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Belleza por centímetros

miércoles, 5 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Van y vienen las reinas por los caminos del glamour. Niñas esbeltas, apenas en su em­brión mujeril, se miden por belle­za en Cartagena, la quemante si­rena del Caribe que incita la sen­sualidad. Hermosas representan­tes de todos los sitios del país exhiben encantos y señuelos que hubieran trastornado a los dioses de Atenas, y que a nosotros, más humanos, nos cortan la res­piración. Son moldes femeninos elaborados para la dulce contien­da de las formas y los centímetros, los perfiles y el sex-appeal.

Las encantadoras candidatas que imbuidas de sueños princi­pescos brindarían un imperio por una corona, danzan en las calles cartageneras y en cuanto recinto descubren vacío, a merced de un público que no acepta la modera­ción y que, por el contrario, ha de premiar a las que más calorías inyectan en el delirio popular. En un encuentro de fragancias y envolturas juveniles de tales con­tornos, no aconsejable para viejos verdes ni beatas asustadizas, el trópico se exalta y se estremece.

Detrás de las contorsiones y el grito del carnaval, es la mujer –elemento de adoración y una dei­dad cuando así se le trata– la que excita y le da sabor a la fiesta.

La pantalla del televisor vibra con las redondeces –en su buen entendimiento– de estas so­beranas que mantienen cautivo al país, y no sin justificación, cuando la aridez es tanta. Buscan las candidatas una corona esquiva en re­ñida competencia de espontáneos atributos y sofisticados aderezos, mostrando unas su señorío al na­tural, y otras, ademanes y postu­ras menos convincentes. No todas recapacitan en que los solos atrac­tivos corporales, aunque imprescindibles, no son suficientes para ganarse la admiración total.

Las preciosas niñas, antes de ser candidatas en sus territo­rios, se sabían de memoria los có­digos que juzgan la hermosura por centímetros, y a fuerza de gimnasias y dietas torturantes ajustaron sus peligrosas anato­mías al rigor del metro para no ex­ponerse a la descalificación.

Si se repasan las medidas gene­rales se verá que son parecidas. Cada una, por consiguiente, llegó siendo reina nacional de la belleza. Todas se consideran reinas. Y son reinas, para qué dudarlo. Centímetro más o centímetro menos, poco importa. Acaso la carne faltante en el pecho saque la cara en la zona de reta­guardia. O la invisible protube­rancia en la cadera se compense con el ligero hundimiento en la pantorrilla. Prescrita así la belle­za, todo sería fácil. Cualquiera sería reina, y no solo cada una de estas delicadas muñecas de cristal y alabastro, de carne y emoción, de roca y cuarzo, de éter y viento.

La mujer, a lo largo de los si­glos, ha sido motivo de curiosi­dad. Cuando es exaltada como diosa, el hombre, capaz de subli­marla, no le permite que dure  mucho tiempo en el nicho. Y cuando es explotada como hem­bra física, dispensadora de place­res y erotismos, cae en las profun­didades del ser irracional. Estos dos extremos existen desde todos los tiempos y es imposible acer­carlos, si tal es la contextura hu­mana.

Observando el reinado de Car­tagena, un paréntesis que nece­sitamos los colombianos en el du­ro oficio de vivir, pienso que sin formas anatómicas bien reparti­das, ni talles esbeltos, ni protube­rancias divinamente combinadas, no existiría la belleza.

La exhibición de cuerpos escul­turales metidos entre diminutos bikinis no es pecaminosa, por Dios, si sirve para realzar la estética y halagar la mente entre gratas evasiones, una cura para dismi­nuir la acidez ambiental de los impuestos y las penurias, las pe­queñeces y las politiquerías.

Ya ven los lectores que en una cuartilla bien medida cabe un rei­nado de belleza. La nueva sobe­rana, un pimpollo susurrante co­mo el trópico sensual de Cartagena, derramó las lágrimas ri­tuales antes de ceñirse la corona. Los colombianos tenemos motivo para sentimos vanidosos de tanta hermosura y desde ahora hacemos cálculos para cuando llegue el mo­mento de competir en los merca­dos, perdón, en los concursos in­ternacionales de belleza.

El metro deja de ser miope cuando no solo mide la hermosura por centíme­tros, sino descubre otros atributos indispensables de la realeza. Sin gracia, sin cultura, sin señorío, sin majestad, no podríamos ga­nar, como lo ganaremos, el cetro del mundo.

Ante tanta finura y tanta línea estilizada, solo siento que el pro­digioso Rubens, creador de formas rollizas y exuberantes, pictóri­cas de vigor y desbordantes de redondeces armónicas, no esté presente para sostenernos que la belleza es caprichosa y no se deja aprisionar entre centímetros cicateros. Es un mensaje que envío a las mujeres que envidian las líneas ajenas, sin consentir las propias, briosas y bien marcadas.

¡Loor a la bella soberana, Ana Milena, a la virreina y princesas primorosas, sobre todo a María Elena, nuestra reina quindiana, la del café bravío y legendario, por quienes yo sacrificaría un imperio si lo tuviera!

La Patria, Manizales, 27-XI-1978.

 

 

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