Inicio > Cuento > Montaña adentro

Montaña adentro

lunes, 17 de octubre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Dale que dale a su hacha indómita, diríase que Roberto Quintero, leñador tostado por muchos soles, vivía en pugna con la naturaleza. En esto de derribar árboles y extraer de ellos el duro sustento, nadie le ganaba. El hacha relumbraba en la espesura del monte como desafío implacable. Herramienta terrible en sus manos encallecidas, descargaba su filo certero contra la naturaleza agresiva que se mostraba obstinada en impedir el avance del hombre.

Era un trabajador convencido de su fortaleza. Cuando el monte le cerraba el paso, más duro respondían sus músculos. La naturaleza era su rival en las hurañas espesuras y su aliada en los mercados abiertos que le permitían subsistir con su mujer y sus tres hijos. Ningún oficio tan bravo como éste, pero él no conocía otro que le dejara mejores ganancias.

Alguna vez que intentó cosa distinta se le rebeló la voluntad. Prefería penetrar por aquellos parajes inhóspitos y proclamarse amo y señor de la victoria diaria de verlos rendidos a sus pies. La fuerza de la montaña, con sus intrincados caminos, era conquistada palmo a palmo por el músculo poderoso del leñador que había aprendido el secreto de las breñas recónditas. Conocedor, además, de los laberintos por donde echaba a rodar los cargamentos de madera, sentía hervirle la montaña alma arriba. La montaña era como una mujer que se anidaba en sus intimidades, lo mecía y le estimulaba las emociones.

Por fortuna, el hijo mayor era útil para el trabajo. Roberto Quintero le enseñaba, a fuerza de sudores, a desbrozar los matorrales de donde provenía el pan azaroso de sus existencias. El hacha sonaba en el corazón del monte como grito perseverante. Relucía bajo los rayos del sol y no se cansaba de pregonar su ímpetu cotidiano. Los árboles indóciles caían vencidos por el afán explorador, uno tras otro, sin tregua ni concesión. Río abajo se impulsaban las maderas en busca de compradores.

No siempre respondía el mercado. En tales momentos era preciso poner a prueba la paciencia para no desfallecer en la jornada siguiente. El viejo leñador incitaba a su hijo a ser hombre. Este, que crecía movido por el ejemplo implacable, poco a poco se familiarizaba con el ambiente y sus complejidades. Era buen discípulo del avezado leñador y bravo exponente de su raza.

–Tomarás algún día mi puesto –le decía, impulsándolo hacia el destino que ya estaba señalado.

–Así será, viejo –le respondía el muchacho, y clavaba otro golpe en la madera.

Descansaban de trecho en trecho y solo por breves minutos, para luego proseguir la jornada con nuevos bríos. El sudor les invadía el cuerpo, y el alma les ardía a golpes incesantes. Conforme descargaban sus impulsos, sentían crecer la gleba que llevaban en el corazón. Era un apego porfiado a la tierra, la tierra de sus sudores y agonías, sangre de su sangre. La querían por buena, por dadivosa, por maternal. Y la sufrían cuando amenazaba irse de sus manos. Era arisca y retadora. Tal vez con el tiempo le sembrarían frutos copiosos, si las maderas lo permitían.

Por ahora seguían despejándola de abrojos y rellenos impenetrables. No la mancillaban, sino que la descubrían. Trabajarla, como lo hacían con vigor indeclinable, con la fiebre de los leñadores audaces, era llegar a sus profundas entrañas.

Apilada buena cantidad de árboles, comenzaba la tarea de recortarlos. Tenían instalada allí mismo, cerca del río donde esperaba la canoa, la sierra elemental, con no muchos utensilios pero con filo suficiente para reducir la proporción de aquellos gigantes derribados. Cada cual tiraba de un extremo, con empeño, con toda la fuerza del hombre, para que los dientes del aparato penetraran con ímpetu en el corazón del monte tendido a sus pies.

Dispuestos los maderos en piezas largas y de similar tamaño, quedaba fácil componer la armadía. Río abajo, se iban directo a los aserraderos organizados, que eran cicateros para los buenos precios. Las gentes de las orillas, al contemplar el tránsito por el río, comentaban:

–Ahí pasa Roberto Quintero.

–Con su hijo –agregaba alguien–, que ya es todo un hombre.

No se entregaban al primer aserradero, sino que seguían en busca de mejor suerte. Era poco lo que subía la cotización, pues aquellos pulpos parecían puestos de acuerdo para tasarles el hambre. Cansados de insistir, terminaban entregándose al que se mostraba menos explotador, con mínimos puntos de diferencia sobre la mejor oferta.

–Otro día sacaremos más ganancia –se resignaba Roberto, guardándose los pesos en el bolsillo del pantalón.

–Otro día será –murmuraba su hijo, y se decía para sus adentros que aquellos miserables los mantenían acorralados.

Pero había que sudar la vida, sin desfallecer, con la fe del montañero. De lo contrario morirían de hambre. En el rancho los esperaban Luisa, la mujer de Roberto, y los dos pequeños hijos que aún distaban mucho de poder manejar el hacha. El mayor, que tenía catorce años, era ya otra esperanza. Pero tres o cuatro años más serían demasiado tiempo para las urgencias del padre, que se sentía cansado. Había que continuar. Y así, día tras día, árbol tras árbol, peso tras peso.

Un día se rebeló el hijo mayor, el socio que Roberto llegó a considerar su aliado para el resto de su vida. Se fue del rancho, en secreto, sin dársele nada. Andando suerte, consiguió mujer. Se negó a seguir de leñador y prefirió alquilar sus músculos como peón de caballerizas.

–Tú sigues –le dijo Roberto al de los quince años, que ya los tenía cumplidos y se jactaba de su dudosa hombría.

–¡Listo para la lucha, viejo! –respondió el muchacho.

–¡Más fuerte! –no cesaba de gritar su padre días después, del otro lado de la sierra, a punto de desistir.

Algo se hacía, por supuesto. Era una boca menos, pero el dinero escaseaba. Contrató un leñador profesional y al poco tiempo lo despidió porque los rendimientos se reducían. La montaña le era adversa. Pero seguía queriéndola. Era como una pasión que le chupaba la sangre. En ella estaba su vida, su razón de ser.

Roberto trabajaba ahora más duro, con mayor nervio. De lejos lo espiaba su hijo, que procuraba hacer lo mismo. Era posible que algún día llegara también a ser montañero completo.

El hacha seguía gritando en la espesura. La maraña del bosque se despejaba con golpes decididos, casi que rabiosos. De pronto la herramienta se desvió para hundirse en la pierna derecha del leñador. Quedó la carne viva, como testimonio del trabajo despiadado. Una mueca se dibujó en el rostro. Roberto detuvo la hemorragia y se fue a rastras, sosteniéndose del brazo del muchacho. Se esforzaba por no gritar. «Maldita hacha», fue todo lo que dijo.

Días después, con la pierna amputada, volvió al rancho. El muñón le colgaba como si fuera un árbol derribado. Su hijo ya cortaba la madera con mayor destreza. Había madurado en pocos días. Y Roberto Quintero se dijo, mientras pasaba la cerca, que no era posible retroceder, si la montaña era como una arteria palpitante.

Revista Fabularia, Manizales, 7-II-1982.
La Patria, Revista Dominical, 28-II-1982.
Revista Manizales, enero de 1990.   

 

Categories: Cuento Tags:
Comentarios cerrados.