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La marcha indígena

martes, 24 de noviembre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

El 14 de septiembre, bajo una temperatura superior a los treinta grados, salió de Santander de Quilichao, con rumbo a Cali, una gigantesca caminata de sesenta mil indígenas del Cauca, Antioquia, Chocó, Valle, Caquetá, Huila, Cesar y Nariño, que llevaba como lema: “Marcha por la justicia, la alegría, la dignidad y la libertad de los pueblos”. Hacía mucho tiempo que no se veía en Colombia una manifestación de tal magnitud, ni tan ordenada y pacífica,

El Gobierno, claro, se preparó para controlar este peligroso despliegue que podría causar graves problemas de orden público en la carretera Panamericana y a su paso por los municipios. Pensó que vendría un bloqueo de la vía, con lanzamiento de piedra, quema de vehículos y muertos, como es de común ocurrencia en estos movimientos. Y resulta que no se presentó el menor incidente en los tres días que duró la marcha. El país miraba por la televisión el avance disciplinado de los indígenas y leía con interés las notas de prensa que se producían sobre la  insólita movilización.

Era natural que surgiera la perplejidad ante un hecho sin precedentes en mucho tiempo. Incrédulo como es el colombiano cuando ve cosas ordenadas, las preguntas eran obvias: ¿Qué habrá en el fondo de todo esto? ¿Serán ciertos los propósitos que se pregonan? ¿Qué políticos acaudillan la protesta? ¿Qué persiguen en verdad los indígenas, y qué van a obtener, con un acto tan pacífico? Sospechas que cabían en la imaginación lógica de un pueblo habituado al conflicto.

Estamos acostumbrados a que los problemas, incluso los más sencillos y de fácil solución, se resuelvan con tiros, pedreas y muertos. La ley del garrote acompaña la vida cotidiana. Somos unos bárbaros. Si no es con violencia, piensan los promotores de los mítines, no se conseguirá nada. Pero esta vez falló la rutina. Las comunidades indígenas, que no lograban hacerse escuchar de las autoridades, resolvieron llamar la atención del país por medio de esta correría de indudable impacto público. Y transmitieron muy bien el mensaje que necesitaban divulgar.

Querían protestar por la violación de los derechos humanos y pedir garantías para sus vidas, dignidad y convivencia en sus territorios. Querían que el Presidente conociera la aspiración a un país sin guerra, sin muertes, con agua, con disfrute de la naturaleza y con igualdad para todos. Querían que se respetara la milenaria cultura indígena y que no se les siguiera exterminando como colombianos desechables. Querían pronunciarse sobre temas de actualidad, como el Tratado de Libre Comercio, las reformas constitucionales, el estatuto antiterrorista, la política de seguridad social, y la reelección, a la cual se oponen. Querían, en fin, hacer acto de presencia en la vida democrática para no seguir relegados al ostracismo e ignorados por la indolencia de gobernantes y políticos.

Y se hicieron sentir. El país y el Gobierno aprendieron de su conducta admirable cuál es el camino para presentar los reclamos, sin acudir a procedimientos extremos y con la fuerza de la razón. Lo que vio Colombia fue una gran lección de civismo, dada, quién lo creyera, por los ciudadanos más marginados de la sociedad, a quienes autoridades y terratenientes miran con indiferencia y tratan con brutalidad.

La organización de la marcha no pudo ser mejor estructurada ni más positiva. Movilizar sesenta mil personas implica el hecho de que al frente de ella deben actuar líderes capacitados para no generar mayor violencia que la que se pide eliminar. La primera medida fue la creación de un cuerpo de 14.000 guardias indígenas encargados de vigilar el desarrollo de la caminata en paz. La Fuerza Pública, ante este desfile de rechazo social (en el que se cantaba y se reía), nada tuvo que hacer. Sobraba.

El transporte de toneladas de alimentos en 800 comiones; la instalación de carpas y cambuches en los potreros; la presencia de 130 enfermeras provistas de medicamentos de primera necesidad; el suministro de agua; el control de vendedores ambulantes y de personas extrañas; el aseo en los campamentos y la salida ordenada de ellos… todo estaba previsto. Y todo se cumplió con rigor admirable. Entre vítores, los marchantes entraron por las calles céntricas de Cali y terminaron la gira en el Coliseo del Pueblo.

No hubo ni un disturbio, ni un choque con la policía, ni un herido, ni un muerto. Tampoco discursos altisonantes. El verdadero discurso fue el elocuente mensaje de cultura ciudadana lanzado a todos los vientos. Ha sido un acto multitudinario que rompe los moldes anteriores y que guarda similitud con la aplastante marcha del silencio organizada por Gaitán en la plaza de Bolívar de Bogotá, en  protesta contra la ola de violencia desatada en el gobierno de Ospina Pérez.

Esta clara advertencia liderada por el organizado pueblo indígena del Cauca lleva a reflexionar sobre lo que sería el crecimiento de la inconformidad  manejada con la fuerza de los indígenas de Bolivia, Ecuador o Perú, quienes en ocasiones ponen a tambalear a los gobiernos. Entre nosotros ha brotado, con esta ejemplar manifestación pacífica, un inquietante grito de protesta surgido de una población golpeada por la indiferencia social a lo largo de los siglos.

Protesta que ojalá no caiga en saco roto. El colombiano olvida que lleva sangre india. Una vez dijo Gabriela Mistral, la mamá grande de los humildes de América: “Por el ímpetu de la herencia y por una lealtad elemental, mi defensa del indígena americano durará lo que dure mi vida”.

El Espectador, Bogotá, 30 de septiembre de 2004.

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