las relaciones amorosas. Contiene poderes afrodisíacos. Destierra el hastío sexual. Es la «droga del placer».

–Repito que nada de esto es cierto –intervino nuevamen­te el caleto–. Es un  producto que hace envejecer prematura­mente. Por lo tanto, atrofia los órganos a que usted se re­fiere.

–¿Y la marihuana…? ¡Ja…ja… ja…!

–De la «cannabis sativa» se extrae perfume para las da­mas, si no lo sabía. Es  una delicada esencia que despierta entusiasmos eróticos. Le pondré una gota, señor escritor, para que pase una noche fantástica.

*

Me la dejé aplicar. Y comencé a sentir un ardor extraño, no sé dónde. Acaso en la conciencia, por estar dando aquellos pasos tan arriesgados. Toda la noche estuve nave­gando por espacios vaporosos. Soñé que era el octavo marido de Liz Taylor. Me sentí cohibido ante la diva, pero me acordé del perfume afrodisíaco de la marihuana y del efecto desinhibidor de la coca. Con ambas pócimas subiría al tejado. La gata caliente sería al fin mía gracias al poder de las drogas prohibidas. Me impulsé y…

Por recato me callo. Aquello fue desastroso. Nunca me había visto tan frustrado, ni siquiera la noche anterior, en la vida real. Desperté atontado, con la cabeza bailándome y el ánimo postrado. ¿Y los ardores amorosos, y los ascensos en mi carrera, y los negocios prósperos? –me preguntaba más tarde.

–¡Persevere, hombre! –me aconsejaba el coquero–. Con un empujoncito más entrará usted a nuestra cofradía. Será un respetable mafioso. ¿Sabe lo que es la mafia?

–¡Claro que si! La que se está apoderando de Colombia, la que consigue curules y poder, la de los negocios oscuros, la…

–¡Chist! –me cortó el señor coquero–. No exagere. Esas son especulaciones. Si viera lo bien que se pasa en nuestra organización. En la vida hay que ayudarse. Para eso le ofrezco estimulantes…

*

Continúo pensando qué ha fallado en mi caso. Algo no cuadró. No aprendí a fumar el cigarrillo ni aplicarme la inyección. En la cabeza me ha quedado cierto humo que no sé si es el de la inspiración o el de la frustración. Lo cierto y lamentable es que no he encontrado la dosis precisa para volverme inteligente.

Mis contertulios, que terminaron abandonándome, dicen que no me presté. Que para que el ensayo funcione hay que relajar la voluntad, estimular el apetito, entonar la imaginación. Parece que no todos tenemos esas ventajas. ¡Y cuánto diera uno por volverse inteligente!

El Espectador, Bogotá, 18-III-1982.

 

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