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Mensaje al dios Baco

lunes, 17 de octubre de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

El alcohol vuelve a ser preocu­pación del día. Lo ha sido a lo largo de los siglos y no creo que haya cos­tumbre con mayores adeptos. El dios Baco, contagiado de inmortalidad, se refrescará en su paraíso de uvas con el zumo de las millonarias libaciones que le tributan los borrachitos de todo el mundo.

Hay estadísticas escalofriantes. La última habla de un millón y medio de alcohólicos en Colombia, que afectan el bienestar de nueve millones más. Pero algún suspicaz inquisidor de nuestras tendencias alcohólicas contradice tan precaria afirmación y anota que sólo Bogotá tiene tres millones de bebedores, que van de los llamados dipsómanos sociales a los incontenibles bohemios de toda hora. Según esa hipótesis, los recién naci­dos llegan en Colombia con su botella de aguardiente como biberón.

Nuestro Estado cantinero desoye olímpicamente estas cifras y es po­sible que en sus fruiciones financieras se solace contando botellas vacías. Cerrar o limitar las 20 fábricas de licores que tiene montadas en el país equivaldría a alborotar a los maes­tros y estos no tienen por qué sufrir los descalabros de las rentas etílicas. Líbreme Dios de estar haciendo la apología del licor, pero tampoco me apunto a la lista de los abstemios.

El abstemio absoluto es ele­mento poco grato en la sociedad. Dicen algunos que no es sincero. Al no mostrarse extrovertido, la gente desconfía de su sequedad. El político no consigue votos sin alcohol. Triste realidad, pero de todas maneras rea­lidad.

Se afirma que el trago es factor de primer orden en las relaciones públicas, y se abusa de él en relaciones que no tienen nada de públicas. Con el argumento de que la persona pierde el miedo al entrar en calor, se ha convertido en el mejor tónico contra la timidez. Nos senti­mos valientes, simpáticos, inteligen­tes y hasta millonarios con unos cuantos copetines en la mollera. Vemos entonces pequeño el mundo y ya no nos asustan los nuevos impues­tos de Belisario. Pero al día siguiente, en el guayabo, la dura realidad nos diluye el estómago y nos tortura la mente.

No se concibe un buen promotor que no sepa empinar el codo. Los negocios surgen mejor bajo la inspiración de las copas. Ya se ve que no es sólo cantinero el Estado, sino también la empresa. Es decir, vivimos en una sociedad alcoholizada y nos cuesta trabajo, para subsistir, hacernos al margen de la tradición. Para las alegrías y las frustraciones, para los negocios y las quiebras, para el amor y la impotencia… ¡escúchanos, dios Baco!

Voy a contar una historia. Un colega mío, de esos que seguramente nacen con la botella debajo del brazo, fue bebedor empedernido durante buena parte de su vida. El oficio de viajero fue cómplice de su dipsoma­nía. Y de tanto consumir aguardiente, la nariz se le esponjó, los cachetes se le iluminaron, la mujer se la llevó el vecino, lo botaron de cinco puestos, se volvió neurasténico y se le afectaron el hígado, el corazón, los riñones, el cerebro y la virilidad…

Cualquier día el médico le dio el ultimátum de abandonar el trago o irse camino del manicomio o del cementerio. Prefirió la vida. «Hasta aquí te acompaño», le dijo a Baco, y se volvió el hombre más juicioso del mundo. Al correr de los días estaba totalmente reformado. Hablaba mil maravillas de los «alcohólicos anó­nimos». El hígado y los otros órganos nombrados o sugeridos habían que­dado remozados. La nariz ya no era la breva monstruosa de antaño y los cachetes habían adquirido su normal tonalidad. No me atreví a tocar su virilidad, pero supongo que estaba repuesta.

Cansado de viajar, pidió que lo estabilizaran. Concretamente quería una plaza de gerente y, como de todas maneras suponía que su imagen no estaba por completo recuperada, se conformaría con un pueblo pequeño. Se reunió la junta directiva, se exa­minó en detalle la hoja de servicios, se ponderaron las múltiples ventajas del candidato, y casi se produce el nombramiento. Lo impidió una simple observación de alguien de la junta con­vencido del poder báquico, que con estas palabras frustró la legítima aspiración de nuestro hombre transformado: «Magnífico elemento, pero no nos sirve por abstemio».

Iba a contarles otra historia, pero salgo para un coctel.

El Espectador, Bogotá, 12-II-1983.

 

 

 

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