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Su majestad la Diabla

sábado, 15 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

No va a ser fácil la llegada de la Diabla a Riosucio. Sus habitantes no admiten sino el imperio soberano del Diablo, el personaje tradicional que ha movido todos los carnavales y no quiere rival. Es un ser simpático, amable y risueño, desprovisto de instintos satánicos, que se ha metido en el alma del pueblo para inyectarle alegría. Es el rey de los bandos y de los cantares popula­res. Llena todas las copas y anima todas las reuniones. Su espíritu anda suelto como una chispa de la risa y la jarana.

A estas alturas de la vida, cuando su autoridad es absoluta, a alguien se le ha ocurrido que necesita com­pañía. Una comisión de vecinos compasivos, sin duda pretendiendo aumentar el entusiasmo carnavalesco, ha ideado la creación de la consorte. Pero él, empe­dernido solterón, dueño de todas las voluntades y todos los corazones, no desea repartir su imperio. Se extraña de que sus súbditos pretendan hacerle querer a la fuer­za a una advenediza, cuando su afecto es para todas las muje­res del pueblo, sus únicas queridas.

Conseguirle esposa es lo mismo que disminuirle auto­ridad. El buen Diablo rechaza la atención. Sabe de las infidelidades conyugales, de los embelecos y las sutile­zas femeninas, y no se prestará para el du­doso idilio. ¡Al diablo con la mujer!, exclama entre chispas. Sus oferentes tal vez olvidaron que, siendo amo indiscutible, tiene muchachas a granel. Con so­lo desearlas, las encuentra dispuestas a sus diabluras incurables.

Casado, en cambio, se sentiría disminuido. Ya no tendría horarios abiertos ni podría entrar tranqui­lamente a todos los hogares. Dejaría de ser un Diablo suelto para volverse personaje sumiso. Y él, que ha sido soberano como el Ingrumá, no tiene madera para ser disciplinado.

Rechaza el dominio mujeril. No  se le ha conocido una sola amante. Tendrá sus tra­vesuras nocturnas, como diablo ardoroso que es, pero prefiere la libertad amorosa. A sus años no sabe de ce­los, porque su corazón se prodiga por igual a todas las mujeres. Siendo uno de sus poderes el de la ubicuidad, no ha de someterse a  residencia fija. Sí lo aprisionan, se les volará, porque no conoce fronteras estrechas, ni quiere conocerlas.

Su reino es el universo abierto. Seguirá siendo un tenorio volátil. Así es más efectivo su ademán galante. Le gusta la conquista repentina, pero sin cadenas.  Las muchachas del pueblo lo desconocerían con aire compuesto y andar metódico. Ellas se lo pelean alborotado e indómito. Comprometido, sería un pobre diablo.

La gracia del Diablo riosuceño está en su soltería. Es libre para escoger y amar. Libre para amanecer en cualquier tienda alcohólica o en cualquier perfumado salón.

¡Déjense de marrullerías! El Diablo no se entregará. Su instinto desarrollado le permite oler la  trampa que ustedes, buenos vecinos de Riosucio, pero también ingenuos, pretenden armarle. Les juro que él no se rendirá. Por más que le han preparado una sofisticada y apetitosa Venus infernal, con todos los halagos y sortilegios extraídos de los profundos infiernos, él la rechazará.

Este romance satánico no tiene buena envoltura. Su majestad la Diabla, que trata de disminuir el azufre regándose olorosas esencias por el cuerpo, y que  se ofrece ensortijada como mujer fatal, no les competirá a las jóvenes bonitas del pueblo. Con ojos gatunos y sonrisa sensual, y envuelta entre cascabeles y peligrosos afrodisíacos, la tentadora Diablita trata de embestir. Bastará una carcajada de Otto, el aliado inseparable del rey de las fiestas, para que la  intrusa termine de patitas en la paila infernal.

El Diablo riosuceño es inconquistable. Se desfiguraría con una rival en su trono. Va por el mundo exhibiendo su rebeldía y su carácter pendenciero. Es malicioso y gocetas. Arisco, cuando no le nace ser sociable. Y no es del otro equipo, como pudiera pensarse. Se muere por las mujeres, pero no se derrite por ninguna en particular. Si se derritiera –¡que no lo quieran los infiernos, ni lo permitan los altísimos cielos!–, se nos acabarían los carnavales y ya no podríamos rezarle una oración a su majestad el Diablo. Que no es un diablo cualquiera.

La Patria, Manizales, 13-XII-1980.

 

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