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A don Félix le patina el coco

lunes, 17 de octubre de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Según sus declaraciones a la justi­cia, «el coco no le funcionaba bien en los últimos tiempos». Con este ar­gumento, que a nadie convence, don Félix Correa Maya, creador y usur­pador de un imperio económico, busca escapar de la cárcel.

Su abogado hace increíbles esfuerzos para demostrar que su defendido es una mansa paloma y pretende cambiarle la cárcel por una clínica de reposo.

Lo cierto es que don Félix, uno de los cerebros mejor fabricados para pasar, hace ocho años, de quinientos mil pesos prestados a los veinte mil millones que hoy se le atribuyen, demuestra estupenda lucidez mental. Si no tuviera su cerebro tan bien engranado no se hubiera burlado de los treinta mil ingenuos co­lombianos que hoy lo repudian.

Por creer ellos en los poderes mágicos de nuestro playboy criollo lloran ahora los infortunios de esta alocada ca­rrera millonaria. Existen seres pre­destinados para amasar riquezas, y don Félix es uno de ellos. Hoy muchos empresarios se devanan los sesos estudiando qué resortes misteriosos esconde el ce­rebro que fue capaz de jugar en forma tan deslumbrante, y sin dejarse co­ger, con los ahorros de miles de colombianos.

Él resolvió cambiar su modesta bomba de gasolina en Caucasia, donde se le recuerda montando en brioso corcel y enamorando a las muchachas del pueblo, por algo más productivo.

Como es de apuesta figura y de gesto convincente, no faltó quien creyera en su capacidad de negocios y le fue soltando así no más aquellos billetes iniciales que iban a trans­formar la vida del país. La trans­formaría, claro, para el oscuro negocio de la especulación. Se con­siguió su varita hechizada y con ella, como en los cuentos de hadas y de ficciones en que todavía hay gente creyente, hizo brotar todo un mundo de ensueño.

Formó la cadena de la felicidad, y ahí está su secreto. La noticia co­menzó pronto a circular por todas partes, primero con sigilo y luego con certeza y hasta con arrogancia.

«Si quieres vivir tranquila, búscate a don Félix», le decía una viuda a otra viuda. Y miles de viudas pusie­ron a producir las reservas de su desamparo. En adelante no estarían tan solas, si el capita­lista, a quien por esta época ya nadie recordaba persiguiendo turistas en Caucasia y sudando petróleo, las protegía de riesgos innecesarios. Los pensionados oyeron el rumor y le confiaron la administración de su vejez. Después eran legiones inter­minables que buscaban la llave de la suerte.

Así, Félix Correa Maya, un mago para el arrebato del dinero, se con­virtió en personaje de leyenda. Ban­queros experimentados se inclinaban ante su sabiduría. Todos lo respeta­ban, porque sabía más que todos juntos. El olor de sus billetes pene­traba en todas partes. Era mejor tener el capital generando holgura y goces infinitos, que la finca con sobresaltos o la industria en decadencia.

La fama de don Félix se volvió nacional. El poder de su imperio compraba acciones e industrias con la misma facilidad con que arrullaba a las viudas y a los pensionados, dos símbolos del país explotado. La prensa lo destacaba como el paladín del trabajo, y él se daba el lujo de movilizar en sus avionetas a perso­najes del alto mundo.

A un candidato presidencial le publicó un libro de impacto, porque el financista se ha­bía convertido, además, en hombre de cultura. «Don Félix es completo, ¡divino!», le escuché decir a una de sus hinchas. El superintendente bancario, a quien el Estado tiene como vigilante de los descarríos del dinero, sonreía con él. Era una son­risa que infundía más confianza.

Hasta el águila llegó un día a asustarse, pero como sabe volar con garbo, se mantuvo desafiante. To­davía la vemos ufana, a pesar de haber recibido algunas reprimendas, tratando de llevarse en el pico lo que don Félix no alcanzó a recoger. Hoy la gente le cogió miedo al águila, pre­cisamente por sus picotazos traicioneros.

El imperio se derrumbó. De este episodio de la vida colombiana que­dan treinta mil ahorradores estafa­dos. Los billetes de la felicidad se esfumaron, o mejor, cambiaron de arca. Negocios increíbles, urdidos mientras las viudas y los pensionados se solazaban en su ancho mundo de fantasías, pregonan la ingenuidad de un país ligero que gusta de los héroes de barro. La opereta se ha desmontado. Los actores procuran hacerse a la sombra. Don Félix y su camarilla, lo mismo que en otros predios ocurre con similares magos de las finanzas sucias, se defienden con desespero para que la justicia no les cobre sus fechorías.

Ahora resulta que a don Félix “le venía funcionado mal el coco”, según su ingenua manifestación. Y pide que lo atornillen a ver si logra el equilibrio que no pudo tener su agitada vida de fabulador de millones prestados. Cuando a don Félix le abran el coco, ojalá nos permitieran ver qué cuerdas especiales posee para haber logrado burlarse de una clientela tan numerosa como hipnotizada  por los embelecos del dinero fácil.

El Espectador, Bogotá, 20-IX-1982.

 

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