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Crónica de una muerte anticipada

domingo, 16 de octubre de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

La ciencia especula sobre personas que mueren por breve tiempo. Estos misteriosos pasajeros de la eternidad manifiestan que se sintieron volando por la estratosfera, por entre nubes y con una agradable sensación de li­bertad. Dejan así en duda la existen­cia del infierno, pues ninguno de ellos se quejó de dolor durante el rom­pimiento terrenal, ni ha vuelto con las alas chamuscadas, y en cambio todos han protestado por tener que seguir soportando a los vivos.

Nadie, que sepamos, ha descrito el color de las puertas del cielo, ni los trajes de las santas, ni se encontró con el marido engañado, ni recuerda nin­gún coqueteo con cualquier virgen menesterosa.

Sobre esas muertes momentáneas es mejor suponer que se trata de simples especulaciones. O de humos etílicos que producen sabrosas evasiones de este mundo aburrido.

*

Menos mal que esos muertos no son ciertos. De lo contrario habrían tenido que vérselas, en su resurrección, con los murmuradores y los tejedores de cuentos, esa pavorosa institución que es parte fundamental de todos los velorios.

—Imagínate —dice alguien— que el gocetas del Tomás, ahora tan inofen­sivo en su ataúd, era un enamorado de respeto. Su especialidad eran las ca­sadas.

—¿Algo concreto? —se interesa el vecino.

—¡Para qué te cuento, hombre! Es mejor no divulgar los secretos. Pero, en fin, si me lo preguntas…

—¿El de los cuernos será Hernando… o Daniel… o Diego?

—Y además Ernesto, ¿me entien­des?

En ese momento las viudas del picaflor, por allí revueltas en extraña alianza, sin saberlo, entonan un pa­drenuestro por su alma. Alguien co­menta en otro rincón:

—Debía ocho meses de arren­damiento. ¿Cómo hará en adelante Susanita? Y tan buena que está…

—Dale, Señor, el descanso eterno…

*

Esto pasa con todos los muertos. Es entonces cuando la persona adquiere mayor resonancia. No hay muerto malo. Si éste es rico, los herederos lo bañarán en agua de rosas. De todas partes le surgirán hijos naturales. El abogado de sucesiones, aún sin nombrar, enviará la mejor corona. Y si es pobre, todos ponderarán su re­sistencia humana. La mayoría de sus parientes se avergonzarán de él.

Si es una pecadora pública, se le disculpa­rán sus yerros. «Dios la reciba en su seno», clamará alguien, acordándose de los propios senos del pecado. Y si se trata de un miserable agiotista, al­guna mano atornillará con fuerza la caja para que no se devuelva por los intereses.

*

Que se sepa, nadie ha regresado. Sólo que al poeta Jorge Artel lo enterraron antes de tiempo. Se informó de su muerte con afligida certeza. Y se le rindieron los honores que habían de­jado de tributársele en vida. Hubo manifestaciones necrológicas tan sentidas, que a uno le provocaba ser el muerto. Se hicieron revelaciones sobre sus afanes econó­micos, sobre la dureza de Colombia para ayudarlo, sobre la indolencia de sus amigos, sobre su silenciosa po­breza. Un periodista contó de su aislamiento como humilde inspector de policía en un corregimiento perdido del mapa.

Ramiro de la Espriella fundió una cuartilla hermosísima, de noble en­tonación e inmenso sentido humano. Arrancó más de una lágrima de arrepentimiento. Otro comenta­rista lo sitúa como «fuerte, enérgico, nunca triste ni nostálgico». Y da  otra serie de datos increíblemente falsos.

*

Pero el muerto –muy vivo– apareció en Panamá, y vaya uno a saber qué andaba haciendo por allá. ¿Qué buscaba Artel en Panamá, que no po­damos darle en Colombia? Es una pregunta capciosa, para decir que los poetas pasan necesidades en todas partes.

El suceso, sin embargo, ha sido oportuno para recordarnos que se trata de un gran poeta, superior a Guillén, como lo afirma otro de nuestros repentinos cronistas de la muerte. No hay muerto malo, amigo Artel. De todas maneras eres superior a Guillén y a otros de tu mismo estilo. Tus temas negros son más clamoro­sos.

Y que nadie suponga que Artel es ahora un potentado y vaya a resultar cobrándole la cuenta que él mismo no recuerda. Yo creo, sinceramente, que Artel vive de contrabando, o sea, de milagro. Colombia permitió que se expatriara, de necesidad y de senti­miento.

Pero el poeta —y para eso se es poeta— estará riéndose de su muerte anticipada y contento por haber descubierto tantas opiniones, de esas que sólo se expresan en los velorios. Lo malo es cuando al muerto le da por devolverse, como en el caso de Artel, y termina diciendo más de una verdad.

«Dale, Señor, el descanso patrio», es la mejor jaculatoria para saludar su resurrección. Así sea.

El Espectador, Bogotá, 10-III-1982.

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