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El sexo y el corazón

lunes, 17 de octubre de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

El sexo está de moda. Es tema que las beatas asustadizas rechazan por pecaminoso, como un aliado de los infiernos, y que todos admiten, hasta ellas en sus intimidades, como un elemento inseparable de la condi­ción humana. El mundo gira alrede­dor del sexo. Es quizá el mayor ingrediente de la felicidad, aunque también de la infelicidad. Tratándose de un instinto natural, es necio igno­rarlo.

Por la maldición que cayó en el paraíso terrenal, de allí nació un gran temor a los actos prohibidos. «No comerás de este árbol», le dijo Dios al hombre, y como el hombre había sido creado con apetito, comió. La pareja, sorprendida en desobediencia, o sea, en acto de pecado, fue arrojada del paraíso, para que el mundo en­tendiera lo que es lícito y lo que es ilícito.

Esta noción entre el bien y el mal pasó a las futuras generaciones como el código moral por excelencia que regiría la conducta humana. Desde entonces a la manzana se le llama sexo. Era el primer símbolo sexual que aparecía en el planeta, y Dios, que por algo lo inventaría, se encargó de hacer confuso el lenguaje de las intimidades y sobre todo cohibidas y hasta escabrosas las relaciones pro­piamente dichas.

El tema, por eso, se volvió tabú. A los niños se les despistaba con pa­labras misteriosas para señalar las partes más comunes del cuerpo y principalmente para ocultar algunas de sus funciones elementales, como la reproducción, la más natural de to­das. Hoy los niños nacen sabiendo más que los mayores y les enseñan a éstos a designar por sus nombres de pila, incluso con apelativos ingenio­sos, todos los miembros y actos que antes se consideraban vergonzosos.

Saben, por ejemplo, que no hubo tal manzana sino una física acción sexual. El llamado pecado original, o sea, la piedra de escándalo que desde entonces pesa sobre el mundo, abrió paso a los mayores desenfrenos de las apetencias, aunque no siempre dentro de límites bochornosos, porque con el correr de los tiempos se implantaría el matrimonio como la figura ideal para aliviar la conciencia de los estragos del amor profano.

¿Cuál amor profano?, preguntará alguien que no puede admitir como ilícitas las relaciones del paraíso perdido, sin las cuales no se hubiera multiplicado la especie.

Las nuevas generaciones no con­denan con el rigor de antes aquel encuentro lógico de dos seres que habían nacido para amarse y que, humanos como eran, daban y bus­caban su propia materia. Lo contra­rio seria depresión, y ya los especialistas han demostrado que ésta es perjudicial para la salud mental. Dios le ordenó al hombre conservar su mente sana.

Aparece ahora el doctor Thomas P. Hackett, un sobresaliente siquiatra de los Estados Unidos, recomendando el acto sexual como el mejor tónico para el sistema cardiovascular. Tal vez no descubre nada nuevo, por ser el sexo, desde que la humanidad es humanidad, el mejor amigo del co­razón. Si en el sexo se encuentra una cura insuperable contra las enfer­medades coronarias, la ciencia nos indica ahora cómo evitar la muerte del corazón.

Nadie querrá, desde luego, morir por descuido, teniendo el remedio a la mano. En adelante el infarto será más llevadero, y hasta plácido, cuando se logra un mesurado ejercicio de la actividad sexual, «sin complejos, sin temores y sin urgencias innecesarias».

Lo importante es no desmedirse en la fórmula y aprender a manejar con buen compás las pulsaciones para que la demasiada presión arterial, que en este caso sería presión amo­rosa, no termine de pronto fundiendo la maquinaria por recalentamiento.

Resuelto el caso de conciencia, una lección recibida del paraíso terrenal, cada cual verá si alimenta su corazón o lo deja expirar por falta de ritmo. El amor no tiene fronteras, y esto lo demostraron a las mil maravillas nuestros primeros padres, acaso de­sobedientes, pero infinitamente ro­mánticos.

De ellos aprendimos sus descendientes que el amor es sexo. El sexo también es amor, aunque no siempre. A propósito, ¿qué harían hoy Adán y Eva si sufrieran un infarto, algo desconocido en su tiempo, y de nuevo se les prohibiera probar la fruta de la tentación?

El Espectador, Bogotá, 9-II-1983.

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